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lunes, 3 de mayo de 2010

Arte

LA ESTÉTICA DE LO EFÍMERO



Jairo Restrepo Galeano

En el mundo de la imagen, y la imagen es esencialmente simulación, el arte es igual que la imagen, simulación, juego de ausencias, como tal se desvanece rápido. Lo que nombra hay que nombrarse de otro modo, algo más que debe ser nombrado, siempre en un continuo vertiginoso donde es difícil la permanencia. Este cambio de conducta, de filosofía, busca generar puntos de tensión, de provocación: ruptura, comodidad, asimetría, espontaneidad; un tipo de desorden que deja de lado el qué dirán.
Estética del desorden, del caos, como si importara poco el rostro, la forma, la presencia, lo apolíneo. Estética del desorden que deja ver salas a medio pintar, a medio pañetar, con pocas cosas, con la sensación de haber sido casi olvidadas, como si se viviera de paso, con un toque más humano, cosas sencillas que sugieren o invitan a la desfachatez. Formas que se han hecho posibles por la popularización de la moda, la decoración, la imagen, lo audiovisual. Se reacciona contra lo aséptico, lo modelado (esculpido), lo artificial. Estética contra el tecnicismo de los noventa y que empuja pugnaz con su pretensión constructivista, la informalidad, lo «grunge», el estilo «drogata». Son los momentos de la sofisticación, la transgresión a la estética protocolaria que desea alterar, negar el orden imperante, repetitivo y redundante que niega la libertad. Antonio Tapies, lo resume así: «Una insurrección contra todo lo artificioso». Jean Dubuff, artista francés dice: «Un arte sensato, ¡qué idea más tonta! El arte es hecho de borrachera y locura».
Este modo de asumir la estética es también un cuestionamiento a la cultura, a la trivialización de la misma.
Es un deseo de equilibrar este mundo que se ha mostrado tan eficaz con el desorden que es también una necesidad natural. «La gente ha empezado a entender que se trata de aceptar una especie de lógica no convencional donde el desorden es un orden con otras leyes», dice Eric Miralles, «El Desorden es también orden».
¿Por qué se ha llegado a esta ruptura de cánones? Durante mucho tiempo estuvo silenciado lo cotidiano, lo inmediato, la ocurrencia diaria, el modo como la gente asume la inestabilidad, para centrarse en lo monumental, en lo modélico, en mitos fundacionales que descubrían la belleza de la vida, del paisaje, del héroe. Podía ser así porque esto explicaba las potencialidades de una universalización integradora. Pero a medida que fueron apareciendo las diferencias, las particularidades, la existencia del otro, los relatos periféricos con su enorme carga de vida cotidiana, de inmediatez y de ocurrencias, aparece el cuerpo como primer escaparate para exhibir sin vergüenza, el placer por los zapatos viejos, el gusto por la ropa desteñida, la gracia de la imagen inmediata, tal como se da en la circunstancia: desenfado, rebeldía, suciedad. Con la referencia a lo cotidiano los estilos se volvieron rostros deprimidos, drogados, que se complementaban con tatuajes. Enfermedades terribles como la anorexia y el SIDA, han llegado a usarse como reclamo publicitario, llevando al cuerpo a una total desacralización que se vierte en desequilibrio, sencillez. Improvisación, casualidad. Se estetiza la enfermedad, lo marginal.
Este desorden, que tiene necesidad de transgredir, de romper lo establecido, desemboca en una transformación circunstancial, en donde pareciera que no hubiera cabida para la identidad, para la permanencia; detenerse es apagarse, es quedar marginado. Se está atento a qué imagen proponer, qué comportamiento asumir, una vez vivida o hecha la imagen, ya no satisface; imagen utilizada por los famosos, luego seguida por otros, buscando ser naturales, con ínfulas de preocupación y libertad en el esplendor del «glamour». Algo de carnaval rabelesiano hay en esto, la gente se libera en continuo cambio, la permanencia pierde su fuerza, su esencia; el tiempo se marchita, el sentido primero se pierde; si algo permanece se muestra como disfraz y ya no dice lo que tiene que decir del momento actual; el sentido está atrás, sentido allí, mas no aquí. La permanencia es negación continua de sus esencias inmediatas.
La nueva sensibilidad estética es «light»; banaliza los gustos, los consumos, los discursos; es relajamiento, disipación, distracción. No se conoce, no se reflexiona, no se descifra, en consecuencia deviene un analfabetismo funcional frente a la alfabetización crítica y creativa. El lenguaje ya no nombra al ser, no lo funda, no desea expresarlo, sencillamente comunica, es un simple instrumento. El compromiso con el futuro no existe. Se imponen las realidades virtuales, lo tecnoimaginativo, la estética del «video-clip», el programador; se reivindica el pastiche.
Se impone el cuerpo para exhibirlo en las pasarelas; la falsa erudición, la conversación fácil, apresurada y ruidosa; se impone la poesía sin profundidad, desabrochada, que nombra lo inmediato, el ídolo; la verdad es el juego de las cámaras que le entrega al espectador deseos frágiles, y múltiples decorados de forma brillante y ruidosa que simulan la realidad.
En una estética así, saber es difícil, desconocer es fácil, de aquí la trivialización del pensamiento. Se asumen las cosas porque no hay que pensarlas. La vitalidad reflexiva queda fuera de nuestra sensibilidad, de nuestras circunstancias. Si alguien se asombra por los fenómenos, asume el saber, el imperativo de conocer, se le considera un extravagante, un idiota, un «nerd».
La monumentalidad de la estética se desploma, y a cambio viene un modo de crear con herramientas que no requieren aprendizaje, oficio, labor paciente y sistémica. Se construye lo que es fácil de construir con el «pedestre argumento de que hay que darle a la gente lo que le gusta».
En síntesis, nuestra época cartografía el placer, pero un placer fugaz, sin futuro. Tránsito sin otro allá. Fluir hacia ninguna parte, horizonte inmerso en la inercia de su ensimismamiento. El hombre está fascinado frente al televisor, sacudido por el equipo de sonido, aislado por el Walkman, convulsionado por el Nintendo; mientras el otro es alguien disperso, alejado, una nube que se diluye frente a su mirada, alguien sin rostro a miles de kilómetros en la autopista del Internet.

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