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lunes, 3 de mayo de 2010

Identidades portátiles, identidaes de plastilina

Mayo de 2006
Jairo Restrepo Galeano


IDENTIDAD PORTÁTIL, IDENTIDAD DE PLASTILINA


Viajamos a bordo de un avión, lo que no sabemos es quién lo pilota, si es que hay alguien allí. Los mensajes están ahí, pero no sabemos quién los produce. Igualmente no sabemos cuál es el aeropuerto de nuestro destino; y, lo más diciente, no tenemos ni la mínima idea de que podemos hacer individual o colectivamente para influir sobre la situación (metáfora de Bauman)


La identidad es tema socorrido en el mundo de hoy, especialmente desde la preocupación latinoamericana por preguntarse qué ha sido, cómo ha sido y hacia dónde tiende; así, cuando la movilidad de la gente, los grupos, se expresa en constantes migraciones, viajes y juegos; así, cuando los medios de comunicación masivos son punto importante en la transformación de la cultura, especialmente la identidad.
El antropólogo Marc Augé plantea que el estudio de nuestras sociedades, su cultura, parte de los siguientes ejes: La identidad, la memoria, la sacralidad, la apariencia y el intercambio. De modo que el centro de esta conversación se encamina por el primer eje; para ello se hablará, primero, del concepto de cultura, dado que engloba el de identidad, para luego desembocar en lo que se ha denominado identidad portátil, identidad de plastilina. La charla se apoya en dos autores, fundamentalmente: Zygmunt Bauman y Marc Augé.
La idea central de este texto es que, en el mundo de hoy, nuestras identidades tienen dos expresiones, por un lado identidades portátiles, en el sentido de que, a pesar de la movilidad de la gente por el espacio, son identidades que se llevan, permanecen, significan y simbolizan, y se expresan en lo que Augé denomina lugares antropológicos; por otro lado, identidades de plastilina, en el sentido de que se moldean en el continuo espacio-tiempo, más tiempo que espacio, por aquello de la instantaneidad o eso que se denomina tiempo real, expresadas en lo que Augé llama no-lugares (Augé, 2002). Pero, además, se quiere entender el fenómeno desde las siguientes categorías: el peregrino y el viajero, visualizadas por Zygmunt Bauman en De peregrino a turista (Bauman, 2003).


El concepto de cultura
En la modernidad, siglo XVII, la cultura se contempló como una creación esencialmente humana. El futuro tenía su punto de partida en la sociedad humana; el mundo se parecía menos a Dios, es decir, cada vez éramos menos eternos, para entender que el mundo se convertía en la “imagen del hombre”, proteico, veleidoso, caprichoso, lleno de sorpresas. En consecuencia, el mundo es más un quehacer que algo dado e inalterable. La tarea que devino de esta visión fue sustituir el orden divino o natural de las cosas, por otro artificial, construido por el hombre sobre bases legislativas, reglamentadas. Se dio una pragmática de la construcción del orden “que implicaba una tecnología de control conductual y de la educación, una técnica del modelado de la mente y la voluntad” (Bauman, 2002); el hombre completaba la trama, hacía cultura, anunciaba la autodeterminación.
En el siglo XVIII, la idea de cultura pasó a ser de uso corriente; la cultura significaba lo que los humanos podían hacer, mientras que la “naturaleza” designaba lo que los humanos podían hacer. Posteriormente, la tendencia general fue naturalizar la cultura, hasta desembocar en lo que E. Durkheim denomina “hecho social”. Los hechos culturales podían ser productos humanos, pero, una vez producidos, culturizaban la naturaleza.
En la antropología ortodoxa, la noción de cultura formada y aplicada, era la de que la “cultura” significaba regularidad y modelo, mientras que la libertad se presentaba bajo las rúbricas de “desviación” y “ruptura de norma”. La cultura era un agregado o, mejor, un sistema coherente de presiones apoyadas sobre sanciones, de valores y normas interiorizadas, de hábitos que garantizaban la repetición de las conductas individuales (de ahí su predictibilidad), lo mismo la monotonía de la reproducción, es decir, aseguraba la continuidad en el tiempo, la preservación de la tradición, por ello las identidades debían ser estáticas, definidas para la permanencia. Esta noción fue la que prevaleció en el seno de las ciencias sociales durante cerca de un siglo. “Alcanzó su expresión máxima (…) con el monumental sistema teórico de Talcot Parson, que contemplaba la cultura como una factor que contrarrestaba el azar” (Bauman, 2002). Para Parson la cultura es un factor inmovilizador, “estabilizador”, de hecho, funciona tan bien que, a menos que la cultura “funcione mal”, cualquier cambio de patrón es increíble y la ocurrencia real de los cambios constituye un rompecabezas que no se puede resolver dentro del marco de la misma teoría que pueda dar cuenta de la inercia del sistema. Esta visión toma la cultura como sistema, en ella no hay lugar para la alteración de las pautas arraigadas.
Con George Simmel, se entiende mejor la otra cara de la cultura, la de la ambivalencia. En el vivir humano hay dos fuerzas formidables, enfrentadas una a la otra. Simmel, citado por Bauman, escribe: “la vida subjetiva, que es inquieta pero finita en el tiempo; y sus contenidos que, una vez creados, se fijan y adquieren una realidad temporal. (…) La cultura se hace realidad con la reunión de ambos elementos, ninguno de los cuales puede abarcar por sí mismo a la cultura”. De modo que es lo “fijo atemporal” frente a lo “inquieto finito”.
Si en el mundo moderno no existe ninguna “forma fija” que pueda reclamar otro fundamento que la fuerza creativa humana, tampoco es probable que alguna forma alcance el estatus de un “ideal”, ello hace que la cultura sea dinámica, signada por el riesgo (Ulric Beck) y la incertidumbre (Anthony Giddens), o, incluso, entendida como “régimen de reflexibilidad y autolimitación”. La cultura, en estos términos, tiende a ser tanto agente de desorden como instrumento de orden. Bauman dice que la obra de la cultura busca la perpetuación, sin embargo se asegura de condiciones nuevas, experiencias y cambios. La cultura no puede producir otra cosa que el cambio constante, aunque no pueda realizar cambios sino a través del esfuerzo ordenador.
De lo anterior, se deduce, que la cultura sistema y es matriz.
La cultura como sistema. Todas las cosas culturales (valores, normas de comportamiento, artefactos) conforman un sistema. Sistema como agregado de elementos en donde los elementos están “interconectados”,

es decir, que el estado de cada elemento depende de los estados asumidos por todos los demás. Por lo tanto, la red de dependencias en que se ven involucrados todos los elementos limita la gama de posibles variaciones en el estado de cada uno de ellos. Mientras observan estos límites, el sistema se halla “en equilibrio”, reteniendo la capacidad para recuperar su forma característica y para preservar su identidad a pesar de las perturbaciones locales y temporales; evita, en definitiva, que sus unidades, o siquiera una de ellas, alcancen un punto de retorno. Mientras permanecen en el seno del sistema, todos los elementos (unidades, ingredientes, variables) están ligados a una telaraña de determinaciones recíprocas, que los mantiene a raya para evitar que sobrepasen los límites permitidos y que hagan perder el equilibrio a todo el conjunto… En su esencia, lo sistémico es la manera de subordinar la libertad de los elementos al “patrón de mantenimiento” de la totalidad” (Bauman, 2002).

Los elementos de la cultura deben ser circunscritos, deben tener fronteras. Se deciden cuáles elementos están dentro y cuáles están fuera.
En el sistema hay dos perspectivas; la primera es un sistema cerrado en sí mismo, la segunda es una mezcla de experiencias heterogéneas. La primera perspectiva depende de la experiencia, de la capacidad de selección de la sociedad propia, con sus prácticas excluyentes e incluyentes, sus presiones asimiladoras ejercidas en el interior del Estado-nación sobre “elementos foráneos” y su lucha por mantener su propia y distintiva identidad. Se promueve explícita y obligadamente la unificación nacional de lenguas, calendarios, niveles educativos, versiones de la historia y códigos éticos legisladores; hay preocupación por homogeneizar lazos entramados de dialectos locales, de costumbres y de memorias colectivas en conjuntos de creencias y estilos de vida únicos, comunes, nacionales. La segunda perspectiva habla de la experiencia de abrirse, de saberse permeada desde afuera, en la necesidad de no desperdiciar el ritmo creciente de hábitos culturales dispuestos a enriquecer las experiencias interiores sin perder el poder de cohesión de lo fundado por la historia y la identidad que ello implica.

La cultura como Matriz. El primero en saber de la futilidad de la cultura como un sistema fue Claude Lévi-Strauss, quien encontró que la cultura, más que un inventario de un número finito de valores supervisando todo el campo de interacción o un código estable de preceptos conductuales relacionados y complementarios, describió la cultura como una estructura de elecciones, una matriz de permutaciones posibles, finitas en número, pero prácticamente incontables, donde las estructuras no son sino restricciones del azar sobre tipos infinitamente variados de interacciones humanas.
La cultura como sistema (la probabilidad de percibir los fenómenos culturales como componentes de totalidades cohesivas y completas en sí mismas) es difícil pensarla como trama única por las siguientes razones: hoy sabemos que “los fenómenos espaciales son productos sociales y, consecuentemente, se espera que su papel en la fisión y la fusión de entidades sociales cambie a medida que lo hacen las técnicas y los procedimientos productivos” (Bauman, 2002); sabemos que las fronteras territoriales están permeadas por la tecnología que acelera comunicaciones y parece homogeneizar culturas; más aún, con el advenimiento de los medios de comunicación ha aparecido un tercer espacio, el cibernético, que se impone sobre el espacio confeccionado, territorial, urbanístico o arquitectónico. Lo de aquí y lo de allí ya no significan mucho, pues no hay obstáculos físicos a las distancias, no separan a la gente. El ciberespacio no está anclado territorialmente.

“Si la idea de cultura como sistema estaba ligada orgánicamente a la práctica del espacio “gestionado” o “administrado, en general, y a la interpretación del Estado-nación, en particular, ahora ha dejado de encontrar soporte y asidero en las realidades de la vida. La red global de información no tiene, no puede tener, un “mantenimiento de patrones”, ni tampoco tiene autoridades capaces de separar lo normal de lo anormal, la regularidad de la desviación. Cualquier “orden”, que uno pueda imaginar aparecido en el ciberespacio debe ser emergente, no artificioso; y, aún así, sólo puede ser un orden momentáneo, y un orden que ni puede modelar de manera alguna la figura de órdenes futuros ni determinar su aparición” (Bauman, 2002).

Bauman, a partir de lo anterior, argumenta que es difícil contemplar la cultura como una restricción de la capacidad inventiva del ser humano, “como un instrumento de la monótona e invariable reproducción de las formas de vida, resistente al cambio a menos que fuerzas externas lo empujasen hacia él” (Bauman, 2002). De modo que, parafraseando a Castoriades, una propiedad esencial de la cultura es la de ser capaz de cambiar sin dejar de funcionar eficientemente de manera constante, transforma en común lo que no lo es, en establecido lo que es original, continúa los procesos de adquisición y eliminación y, al hacerlo, perpetúa su capacidad de ser ella misma.

La sociedad y la cultura, como la lengua, retienen su carácter distintivo, su identidad, pero ese carácter distintivo no es “el mismo” durante mucho tiempo. Perdura a través del cambio; además no hay “ahora” en la cultura, no en el sentido postulado por el precepto de la sincronía, en el sentido de un punto en el tiempo separado de su propio pasado autocrático, mientras se ignoran sus aperturas hacia el futuro (Bauman, 2002).

De modo que “dominar una cultura” implica dominar una matriz de posibles permutaciones, un conjunto nunca completamente en marcha y siempre lejos de estar completo; no es, pues, una colección finita de significados, sino más bien una invitación constante al cambio; no han, entonces, una trama de carácter sistémico como única respuesta.

Identidad
Sabemos que un aspecto importante de la modernidad actual es el incremento del volumen y alcance de la movilidad, con lo que, el peso de lo local y sus redes de interacción se debilitan de tal modo que el resultado es la exacerbación de la identidad. “Tener identidad”, parece ser una necesidad universal.
La identidad se sitúa en un doble sentido: el grupo y el individuo para experimentar la solidaridad o la indiferencia. La identidad requiere una actividad ritual sostenida, la negociación de vínculos y simbólicas fuertes con el fin pensarla por oposición a otras identidades. Hay, entonces, identidad personal que confiere significado al “yo”; hay identidad social, que permite hablar de “nosotros”; este nosotros está construido a partir de la inclusión, aceptación y confirmación de sus miembros; es el reino de la seguridad reconfortante, aislado de un fuera habitado por “ellos”. Esta identidad es percibida segura cuando los poderes que la certifican parecen prevalecer sobre “ellos”, los extranjeros, los adversarios, los otros hostiles, esos interpretados igualmente como “nosotros” durante los procesos de reafirmación.
Para conceptualizar qué es la identidad, decimos con Erik Erikson que la identidad es el punto de confluencia entre aquello que una(s) persona(s) desea(n) ser y lo que le(s) permite(n) ser. Ni la circunstancia ni el deseo solos, sino el lugar de uno en el paisaje formado por la interacción de las circunstancias y el deseo), (citado por Richard Sennnett, 2002).
Stuart Hall, en su ensayo ¿Quién necesita la identidad? (Hall, 2003), distingue concepciones “naturalistas” y “discursivas” en los proceso de identificación. Según la primera, “la identificación se construye sobre la base del reconocimiento de algún origen común o de algunas características compartidas con otra persona o grupo, o con un ideal, así como con el círculo naturalmente cerrado de solidaridad y lealtades establecido sobre dicho fundamento”. Según la segunda, “la identificación es una construcción, un proceso que nunca se completa, siempre “en marcha”. No viene determinada en el sentido de que siempre se puede “ganar” o “perder”, apoyar o abandonar”. La segunda concepción es la que capta el verdadero carácter de los procesos de identificación de la modernidad actual.

En la modernidad había múltiples y diferentes identidades locales, un agregado heterogéneo de gentes; unificarlos (a través de los intelectuales, a través de la instrucción y del control, de la enseñanza y de los ejercicios y, llegado al caso, de la coerción) fue tarea del Estado-nación por medio de un proceso político de unificar la diversidad de las identidades regionales. Ello supone construir una nación. El nacionalismo, en la historia moderna, ha desempeñado el papel de bisagra, une el Estado y la sociedad. Estado y nación aliados en el horizonte de la mirada nacionalista, como línea de meta de la carrera por la integración. El Estado suministra recursos para la construcción de nación, “mientras que la postulada unidad de la nación y el destino nacional compartido ofrecían legitimidad a la ambición de la autoridad estatal de exigir y obtener obediencia” (Bauman, 2002). Tal como se ha visto, la promoción estatal de la “cultura nacional” es principalmente una apuesta por la cultura como “sistema”, como totalidad suficiente. Esta conceptualización procede a la eliminación de todos los residuos de costumbres y hábitos que no encajan en el modelo unificado, modelo que debe convertirse en obligatorio bajo la soberanía del Estado.
Ahora bien, con el advenimiento de la caída del Estado-nación en tanto fuente de una “elección significativa de estilo de vida”, donde el nacionalismo ya no funda el Estado, lo que queda son unas minorías que luchan por tener éxito en esa misma tarea en la que el Estado-nación ha fracasado. Al modelo de una cultura nacional, propiciada por el Estado, se opone el “multiculturalismo”, desde el cual la cultura nacional sólo se puede concebir negativamente; en este sentido representa el fracaso del proyecto nacionalista administrado por el Estado, pues supone la persistencia de un gran número de conjuntos autónomos de valores y normas conductuales en ausencia de una autoridad cultural dominante e inconquistada.
El modelo multiculturalista promete hacer realidad lo que el Estado no pudo: la pertenencia. Sin embargo el multiculturalismo adopta la misma estrategia que siguió el Estado: curar las heridas mediante “la unidad espiritual, al mismo tiempo que fomentar la resignación ante las invencibles presiones escisionistas que han causado dichas heridas (Bauman 2002). El multiculturalismo eleva la diversificación cultural al rango de valor supremo, acredita, con una validez potencialmente universal, a todas las variedades culturales. Ambos casos suponen que la cultura compartida debe compensar el desarraigo producido por el mercado, a partir de una reafirmación universal, pues proporcionan a todos los individuos los recursos que necesitan y la confianza en sí mismos; creando, entonces, sociedades y autoridades políticas sobre la base de la identidad cultural y de la tradición común.
Como vemos, tanto el proyecto nacionalista estatal como el proyecto multiculturalista, tienen similitudes. Los dos pretenden sistematizar lo cultural-identitario, ahogando las diferencias y borrando las ambivalencias de las opciones culturales para crear una totalidad imaginada capaz de resolver el problema de la identidad social.

He dicho que las identidades en el mundo actual se exacerban debido a la movilidad extrema de los individuos y de los grupos, a la “supresión” de las fronteras expresadas en el viajero, el migrante, el desplazado, el turista, el vagabundo, el jugador, a la penetración y usos de los medios de comunicación masiva en donde espacio ha de ser repensado, pues no depende del tiempo. Para interiorizar la propuesta me apoya en las nociones de lugar y no lugar, pensados por Augé, ello me permite ubicar el problema de las identidades de plastilina y identidad portátiles.
El rasgo más conspicuo de la fase cultural actual es que la “génesis y distribución de productos culturales ha adquirido un alto grado de independencia respecto a las comunidades institucionalizadas y, respecto las políticamente territoriales” (Bauman, 2002). Es mucho lo que llega de afuera a las comunidades culturales, mucho el poder de persuasión de los medios de comunicación sobre las pautas locales. Hay modelos foráneos viajan a gran velocidad para ser negociados cara a cara, hay modelos que llegan y se toman desprevenidamente sin ser sometidos a prueba dialógica (ausencia del cara a cara).
Lo anterior ha llevado a que las identidades hoy se entiendan como identidades flexibles (tan portátiles como de plastilina, tan hechas de lugar, como de no lugar), dispuestas permanentemente al cambio, al cambio sobre la marcha, donde no es tanto saber quién soy, sino saber lo que soy; saber moverse en el mundo a velocidad creciente, aprender a adaptarse a nuevas funciones; mosaico de destinos individuales que se encuentran por instantes en lugares y no lugares.
Para Marc Augé el lugar es un espacio fuertemente simbolizado, “es decir, que es un espacio en el cual podemos leer en parte o en su totalidad la identidad de los que lo ocupan, las relaciones que mantienen y la historia que comparten”, en este sentido, el lugar, siguiendo la idea de Vicente Descombres, es un “territorio retórico”,

es decir, un espacio donde cada uno se reconoce en el idioma del otro, y hasta en los silencios: en donde nos entendemos con medias palabras. Es, en resumen, un universo de reconocimiento, donde cada uno conoce su sitio y el de los otros, un conjunto de puntos de referencias espaciales, sociales e históricas: todos los que se reconocen en ello tienen algo en común, comparten algo, independientemente de la desigualdad de sus respectivas situaciones” (Augé, 2002 (1992).

En este lugar se construye la identidad que permanece, lo propio, lo que está dentro, de lo que uno no se desprende porque hace parte de la historia de vida cimentada y que, por tanto, se lleva a lo largo de todos los desplazamientos por el mundo; es decir, lo que portamos, llevamos siempre sin poder desprendernos de nuestras “referencias espaciales, sociales e históricas”, de aquí la denominación de identidad portátil, espacio donde se lee la identidad de quienes viajan, se desplazan, migran...
Augé llama no-lugares a los espacios donde la lectura del lugar no es posible. Estos son:
“- Los espacios de circulación: autopistas, áreas de servicios en las gasolineras, aeropuertos, vías aéreas…
- Los espacios de consumo: super e hipermercados, cadenas hoteleras.
- Los espacios de la comunicación: pantallas, cables, ondas con apariencia a veces inmateriales.” (Augé, 2002).

Como se observa aquí los lugares no inscriben relaciones sociales duraderas. Ellos se yuxtaponen, encajan, por lo mismo tienden a parecerse:

“los aeropuertos se parecen a los supermercados, miramos la televisión en los aviones, escuchamos las noticias llenando el depósito de nuestro en las gasolineras que se parecen, cada vez más, también a los supermercados (…). En la soledad de los no lugares puedo sentirme en un instante liberado del peso de las relaciones, en el caso de haber olvidado el teléfono móvil.” (idem)

En estos no-lugares se encuentran las identidades que se construyen, reconstruyen, se apropian, se copian, se les da una nueva gramática o se les resemantiza; es decir son identidades flexibles, recomponibles, identidades de plastilina; tienen su expresión a partir del viaje, lo nomádico, la diáspora, el desplazamiento, la migración; identidades construidas según la circunstancia, según el contexto, incluso según lo que se consume. Espacio identitario donde se es más calle, más lugar público, más otro lugar distinto del que se habita comúnmente.

Para Bauman, la identidad no siempre ha sido un problema, pues en la modernidad se pensaba sólida, estable, construida de antemano, buscaba la perdurabilidad, se estaba seguro del lugar al que se pertenecía, las partes sabían cómo actuar en presencia de otras; era el lugar para salir de la incertidumbre, como proyección que demandaba una búsqueda de lo que se era; en consecuencia eran identidades colectivas en espacios sociales: educación, asesores, guías. En este momento la preeminencia la tenía el peregrino, para quien la verdad estaba en otra parte, distante en el espacio y en el tiempo, es decir, la pura abstracción; se tenía un lugar, pero fuera del foco del presente y del lugar que se ocupaba en determinado momento; para el peregrino siempre había otros lugares. Bauman utiliza la metáfora de la tierra y el desierto (Bauman, 2003). La tierra poblada es el lugar de los deberes y obligaciones, la calidez; se está con otros, se es forjado y moldeado por el escrutinio, las demandas y las expectativas, el horizonte está repleto de cosas construidas, muévase donde se mueva, se está en un lugar, es decir se trae o se lleva las identidades. El desierto, por el contrario, es una tierra aún no repartida, por lo mismo es la tierra de la autocreación; no vamos al desierto a buscar nuestra identidad sino a moldearla de otra manera, a encontrar otros sentidos, quizás a volvernos anónimos, a oír a hablar al silencio. De modo que el desierto es libertad, ausencia de límite, el yo se torna descontextualizado, de plastilina.

Ahora bien, en la modernidad más reciente el peregrinaje empezó a no ser elección de un modo de vida sino a ser la elección; se era peregrino por necesidad para conferir una finalidad al caminar mientras se vagaba por la tierra. Se caminaba hacia. La mirada hacia atrás nos mostraba un camino andado, las huellas, sino que reflexionaba sobre ello y se le veía como progreso hacia, un avance, un acercamiento a. Se distinguía un “atrás” y un “adelante”. Había rumbos, había objetivos donde lo informe adquiría forma. Había una meta donde se encontraba el sentido; esa construcción de sentido fue lo que se dio en llamar identidad. Sentido e identidad, ambos son procesos; había una distancia entre la meta y el momento presente (entre el sentido del mundo y la identidad del peregrino). Sentido e identidad eran proyectos, lo que permitía su existencia era la distancia, distancia-objetivo, distancia insatisfacción, por lo que había siempre demora en la gratificación. Era una identidad impregnada de espera y demora. Ahora bien, el tiempo “para medir las distancias debe ser como las reglas: recto, de una sola pieza, con marcas equidistantes, hecho de material duro y sólido” (Bauman, 2003). El tiempo de los proyectos modernos “vive hacia”, está diseccionado, continuo e imposible de torcerse. La vida y el tiempo estaban hechos a la medida del peregrino. Se elegía, con confianza, un punto de llegada. La demora de la gratificación como la frustración momentánea eran factores organizadores para la construcción de identidades. Confianza en el carácter lineal y acumulativo del tiempo. Se ahorraba para el futuro. Se estaba seguro del futuro. Se apostaba a la solidez del mundo por el que caminaba el peregrino. La vida, entonces, como un relato continuo, “una historia tal que hace que cada suceso sea el efecto del anterior y la causa del siguiente” (Bauman, 2003), cada estación una estación en el camino hacia la realización. El mundo del peregrino, de los constructores de identidad, debía y debe ser ordenado, determinado, previsible, firme, portátil; las huellas se graban para siempre.
El mundo de hoy es inhospitalario para el peregrino; pues, en la lucha por hacer un peregrinaje sólido se desembarcó en un peregrinaje flexible, a fin de que la identidad se construya a voluntad, de modo que la cuestión no es tanto cómo construir una identidad, sino cómo preservarla. En consecuencia, no se trazan hojas de ruta de viaje. En la sociedad de hoy, tanto las cosas como las personas, según Christopher Lasch (citado por Bauman, 2003), han perdido su solidez, su carácter definido y continuidad. Todo se ha tornado obsolescencia inmediata. En un mundo así, las identidades se adaptan o se descartan. La opción siempre se mantiene abierta. Las identidades se tornan de plastilina.

Los consumidores de hoy tienen la particularidad de cambiar las reglas durante el desarrollo de sus situaciones; la estrategia, en el juego, es la de la partida. Los juegos son breves, limitados; su resolución es vivir por día, la vida como una serie de emergencias menores. Lo que significa estar en permanente guardia sin compromisos a largo plazo. No se ata a un lugar. Se prohíbe al pasado pesar sobre el futuro: el presente es continuo.
En este orden de ideas el presente (el tiempo) ya no estructura el espacio. No hay un hacia delante, un hacia atrás. El tiempo se ha desprendido del espacio. Lo que cuenta es la actitud de no quedarse quieto. La flecha del tiempo no mide la gratificación. “De este modo la dificultad ya no es cómo descubrir, inventar, construir, armar (incluso comprar) una identidad, sino impedir que esta se nos pegue… El eje de la estrategia en la vida posmoderna no es construir una identidad, sino cómo evitar su fijación” (Bauman, 2003). No hay compromisos, los compromisos llevan a obligaciones.
El resultado de lo anterior es la fragmentación del tiempo en episodios, “cada uno de ellos amputado (separado) de su pasado y de su futuro, cerrado en sí mismo y autónomo”. La regla clara aquí, en este universo de cosas efímeras, es no planificar. Todo debe ser a corto plazo, no apegarse emocionalmente a personas, a cosas. En consecuencia, no tiene sentido demorar la gratificación, no tiene sentido ahorrar. Ahora, pues, las metáforas son, para la construcción de las identidades, el paseante, el vagabundo, el turista y el jugador, todos ellos viajeros cargando sus identidades como sus posibilidades de ser moldeados, impregnados por el horror a los límites, a la inmovilidad.
En consecuencia con lo anterior, podemos concluir que tanto las identidades estáticas, construidas a partir de los lugares antropológicos, como las identidades flexibles, efímeras, no planificadas, de plastilina, permean nuestro presente, le dan sentido a las nuevas expresiones de la movilidad: paseantes, vagabundos, turistas, jugadores. Aunque estén en el juego de la no planificación, llevan consigo el peso de los lugares y no lugares.


Bibliografía

- Augé, Marc, 2002. Los no lugares. Espacios del anonimato. Barcelona: Gedisa.
- ........ 2004 ¿Por qué vivimos? Para una antropología de los fines. Barcelona: Gedisa.
- Bauman, Zygmun, 2002 La cultura como praxis. Barcelona: Paidós.
- ………, 2001. La sociedad individualizada. Madrid: Cátedra.
- ………, 2003 “De peregrino a turista, o una breve historia de la identidad”, en Stuart Hall y Paul de Gay (compiladores), Cuestiones de identidad cultural. Buenos Aires: Amorrortu.
- Beck, Ulrich, 2002, La sociedad del riesgo global. Madrid: Siglo XXI.
- Sennett, Richard, 2002, El declive del hombre público. Barcelona: Ediciones Península.
- Hall, Stuart, 2003, “Introducción. ¿Quién necesita “identidad”?”, cap. I, en Stuart Hall y Paul de Gay (compiladores), Cuestiones de identidad cultural. Buenos Aires: Amorrortu editores.

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