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viernes, 7 de mayo de 2010

Las violencias de nuestra modernidad

LAS VIOLENCIAS DE NUESTRA MODERNIDAD



Jairo Restrepo Galeano•


Centrismos de nuestro racionalismo


Se empezó por separar al hombre de la naturaleza y por hacer de él un reino soberano: se creía así borrar su carácter más irrecusable, el de ser, ante todo, un ser vivo. Y al cerrar los ojos a esta propiedad común se dió vía libre a todos los abusos. Nunca mejor que al cabo de los cuatro últimos siglos de su historia puede el hombre occidental comprender que, al arrogarse el derecho de separar radicalmente la humanidad de la animalidad, concediendo a un lado lo que le quitaba a la obra, abría un ciclo maldito, y que la misma barrera (…) serviría para separar a unos hombres de otros, y reivindicar, en beneficio de unas minorías cada vez más restringidas, el privilegio de un humanismo corrompido al nacer, por haber hecho del amor propio su principio y noción. (Claude Lévi-Strauss, Presencia de Rousseau. Buenos Aires, Nueva Visión, 1972)


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El hombre de la modernidad, especialmente el ubicadado en Occidente, cuyos núcleos son Europa y Estados Unidos, ha generado unos marcos conceptuales con pretensiones universalistas que han llevado, en su práctica, a negar las diferencias y sus mecanismos de construcción de conocimiento. El argumento para la negación del otro y lo otro es que no poseen la misma lógica, los mismos métodos y las mismas razones de Occidente.

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Esta racionalidad, abierta por los avatares de la historia, ha devenido hasta hoy en el predominio de que, "si yo tengo la razón, y tú no la compartes, eres mi enemigo". Todo nuestro empeño se ha volcado en demostrar la validez absoluta de lo propio como razón objetiva, en donde implícitamente la valía del otro nos es ajena. Este monólogo ha devenido en monopolio de la razón de quienes detentan el poder. Es decir, hemos desembocado en centrismos excluyentes, negadores de la diferencia. Esta negación del otro y lo otro trae aparejada violencia, el exterminio de quien se opone.

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Todo centrismo parece evitar construir puentes entre culturas, grupos e individuos, por lo que trasgrede la diferencia constructiva y dinámica. La modernidad, con su pretensión de expresar un discurso único, ha sido, en consecuencia, un factor generador de violencia. Su ideal de discurso único, universal, ha negado otras expresiones en el pensamiento, que no poseen su propia dinámica de construcción de conocimiento. Hoy, este pensamiento único se concreta en la ideología neoliberal que defiende una teoría de consenso racional que permite alcanzar el mejor modo de vida posible a toda la humanidad, como los fundamentalismos ideológicos que niegan lo alcanzado por la misma modernidad en la autonomía del sujeto por temor a la individualidad.

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El hombre es razón, está constituido por esta y su racionalidad está dada por su capacidad específica e irreductible de conocer el mundo, comprenderse a sí mismo y al otro. Pero su racionalidad particular no debe ser creida como universal, como contrapuesta al otro o lo otro. Cuando se plantea a la razón como portadora de esencia y universalidad lo que deviene son posturas esquizoides que en nada mejoran nuestras relaciones interpersonales y grupales.


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El cambio de visión del hombre de una imagen cualificada, por una imagen cuantitativa, medible, positiva, cuyo ideal científico se centra en la naturaleza, trae como consecuencia la pérdida de la noción del hombre mismo como factor de comprensión de la naturaleza, con la consecuente pérdida de los sentimientos, la poca valoración de los afectos, la caridad, la tolerancia, la benevolencia, la solidaridad, la piedad y la hospitalidad, como nunca antes se ha dado. Trabajar la conciencia de esta historia y el proyecto que ha venido orientado, es el objeto de estas líneas.

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Se intenta plantear una revisión de la concepción racionalista del hombre en el desarrollo del pensamiento, especialmente el occidental, ateniendonos a las concepciones de algunos pensadores, tanto del pasado como del presente, sobre la necesidad de establecer una relación adecuada entre el sí mismo y el otro u lo otro. En particular se rastrea el surgimiento del racionalismo a partir de la modernidad, generador de centrismo, luego se asume una actitud crítica hacia el mismo, para, finalmente, proponer algunas reflexiones prácticas con el fin de superar centrismos subyacentes en el mundo de hoy.


El Iluminismo

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Desde el punto de vista epistemológico el racionalismo defiende la primacía de la razón en la construcción del conocimiento humano. Es decir, corresponde a la razón humana la tarea de formular los principios del conocimiento. La primacía de esta razón no permite que ella esté subordinada a formas extraracionales del conocimiento, como por ejemplo la fe, los sentimientos, las intuiciones, los impulsos, etc. Este tipo de racionalismo nace en la Grecia clásica cuando se busca un saber racional (logos) que se desprenda del pensamiento mítico. En el mundo moderno, es decir, desde la perspectiva iluminista, la razón es lo primero en la construcción del conocimiento, es un logro del hombre moderno sobre la estructura medieval del saber.

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Lo novedoso en la modernidad, frente a la tradición medieval, "radica en poner el acento en la autonomía de la razón, en dos sentidos: en que la razón tiene sus propias reglas, y en que la razón debe considerarse y analizarse a sí misma sin mediaciones externas a su perímetro y utilizando como vía de acceso una peculiaridad que le es propia y exclusiva, la autoconciencia" (Muñoz y Velarde: 2000).Se parte, pues, de la razón para conocer la razón como fuente de conocimiento.

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Desde la perspectiva del iluminista la mente del hombre se entiende como racional y científica, igualmente vinculante de la época, el lugar, la cultura, la raza, el deseo personal o el patrimonio individual; en este sentido la razón se toma como estándar universal para juzgar la validez y el mérito.

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"Unidad", "uniformidad" es lo dominante en el Iluminismo. Unidad como respeto por la autoridad de la razón y la evidencia; uniformidad en lo conclusivo, en lo sustancial acerca de cómo vivir y en qué creer. Hay, entonces, un deseo por descubrir universales: la ley natural, la estructura profunda, la noción de progreso o el desarrollo y la imagen de la historia como una pugna entre la razón, la ciencia y las supersticiones.

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Para los iluministas todos los pueblos orientan sus vidas por la razón y la evidencia; de alguna manera poseen un conocimiento empírico sobre cómo son las cosas y qué causa qué; adaptan su conducta a las demandas del paisaje; ponen empeño en hacer que sus prácticas y creencias sean coherentes y estables; es más, persiguen metas racionales-científicas asumiendo actividades como reunir información, hacer predicciones, explicar y desarrollar deducciones e incluso construir marcos conceptuales explicativos; sin embargo, para los iluministas, hay mentalidades que no lo hacen bien. Antropólogos como Frazer y Taylor, al distinguir lo "moderno" de lo "primitivo", señalan que éstos, aunque respetan la razón y la evidencia, fracasan en la aplicación de los cánones apropiados de la lógica, de la ciencia experimental, de aquí su proclividad al pensamiento mágico.

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El iluminista se inclina ante la razón y la evidencia, cree que los dictados de aquellas son los mismos para todos. "Por 'razon' las figuras del iluminismo tienen en mente cánones de lógica deductiva, patrones de razonamiento hipotético, pensamiento guiado por principios de inferencia estadística y de lógica experimental, etc. Por 'evidencia' tienen en mente percepción de los sentidos y la observación de conexiones regulares entre las cosas". (Sheweder: 2003)

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El pensamiento del iluminismo dota a la razón de un sentido crítico y científico, con la idea de amancipar al hombre. Esta dimensión objetiva y subjetiva, a la postre, deviene en predominio del objetivismo en donde el sujeto se torna abstracto, trascendental, cuyas posibilidades quedan definidas por el conjunto de las formas, postulados e imperativos a priori y universales de la razón (Kant); o la razón trasciende de tal manera que ya no corresponde a la razón concreta sino absoluta (Hegel), de modo que lo que deviene es una razón totalitaria y totalitarista. La subjetividad queda entonces sumergida en estructuras socioculturales que, si bien, corresponden a una época, a un contexto, se apropia de mecanismos comunes a todo entendimiento, es decir, quiere ser universal. En este ámbito, la razón objetiva abandona al hombre, es una razón puesta fuera de éste, en el cosmos, en la naturaleza, en un orden físico o metafísico, y desde allí determina al sujeto. El resultado, el hombre deviene en ilusión.

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En la pugna entre la objetividad metafísica y la empírica ha ganado el positivismo, aunque ambas descansan en el mismo fundamento. Conceptos como esencia, sustancia, naturaleza, idea poseen su correlato en las leyes de la naturaleza; en conceptos más recientes como sistema y estructura se da esta correlación. La esfera de la razón en este pensamiento engloba en sí el mundo de los juicios de hecho y relega los juicios de valor al cuarto de lo irracional. Los avances de la ciencia en su aplicación tecnológica, le da prestigio de tal modo que su saber se institucionaliza fuera del hombre.

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Cuando la razón se alía con la técnica, lo importante es el hecho empírico, disciplinado por el rigor matemático; en esta correlación entre razón y experiencia, en este circuito, todo lo que escapa de este es tachado de ideología. Lo racional, lo real es el dato, este es el orden objetivo de las cosas, y el hombre aquí no es más que un dato más. El sujeto es apariencia de cierta clase de objeto; carece de legalidad propia, tan instrumentalizable como cualquier cosa; la racionalidad no es la del sujeto sino la del sistema. Razón formal, instrumental, valorada por su grado de operatividad, materializada en intereses prácticos de la producción mercantil (rentabilidad) lejana ya de las necesidades de los individuos y de los grupos. Esta razón moderna constituye al sujeto en algo que corresponde al mero dato, a mera cosa, es desir, disuelve al sujeto en estructuras deterministas donde no caben otras opciones. Este modo de cosificar al hombre, de objetivizarlo ha devenido en la negación violenta del otro, de lo otro.

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La esfera de los valores, de los sentimientos, etc., no son más que residuos ideológicos que son necesarios depurar con el fin de dar paso a verdaderas teorías científicas; se da, entonces, una obediencia a la estructura definida teóricamente, en tanto que a la páxis sólo le queda conocer las estructuras y adaptarse a ellas, con lo que se obedece a un orden de hechos y leyes independientes del hombre. Esta función teórica, disociada del acontecer humano, se desliza hacia un dogmatismo que menosprecia los fines humanos por ideológicos. Una teoría habla a otra teoría sin que quede lugar para un quien y un qué. El sistema, la estructura, son autosuficientes, pues sustituyen a la realidad.

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He aquí como esta razón centrista, fundante, que se atribuye a sí misma la juridicción de la realidad, el derecho de dominio (el "conocer para dominar" de Descartes), invalida el derecho a la existencia de lo que no se ajusta a su dictamen, de modo que asume la misión de ser portadora de la verdad, del fundamento con lo cual razionaliza su totalitarismo que arrastra consigo prejuicio y perjuicio que prejuzga y perjudica al otro.

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En la modernidad, la imagen occidental del hombre se redefine desde la "razón" cartesiana plasmada en el "yo pienso" que no es más que "la razón soy yo" (igualmente la mónada leibniziana, el yo trascendental u ontológico de los idealistas), esto ha permitido aniquilar a otras culturas por no poseer el mismo pensamiento occidental; se redefine por un capitalismo explotador de las mayorías y minorías nacionales o las periféricas (etiquetadas ahora como subdesarrolladas) en donde el desarrollo es por antonomacia racional. Según esta tradición la imagen del hombre se identifica con la propia del individuo, centrada en él mismo, autocéntrica, con pretensión de universalidad. De aquí que si los otros, los subdesarrollados, no razonan conforme a la necesidad universal se les debe considerar inferiores: en consecuencia, es legítimo imponerles los intereses prácticos de Occidente, con el argumento de que es para su propio bien. La ceguera en este caso es que no se mira al otro para descifrarlo, comprenderlo sino para simplificarlo o banalizarlo. Occidente no los asume en toda su complejidad, sino que los ubica en esquemas, como cuestiones exóticas, folclorizados, que no llevan más que a distanciamientos.

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Este esquema racional de dominación es el que se aplica en nuestras relaciones con otros grupos humanos. El dominio de un grupo sobre otro, o la pretendida concepción de que la verdad es un hecho concretamente ineludible de buscar y encontrar, permea el comportamiento que se asume frente a los otros. En este caso los contactos con los otros se forjan en virtud de relaciones desiguales: campos de exterminio nazis, gulags soviéticos, carrera armamentista, terrorismos guerrilleros y paramilitares, control sobre la publicidad y la información, etc.

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Este racionalismo centrista, con todo su aparato de control y coacción, en vez de facilitar la comprensión entre los hombres, infunde terror, y no sólo esto sino que lo ejerce a través de un terrorismo institucional o de protesta. Hay un bandolerismo ideológico que pasa por encima del otro, que somete al otro, que lo niega a nombre de una idea que cree racional y por racional justa, por justa verdadera y por verdadera totalitaria, todo a nombre de un monoplio excluyente, bajo la bandera mesiánica del signo que sea donde se excluye la alteridad

Consecuencias de una lógica perversa

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Todo es racional, en todo hay racionalidad y lo racional es aquello que está estructurado según un orden interno susceptible de ser analizado e interpretado; como tal, se debe aceptar que en la misma racionalidad hay tanto orden como desorden, aceptar que hay distintas racionalidades. De modo que aducir que un hombre es racional y otro no, entraña un juicio de valor desde la racionalidad del que juzga, con respecto a sus propios esquemas.Frente a lo anterior, debemos pertrecharnos de una conciencia crítica que rechace cualquier tipo de cosificación en los logros humanos; conciencia crítica alerta ante cualquier reificación de tal o cual imagen del hombre; corresponde a esta conciencia crítica ejercer su función iconoclasta que permita cuestionar y trascender todo centrismo, lo que exige un descentramiento de la mirada, el reconocimiento de nuestra propia relatividad. La conciencia crítica, sin olvidar su enclave concreto, rechaza el univeralismo monocéntrico (totalitario, por lo demás) y se acoge a un universalismo que tiene su existencia en el policentrismo, plural, intotalizable, de modo que sabe que el centro está en todas partes. Cada hombre, cada grupo humano un centro, un proyecto que nunca termina, como el tejido de Penélope, como Sísifo empujando la roca hacia la cumbre de la colina.

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Etnicismos, integrismos, fundamentalismos, nacionalismos, ideologismos, centrismos, harina del mismo costal; ponen demasiado énfasis en la pertinencia de un pueblo, de una etnia, de un territorio, de una idea, de un marco conceptual, lo que los lleva a actuar de manera incompatible con otros grupos humanos. Desde estos ismos se piensa en homogeneidades fuertementemente excluyentes, sin tener en cuenta la existencia de pensamientos alternos o sociedades mestizas. La excesiva importancia de estos ismos a las raíces, a la tradición, a los conceptos universalistas, son peligrosos. Fantasmas como las dictaduras de izquierda como de derecha, tratando de conjurar integrismos, caen igualmente en lo mismo, se corren hacia mentalidades que excluyen. Por oponerse a la globalización, por ejemplo, el cosmopolitismo individualista, llega a la complacencia por ideas excluyentes.

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Es necesario comprender que las diferencias entre grupos humanos son el resultado de la cultura y no de la raza ni de la herencia biológica ni de presupuestos universales. En muchas circunstancias históricas, grupos que han tenido el poder lo han utilizado con criterio descalificador para justificar sus comportamienos, su permanencia en los privilegios o preservar sus posiciones sociales. Estos grupos dominantes han declarado que quienes no tienen el poder son biológicamente inferiores. Crean, entonces, una ideología cuyos argumentos sugieren que la inferioridad social y las presuntas carencias (en inteligencia, habilidades, carácter o atractivo) son inmutables, transmitidas de generación en generación; estas ideologías defienden la estratificación como natural duradera e inevitable. Las creencias en la inferioridad con base ideológica son simplemente argumentos para negar la diferencia. No tienen en cuenta que la diferecnia se debe buscar por el lado de la cultura, lo político, lo ideológico. Aún se propaga, equivocadamente, la creencia de que las diferencias (desgracias, pobreza, etc.) son falta de capacidades biológicas o de inteligencia (pruebas de inteligencia que miden invariablemente las historias particulares del aprendizaje, no el potencial para aprender). Es claro que todos los seres humanos pertenecen a la misma especie y que las caracterísitcas biológicas, esenciales a la vida humana, son comunes a todos. El ser humano, de cualquier parte del mundo, puede adoptar los patrones culturales y de conducta de cualquier grupo en el que le toque nacer.

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En esta misma racionalidad nos movemos cuando expresamos nuestros puntos de vista ordinarios, igual cuando políticos trazan programas y estrategias, incluso alguno dicursos de científicos. De modo que poseemos una imagen del hombre fuertemente distorsionada; de miope mirada como de distorcionadas teorías. Imagen distorsionada que se concreta en el prejuicio. Prejuiciar es minusvalorar (mirar por encima del hombro) a otros por sus comportamientos, valores, capacidades o atributos que asume. Prejuicios que se sostienen en estereotipos que aplicamos a otros. Los prejuicios asumen que los miembros de un grupo actuarán como "se supone deben actuar" (de acuerdo con el estereotipo) e interpretan una amplia gama de comportamientos como evidencias del estereotipo. Se utilizan comportamientos para confirmar estereotipos (la baja opinión) del grupo.

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Manejar asuntos desde esquemas mentales, de acuerdo con situaciones de ubicación, de contexto de práctica como desde teorías, al referirnos a otros (al forastero, al vecino, al gay, etc.), se distorsiona la percepción de ese otro, pues se vive localmente enclavado en un territorio, tanto cognitivo como espacial. Estos enclaves asumen el privilegios de producir una valoración según la sensibilidad connatural, una proyección de las propias experiencias y conflictos.

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Hay territorios en los que la simple presencia de un extraño, vestido de manera poco convencional según reglas tácitas establecidas, desencadenan rechazo, maledicencia. En este comportamiento hay miedo a lo distinto. La gente se tranquiliza cuando el entorno percibido responde al esquema que previamente se tiene sobre las cosas, las situaciones. Si lo nuevo no coincide con las expectativas que se tienen, es considerado hostil, con el consiguiente desencadenamiento de los mecanismos defensivos. Aquí el problema consiste en determinar dónde están los límites en los cuales ese rechazo a lo distinto termina de ser útil y comienza a ser contraproducente: esclavización, alienación, etc.

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Numerosos son los grupos socioculturales y cada uno se caracteriza por su tradición cultural, sin embargo la especie humana es una. Las diferencias estriban en la cultura para reconocerse a sí mismas al tiempo que dejan de reconocerse en las otras, de modo que el molde es la propia cultura. La sociedad y la cultura nos han equipado para ser etnocéntricos, es decir, a ver las cosas desde el punto de vista de los patrones culturales propios, a valorar según la cultura lo indica, a ver el significado de la vida en los propios fines definidos culturalmente en el ceno de la misma cultura. Es una constante considerar la cultura propia como superior, a ubicar al otro en el lugar menos humano que la cultura que valora.

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En distinto grado, todas las sociedades son etnocéntricas. Todo el empeño en la historia, ha sido el de mostrar la validez de la razón de un grupo sobre otro; razón objetiva como subjetiva con el consiguiente entramado de que implícita como explícitamente se invalida la razón del otro. Se toleran las creencias de los otros por conveniencia; o se busca imponer prácticas a otros pueblos porque el argumento que se tiene es la de poseer una superior tecnología (militar o industrial) dado que desde la cultura que domina abunda en bienes de consumo, y porque sabe desear.

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Similar al etnocentrismo hay otras estructuras de pensamiento y comportamiento como el nacionalismo (socio centrismo de nación), el clasismo (socio centrismo de clase social) y el racismo (socio centrismo de "raza"). Entre estos hay isomorfismo: el grupo exterior, el otro, es diferente, diferencia que se capta desde la propia lente.

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En consecuencia con lo anterior, la sociedad Occidental ha elaborado toda una nomenclatura ideológica, epítetos descalificadores con los que ve la diferencia: el bárbaro según el mundo griego y romano, el pagano que necesita ser bautizado según el cristiano de la Edad Media, el infiel musulmán; los colonizadores de la modernidad han inventado el salvaje y, finalmente, al subdesarrollado según el marco de la economía neoliberal. Siempre el otro como imagen deficitaria, que necesita ser tratado desde su minusvalía.

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En el hablar de países en "vía de desarrollo" subyace una valoración superior de un modelo socioeconómico exterior, aún no alcanzado, entraña, de alguna manera, un prejuicio etnocéntrico directo; de forma indirecta esta valoración superior se da cuando se elogia al grupo ajeno, pero asemejándolo al propio grupo (la intención es reconocer en el otro, en su arte, en su organización, etc., rasgos coincidentes con los del grupo que valora).

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Cada identidad responde a un problema distinto de conocimiento, de acceder al mundo para comprenderlo y explicarlo si es el caso. Es imposible que alguien reconozca al otro si antes no lo ha conocido. Igualmente quien no reconoce los derechos del otro a ser diferente sólo conoce en este los resortes para borrar la diferencia, dominarlo y destruirlo en su identidad.

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Los centrismos no han sido más que lugares para encubrir o legitimar la guerra entre grupos o individuos, desde los conflictos personales e intertribales hasta las conflagraciones internacionales, donde no se reconoce al otro como congénere, y antes que nada como ser vivo; se sobrevalora la disparidad sociocultural sobre todo lo demás. La sociedad centrista se resuelve, pues, en un monólogo, acaba hablando consigo mismo, pues los interlocutores son vistos como ausentes, o invisibles. Se ha perdido la razón como discurso compartido, como la palabra que armoniza las relaciones socioculturales. Se abandona el terreno en el cual la razón se expresa con la palabra para entrar en un juego de violentos enfrentamientos. En el diálogo compartido los interlocutores renuncian a la violencia, oponen sus discursos, argumentan para apropiarse de una razón discursiva capaz de establecer acuerdos. Entender esto es saber que no hay una razón, sino razones, pluralidad de razones, particulares, parciales que dialogan para lograr acuerdos en el que es posible el reconocimiento de las partes.

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Todo no es más que invención. Lo que se imagina se acepta como verdadero, sin poder ser demostrado. Para nuestras invenciones hemos recurrido a las metáforas, a las alegorías, a la exageración, y esto está bien, pues las metáforas ayudan a procesar lo improcesable. La cuestión está cuando empezamos a creer en las metáforas que se han creado.

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Se manejan expresiones que se ubican entre "lo verdadero y lo falso", que deviene en lenguaje que usa el poder, que usa lo político, en una necesidad de ubicar el discurso entre "el amigo y el enemigo". Los regímenes que se fundan en la idea "o esto o eso", son regímenes disyuntivos; la modernidad ha estado involucrada en esto. El lenguaje de esta oposición suele ser agresivo, causa heridas. Un espacio de pensamiento en estos términos es hegemónico en su forma de pensar, niega y excluye al otro.

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Es evidente, en las discursividades no se hace más que componer implícitos como hipótesis, teorías, ideologías subyacentes, lo cual condiciona. Implícitos que vienen a ser los ojos con los cuales se mira. Centrada la mirada se privilegian los implícitos, de tal modo que se distorsiona la cognición. El enfoque de la mirada implica ya cierta valoración positiva o negativa. Valoración que afecta cada etapa del conocimiento.

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Se ha dado un logocentrismo que aplasta toda razón diferente, que fundamenta su libertad con la esclavitud o dominio sobre el otro con supuestos universales. Se somete a procesos de conquista, esclavitud, manipulación política, invasión cultural. Dominación sobre la naturaleza, la cultura, los pueblos, todo a nombre de una razón fundada que se atribuye a sí misma la jurisdicción sobre la realidad, el derecho de dominio. Se conoce para dominar. Razón cartesiana: pienso luego domino. Razón que invalida lo que no se ajusta a su dictamen, No hay razón para la autonomía que se asienta en la diferencia. Práctica que prejuzga.


Entre Protágoras y Platón

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Dado lo anterior la modernidad se ha embarcado en la siguiente dualidad excluyente: Protágoras dice: "El hombre es la medida de todas las cosas". Por su parte Platón: "Dios es la medida"; por esta misma vía el Dios cristiano deviene inmanente en el Verbum: la verdad invisible se revela al hombre por medio del verbo. Tal parece que la modernidad se ubica más en el paradigma platónico-cristiano. Nuestra realidad centrista ha sido ordenada a partir del mundo ideal, esto ha conducido a una racionalidad aristocratizante

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Protágoras se centra en el atomismo de la physis, en las cuestiones de la ordenación de la vida práctica; es un atenerse sólo a lo que puede ser medido y ordenado desde la finitud de nuestras vidas. Lo accesible a nosotros. La vida ordenada desde la physis se dá a partir de lo que los individuos perciben y en esto juega un papel importante el sentido común. Es decir, que de lo que aquí se trata, es de darle impulso al desarrollo de la experiencia personal. La verdad en este caso se construye; la verdad se da a partir de los resultados de esta construcción.

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Ordenar una vida humana mediante referencias a una realidad no humana, es decir, a un paradigma de verdad suprahumano trae aparejados la norma, la idea de proceso, la necesidad de un código universal, de naturaleza humana. Es como una necesidad de controlar el azar desde la idea de una ley inexorable, reguladora y descriptiva, es una búsqueda de juicios trascendentes.

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En lo que sigue a continuación se trata de darle sentido a la idea de Protágoras. Para ello se sigue a Ulrich Beck y a Richard Rorty.

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Evidentemente se necesitan dicotomías inclusivas y no excluyentes. Cuando el pensar se desprende de la disyunción bien-malo, " o esto o eso" o "lo verdadero y falso", se logra comprender mejor lo que va de la "certeza" a la "verdad". La certeza entendida como la postura de poseer lo único; la verdad entendida como el lugar de la incertidumbre. Nótese que en la certeza está ausente la duda; en la verdad, por el contrario, habita la duda. La verdad debe ganarse su atributo de vericidad. Así, en la verdad la duda libera una actividad que se debe confirmar -'probar'- a sí misma (Beck: 1998). Una vez se deja de pensar en disyunciones, en esa pugna por ser lo uno o lo otro, ya no hay terreno para pensar en universalismos excluyentes ni en relativismos conclusivos. Puestos a elegir entre universalismo y contextualismo (relativismo), "o esto o eso", el sentido deriva más bién en buscar diferencias inclusivas, usando la conjunción copulativa "y". Beck, para suprimir esta dicotomía propone un universalismo contextual."El universalismo contextual parte de una contracircunstancia de que la no injerencia es imposible; en efecto, significa precisamente que estamos viviendo en la era de la homogeneidad, y en una era global. Todos los intentos de mantenernos al margen y refugiarnos en la idea de mundos separados son grotescos, son de una comicidad involuntaria. El mundo es la caricatura de una (no-)conversación, de unos que hablan con otros condenados irrevocablemente a no entenderse…"; más adelante agrega: "El principio del universalismo contextual afirma lo siguiente: no hay manera de escapar de la intranquilidad de la recíproca injerencia de las incertidumbres que se excluyen. En qué medida son o no son posibles, necesarios, absurdos -o todo a la vez- los cambios de perspectiva, las conversaciones, el hablar sin entenderse, las risas y los conflictos, es algo que sigo sabiendo sólo después de haber intentado dar el paso. La diferencia esencial no es, por tanto, que allí se niegue dicho paso y aquí se proponga, sino que allí dicho paso se excluye, mientras que aquí se aboga por la irrenunciable experiencia del intento (Beck: 1998); es decir, los intercambios de perspectiva como los argumentos esgrimidos no tienen sentido si no son experimentados, si no tienen experiencia. El universalismo contextual, en este caso, abre sus santuarios para que otros los experimenten sometan a la crítica. Beck se pregunra: ¿Cómo "aprender a reirme de mis santuarios en mi paso por los santuarios de los demás?". Termina diciendo: "El primer intento de diferenciación inclusiva desemboca en integrar lo contextual directamente en el contexto de lo universal. Con ello deviene caduca la disyuntiva 'o bien existe un universalismo o bien no existe ningún universalismo'. Pero queda también que exista mi universalismo y tu universalismo, que haya muchos universalismos -universalismos plurales-. Así mismo, al atacar el carácter del universalismo estamos reconociendo que no existe ninguna disyuntiva, sino la autolimitación de mis santuarios, lo que a su vez suscita la cuestión de los universalismos ajenos" (Beck: 1998).

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Es de decir, que una vez no hay dicotomías excluyentes, la relación realidad pensamiento, "adaptación-representación" adquiere un nuevo sentido. En este caso siguiendo a Richard Rorty, cuando piensa al conocimiento como "adaptación" y no como "representación", el conocimiento no capta la realidad en sí sino en la manera de adquirir hábitos para hacerle frente. La pretención de preguntarnos si "existe realmente aquello sobre lo que hablamos", para Rorty es equivocada. Lo mejor es preguntar: "¿Hay otras creencias que debamos tener?" Con esta pregunta ya no hay representación entre lenguaje y mundo como una relación causal. Aquí la causa de una oración es múltiple, pues los "hechos" son híbridos; y no la relación de una oración y su verdad en relación con el hecho en sí. Uno lo que hace aquí, cuando el lenguaje ya no es la representación, es apelar a otras ideas con las que comparar las propias, examinar sus encajes entre sí y con los relatos que deseamos referir.

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Una vez ya no hay representaciones• el hombre se olvida de lo trascendental e igualmente del sociolingüismo. Lo que significa entonces que ni el pensamiento ni el lenguaje son causa de la determinación de la realidad. La realidad es causalmente independiente de las creencias. Debemos, pues, renunciar a la idea de que hay un conocimiento de objetos previo al objeto mismo, a la teoría, y lo mismo que haya objetos constituidos por el lenguaje y otros no. La realidad no está determinada. Para Rorty no hay pruebas independientes (externas a la teoría y a la comunidad) que permitan dilucidar si una representación es exacta. Por lo mismo las ciencias versan "acerca de". Tradicionalmente se ha pensado que la ciencia y la racionalidad exigían atenerse a contextos previos, intrínsecamente privilegiados, mientras ámbitos como las artes podían modificarlos. De modo, que, según Rorty, no hay contextos y modos descriptivos privilegiados.

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La realidad se construye, no tiene una naturaleza intrínseca, mediante construcciones sociohistóricas (cómo los pueblos han buscado acuerdos sobre el objeto de las creencias). Esto significa que la 'verdad' es lo alcanzado en un encuentro humano libre. Las creencias que consideramos justificadas actualmente, por encajar mejor con las realidades pretendidas por los seres humanos, vienen a ser las que se sostienen para el el sustento del orden. La conducta de los demás es mínimamente razonable, y no debe ser trascendida para buscar criterios explícitos de racionalidad natural. Lo verdadero es diferente en sociedades diferentes. De lo que se trata es de tejer y retejer creencias. No hay una racionalidad transcultural desde las que comparar culturas.

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Pero, ¿en qué consiste la racionalidad? Lo primero a decir aquí es que la racionalidad, su método, es viable en un campo, en otros no. Para llegar a una racionalidad viable sólo disponemos de diálogos falibles. Si hay criterios y principios generales, poseidos explícitamente, deben revisarse permanentemente desde los resultados de su aplicación. Los resultados son los propios generadores de estos principios racionales y no al revés, pues es de estos resultados que se sabe qué principios seguir, no antes. En humanidades hemos visto que los resultados no han sido los más viables cuando se sustenta la racionalidad en juicios científicos duros frente a lo blando que es lo humano, aún la violencia de los cetrismos impera. La dureza de las afirmaciones científicas procede de los acuerdos acerca del funcionamiento del juego. La misma dureza pueden poseer los principios éticos, pues también se seleccionan reglas adecuadas por poseer comunidad de interés de cara a los fines perseguidos. Los saberes se deben diferenciar por los intereses que persiguen y no por el estatus cognitivo que vendría determinado por la intensionalidad del objeto (que sugiere cómo deben ser descritos para ser descritos). La propuesta de Rorty, acerca de la racionalidad, es entenderla como expresión de virtudes morales: tolerancia, respeto, disposición a la escucha, persuación. Esto, claro está, teniendo en cuenta la diferencia entre conocimiento y opinión•, entre hechos blandos y hechos duros. De lo que se trata es del talante persuasivo y antidogmático frente a su contrario. Parménides lo dice así: "Lo ente es, lo no ente no es la vía de la Persuación". Aquí lo que hay es un rechazo de toda noción teleológica de progreso, progreso entendido como meta que nos espera fuera de la comunidad, sino, progreso como interpretación del pasado. La ciencia, en este caso es un modelo de persuación y de solidaridad humana.

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La idea platónica, cristiana e ilustrada nos está desbarajustando la convivencia entre comunidad y personas con ese raciocinio de que existe algo ahistórico, común a los seres humanos que los dota de dignidad. Para Rorty lo que se hace necesario es una justificación pragmática de los hábitos y valores tomados como criterio de racionalidad para justificarnos ante quienes creemos necesario hacerlo. Dicho de otro modo, la democracia liberal (hábitos y valores) no precisa de justificación filosófica alguna (más bien crea una filosofía adaptada a ella), y que la concepción del "yo" que más le conviene es la que lo considera constituido por la comunidad, frente a la concepción ilustrada (Galindo: 1999). Es decir, que es preciso liberarnos de la ilusión del yo, de las distorsiones de los centrismos, individuales o colectivos. Es necesario liberarnos de ese yo racional (carteciano) que encubre los etnocentrismos de la razón. Pensar que ese "yo pienso", no es la primera certeza sino la primera duda que plantear. "Soy yo quien piensa? , ¿acaso un él que se piensa en mí?

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Para Rorty, en últimas, "Carece de sentido preguntarnos por la esencia de las cosas para descubrir en ella la presencia de derechos inalienables que después intentamos plasmar políticamente. El camino es justamente al revés… Hoy no se precisan teorías sobre la naturaleza humana para justificar nuestros hábitos de justicia y libertad, cuya prioridad para nosotros es ya justificación. Dicho de otro modo, la política no requiere fundamentos extrapolíticos, filosóficos; le basta el acuerdo entre ciudadanos, su deseo" (Galindo: 1999).

Lo mínimo que hacer

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Una vez entendido que no hay universales, esencias, puntos nodales desde los cuales construir convivencia, de hacer política, de entender éticamente nuestros modos percibir y hacer vida, ¿qué hacer como mínimo? Lo que viene a continuación no pretende ser reglas únicas, ni métodos para construir felicidad en las relaciones; sencillamente vienen a ser un cuerpo de nociones, que no opiniones, con las cuales ordenar un poco nuestra necesidad de desprendernos del garrote para darnos a comprender unos con otros. Tomo en consideración criterios de varios autores.


Noción de piedad

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Según, Lèvi-Strauss, se hace necesaria la piedad• que "surge de la identificación con un prójimo que no es pariente ni allegado, ni compatriota, sino un hombre cualquiera, por el solo hecho de estar vivo. La identificación como seres sensibles es anterior a las diferencias u oposiciones entre los seres humanos. Esta identificación con el otro es el principio que nos acerca hasta reconocer y respetar la otra expresión de vida. Esto presupone con igual grado en sentido inverso a identificarse consigo mismo, con el "yo". El mismo principio es válido entre sociedades: "también en un ser colectivo, el hombre debe reconocerse como un él antes de pretender ser un "yo". "Entonces el yo y el otro, liberados de un antagonismo que sólo trata de azuzar la filosofía, recobra su unidad".

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De modo que lo que necesitamos es una razón reconciliada con la vida, con la naturaleza, una razón que mantenga clara la identificación con el otro, el sentimiento de piedad, una piedad por encima de sofismas ideológicos. En nuestro medio parece que hemos perdido la "repuganancia innata a ver sufrir al semejante". Esto no tiene que ver con evasiones sensibleras, sino con el sentido que debemos obligarnos a ver un semejante "en todo su ser expuesto al sufrimiento", poseedor, por esto, a "un derecho imprescindible a la conmiseración", a la piedad.

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Necesitamos una razón que no cuente en su haber con el discurso en el cual se expulsa del mundo real todo lo que obstaculiza sus cálculos e intereses, con el argumento metafísico del misil balístico que caerá sobre el que se niegue a seguir sus dictados, con una razón cerrada en su autosuficiencia e impiedad, armada, con potencial destructivo, donde la fuerza es lo que puede, donde la mayor lucidez no es el amor sino el terror que le molesta la particularidad, la diferecia; lo que necesitamos es dialogismo.

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A este orden despiadado de relaciones destructoras necesitamos oponerle el proyecto de una razón reconciliada con la vida, el principio de identificación con el otro, el sentimiento de piedad lejos de todo sofisma ideológico. Necesitamos darle luz de nuevo a ese sentido innato de repugnancia cuando vemos sufrir a un semejante, cuyo descubrimiento "obliga a ver a semejante en todo su ser expuesto al sufrimiento y poseedor por ello de un derecho imprescriptible a la conmisceración". Esto, las grandes religiones, ya lo han visto de algún modo, pero, hoy es necesario actualizar, reformular y poner en práctica. Este hecho nuclear lo expresa Lèvi-Strauss de la siguiente manera: "el hombre es un ser viviente y sufriente, idéntico a todos los demás antes de distinguirse de ellos por criterios subalternos" (Levi-Strauss: 1972). Sólo la afirmación de esta identidad, la experiencia de esta solidaridad con el hombre y con la naturaleza nos dará el pegamento con el cual podremos soldar las fracturas y rupturas entre el yo y el otro, o lo otro. Compromiso que nos lleva a luchar por el derrocamiento de relaciones infames, a nombre de la humanidad, de la vida misma: "una llamada a aliviar el sufrimiento, a dar protección, alimento, calor, consuelo, ánimo, esperanza". En últimas, de lo que se trata es de una crítica a una razón insensible, esquizoide, que postula un yo separado y egoista. Aceptar que "yo es otro", pues la alteridad ya está en nosotros.

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El principio de la identificación con el otro no tiene más remedio que pasar a través de la identificación con aquellos que han venido siendo aplastados por quienes se abrogan el poder de decidir por los demás. Esta apertura a la realidad del otro crea la política de respetar el derecho de quien poco tiene, del migrante, del desplazado, la igualdad de la mujer, la identidad de las minorías, la autonomía de las naciones dependientes y el respeto por la naturaleza misma.


Lo imposible posible (la incertidumbre)

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Sigo a Edgar Morín, en hacer posible lo imposible. El autor parte de la existencia de un realismo trivial para quienes lo tangible es real, sin tener en cuenta lo impalpable del deseo, del mito, de lo imaginario, cuando estos hacen parte de la realidad humana y trabajan poderosamente en el devenir histórico. El autor dice: "Hay un realismo trivial para el que lo real es visible de toda evidencia y para el que la realidad inmediata aparece durable e irreductible (…) Por el contraio lo real no es evidente ni consciente". En consecuencia la realidad no es más que la idea que tenemos de la realidad. En el encuentro de lo real con lo ideal hay incertidumbre. "La idea se impone a lo real, pero éste no se conforma sin embargo a la idea" (Morin: 2001). En nuestro medio guerrilleros, terroristas, paramilitares operan con una aparente muestra de que conocen nuestro acontecer, pero, en realidad, en el fondo, saben poco de él; a la larga, son incapaces de integrar su conocimiento al contexto. Igualmente, nosotros, los que padecemos su presencia, escaseamos de conocimiento en torno de nuestro acontecer, cegados, no reconocemos que el enemigo está también en nosotros, he aquí nuestra inconsciencia, parte de nuestra imbecilidad. De parte y parte, nuestras intensiones emancipadoras, por la incosciencia que manejamos, nos lleva a efectos opresores. De modo que lo que necesitamos es situar el problema del fin y de los medios en una relación de incertidumbre. Esta relación de incertidumbre nos lleva al campo de la utopía, en el sentido de que las transformaciones son irrealizables en la realidad presente, pero que igual, según Morin, son posibles aunque improbables. En este ejercicio de la improbabilidad lo que se debe hacer es favorecer lo mejor, inhibir lo peor, sin suprimirlas, claro, pues la violencia parece un estado connatural al hombre.

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Hemos intentado suprimir la explotación del hombre por el hombre, toda forma bárbara de dominación, pero creando al mismo tiempo nuevas formas bárbaras de dominación y explotación. En nuestra vida cotidiana, el estado de relaciones entre personas es lamentable y, a menudo, lo peor está en el seno del mismo hogar, de una misma familia. Mezquindad, celo, agresividad, están por encima de la benevolencia. Abolir el malestar humano es imposible, sin embargo se pueden remediar las formas de malestar ocupándonos de las condiciones sociales y políticas.

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Aliviar nuestro comportamiento bárbaro, agresivo, implica una transformación profunda de las relaciones humanas, y esto justamente es problemático, dice Morin. Pero no por problemático impensable o imposible de tender a estas transformaciones, entonces es cuando plantea lo posible imposible y lo imposible posible. "Es técnica y materialmente posible reducir las desigualdades, alimentar a los hambrientos, distribuir los recursos, contener el crecimiento demográfico, disminuir las degradaciones ecológicas, cambiar el trabajo, crear diversas altas instancias planetarias de regulación y salvación, desarrollar la ONU en verdadera sociedad de las naciones, civilizar la tierra… Pero es una posibilidad imposible en tanto necesita transformaciones en las estructuras mentales, sociales, económicas, nacionales… Así lo posible es imposible y vivimos en un mundo imposible donde es imposible alcanzar la solución posible" (Morin: 2001) En este posible imposible es realista, pero utópico. Utópico por la profunda incertidumbre sobre las posibilidades de un ir a otra esfera que no sea sólo técnico, económico, institucional, sino tambien mental, moral, social. Profunda incertidumbre pues no tenemos clara el terreno fronterizo. En esto entonces el esfuerzo es por averiguar cómo las dificultades que en un principio parecieron insuperables, posteriormente se resolvieron. Hay dificultades que parecen absolutamente cohersitivas, que contienen su brecha: la organización físico-química, la aspiración del lenguaje; nunca en sus etapas previas se pensó que podían ser posibles. "La incertidumbre del espíritu sobre la realidad, la incertidumbre en el centro de la realidad, ofrecen a la vez riesgo y oportunidad. La insuficiencia del realismo inmediato abre la puerta al más allá de lo inmediato. El principo de incertidumbre de la realidad es una brecha en el realismo, y en lo imposible. Es en esta brecha que es necesario introducir la política de la civilización".

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Para Morín la incertidumbre es el lugar creador de un mejor estar en el terreno de la historia que nos falta por construir. "La historia ha sido trágica, es trágica, corre el riesgo de ser irremediablemente trágica. Pero ella es igualmente incierta, y el principio de incertidumbre nos dice que por improbable que sea, no es imposible mejorar la relación entre humanos, ni imposible que se pueda civilizar la tierra. Él deja la puerta abierta a la esperanza pero no aporta ninguna seguridad". No estamos aún al final de las posibilidades, como tal lo que creemos imposible, por efecto de la incertidumbre, podrá ser posible.


Noción de tolerancia
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En nuestro medio la noción de tolerancia necesita ser revisado, dado que en nuestros diálogos con los agentes del desorden es una de las palabras más socorridas, sin embargo en necesario repensarla. Para esto se recurre a lo que entienden dos pensadores de nuestra contemporaneidad: Habermas y Derrida (Borradori: 2003).

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Para Habermas, la tolerancia tiene sentido en una democracia constitucional, democracia institucional como la única situación política que puede combinar de manera consistente la comunicación libre y exenta de coacción y la conformación de un concenso racional. Habermas acepta que el término tenga un origen religioso y que posteriormente la política secular se lo haya apropiado; incluso acepta que tolerancia es unilateral, es decir, que hay quien lo establece arbitrariamente desde su autoridad proponiendo un umbral entre lo que es aceptable de lo que no. Sin embargo, Habermas, opina que la unilateralidad de la tolerancia se neutraliza si se la practica en el contenxto de un sistema político (democracia parlamentaria). (Borradori: 2003)

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A una pregunta de la Borradori, de si de alguna manera el concepto de tolerancia no encierra en sí paternalismo, Habermas responde: "Piense, por ejemplo, en el Edicto de Nantes, con el cual el rey francés permitió a los hugonotes, es decir, a una minoría religiosa, la confesión de su creencia y el ejercicio de su culto bajo la condición de que ellos no cuestionaran la autoridad de la monarquía ni el predominio del catolicismo. La tolerancia ha sido practicada en este sentido paternalista durante siglos. Lo que es ahí, paternalista es la unilateralidad de la explicación de que el señor soberano, o la cultura mayoritaria, están dispuestos a 'aguantar', según su libre criterio, la práctica desviada de la minoría. En ese contexto tolerar, aguantar una carga, tiene algo de acto de gracia o de prueba de favor. Una de las partes permite a las otras ciertas desviaciones de la 'normalidad' bajo la condición de que la minoría tolerada no traspase los 'límites de lo soportable'. Esa 'concepción del permiso' autoritaria (…) está con razón expuesta a la crítica. Pues es obvio que la autoridad existente fija de manera arbitraria los límites de la tolerancia: los límites entre lo que todavía se 'acepta' y lo que ya no se 'acepta'. De modo que puede surgir la impresión de que la tolerancia, que sólo puede ser practicada dentro de un límite a partir del cual termina, posee ella un mínimo de intolerancia". Pero para que esta tolerancia, vista como paternalismo, sea entendida de otro modo, Habermas parte de la existencia de un Estado democrático para afirmarla: "En el interior de una comunidad política cuyos ciudadanos han otorgado recíprocamente los mismos derechos no hay lugar para una autoridad que pueda fijar unilateralmente los límites de lo que tolera. Sobre la base de igualdad de derechos y del reconocimiento recíproco de los ciudadanos, nadie posee el privilegio de poner los límites de la tolerancia desde la perspectiva de su propia valoración".

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Como vemos para Habermas la tolerancia es el punto importante. Lo que se tolera no se fija de una manera unilateral o monológica sino que se consigue de una manera dialógica a través del intercambio racional entre ciudadanos. Todo esto en el marco de una lealtad a la Constitución, entendida esta como la encarnación política del ideal de una comunidad moral cuyas normas y prácticas son plenamente aceptadas, pues la comunidad está sujeta a ellas.

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Por su parte, Derrida, entiende la tolerancia en los siguientes términos. Igual que Habermas, Derrida, le encuentra a la tolerancia, un matiz cristiano, lo que lo hace un concepto político y ético menos neutro, es decir, está del lado del poder, como una especie de concesión condescendiente. Hay un remanente paternalista en el que no se acepta el otro como igual sino que se lo subordina, quizás se lo asimila y ciertamente se lo malinterpreta en su diferencia (Borradori: 2003). Por lo que este concepto no es adecuado para ser utilizado en la política secular.

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Para Derrida, "la tolerancia es ante todo un acto de caridad…La tolerancia está siempre del lado de la 'razón del más fuerte'; es una marca suplementaria de soberanía; es la cara amable de la soberanía que dice, desde sus alturas, al otro: yo te dejo vivir, tú no eres insoportable, yo te abro un lugar en mi casa, pero no lo olvides: yo estoy en mi casa…". Lo contrario a la tolerancia es la hospitalidad. Hospitalidad como la singular obligación que cada uno tiene frente al otro. Derrida lo dice así: "La hospitalidad pura es incondicional no consiste en una invitación (yo te invito, yo te acojo en mi casa (chez moui) con la condición de que tú te adaptes a las leyes y normas de mi territorio, según mi lengua, mi tradición, mi memoria, etc.). La hospitalidad pura e incondicional, la hospitalidad misma se abre, está de antemano abierta a cualquiera que no sea esperado ni esté invitado, a cualquiera que llegue como visitor, absolutamente extraño, no identificable e imprevisible al llegar, un enteramente otro. La tolerancia en cambio es una hospitalidad condicionada. Al ser tolerante, uno admite que el otro ha sido colocado bajo nuestras propias condiciones y, por consiguiente, bajo nuestra autoridad, nuestra ley y nuestra soberanía. La tolerancia es el derecho de invitar y en cuanto tal pone las condiciones para las convenciones nacionales o cosmopolitas".


Nociones guías
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Estas nociones han sido propuestas por (Morín: 2001). Se retoman aquí como conclusión a la propuesta.

Reunificación. Esta noción permite englobar, comunicar, solidarizar, fraternizar y se opone a lo que fragmenta, disloca (rompe toda comunicación). Lo que fragmenta encierra ignorancia del otro, del vecino, del humano, es etnocentrismo disolutorio. La reunificación hace frente a la barbarie que divide.

Debate. Todo debate es inherente a la institución ciencia, a la filosofía, a la institución democrática. Exige la primacía de la argumentación y el rechazo a la anatematización. "Lejos de rechazar la polémica, ella la utiliza, pero rechaza todo medio vil. Todo juicio de autoridad, todo rechazo por el desprecio, todo insulto sobre las personas".

Comprensión. Complementa a la explicación que utiliza métodos adecuados para conocer los objetos en tanto objetos, pero "que tiende a deshumanizar el conocimiento de los comportamientos sociales y políticos; la comprensión permite conocer el sujeto en tanto sujeto y tiende siempre a rehumanizar el conocimiento político…".

Magnanimidad. Frente a la venganza, al castigo, oponer la magnanimidad que es un acto de soberana clemencia. "El retorno de la barbarie está notablemente marcada por la renovación del ciclo infernal del odio implacable, que se dirige al resurgimiento de la etnia, religión, clase, nacionalidad enemigas, que entretejen el ciclo terrorismo/tortura. Sólo hay un medio para tratar de romper este ciclo infernal: la irrupción de la magnanimidad, la clemencia, la generosidad, la nobleza", la benevolencia entendida como gratitud por el otro, al tiempo que hacer cosas por el otro sin obligación alguna.

Incitación a las buenas voluntades. No hay ninguna "clase social privilegiada para cumplir una misión histórica, ninguna élite que disponga de un saber verídico…, así como no se puede confiar actualmente en la educación, ya que sería necesario previamente educar a los educadores para que estos sean más capaces de esclarecer a los aprendices, se hace necesario retomar el llamado a las buenas voluntades y pedirles que se asocien entre ellas para salvar a la humanidad del desastre".

Resistencia.Con la resistencia le hacemos frente a la barbarie. Entender que no es la pasividad, el dejar hacer, sino diseñar estrategias de resistencia para dislocar la barbarie.

En últimas, lo que necesitamos es centrarnos en la dialógica que nos permite el conocimiento del otro a partir del encuentro sujeto-sujeto-contexto-discurso.

Citas

• Jairo Restrepo Galeano, Antropólogo, Magister (cum laude) en Literatura; novelista y cuentista; docente de tiempo completo de la Universidad Central, Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Arte, Departamento de Humanidades y Letras. Premio Nacional de Novela Aniversario Ciudad de Pereira, 1996.

• El representacionalismo considera si lo real es determinado a priori o a posteriori (ya sea por el pensamiento o por el lenguaje).

• De entrada, opinión no es creencia. La opinión viene a ser el intermedio entre la ignorancia y el conocimiento genuino. Para Platón se trata de una facultad o potencia propia, distinta de la ciencia, que nos permite juzgar sobre la apariencia, es un cuasiconocimiento superficial, parcial y circunscrito a los fenómenos, es una aserción un tanto subjetiva, en la que cabe alegar algún tipo de razón, sin pretensiones cognitivas de peso. El conocimiento, en cambio, debe cumplir estas condiciones individualmente necesarias y conjuntamente suficientes: justificación (adecuada), verdad creencia y que se adquiera con método fiable.

• Piedad, virtud religiosa, pero que en este caso se trata de abnegación y amor entrañable por el hombre, una especie de sacrificio por hacer de nuestra voluntad una constante de amor por el prójimo.


Bibliografía

- 2000, Muñoz, Jacobo y Velarde, Julían (editores), Compendio de Epistemología, Madrid: Editorial Trotta.

- 2003, Shewder, Richard A. "La rebelión romántica de la antropología contra el iluminismo, o el pensamiento es más que razón y evidencia, en Clifford Geertz. James Clifford y otros, El surgimiento de la antropología posmoderna, edición a cargo de Carlos Reynoso, Buenos Aires: Gedisa, 5a. ed.

- 1998, Beck, Ulrich, ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuesta a la globalización, Barcelona: Paidós.

- 1999, Galindo Hervás, Alfonzo, "Verdad y racionalidad en Richard Rorty, en Orden y Caos. Las ciencias de la complejidad, Antonio Campillo (coordinador), Universidad de Murcia.

- 1972, Lèvi-Strauss, Claude, Presencia de Rousseau, Buenos Aires: Nueva Visión.

- 2001, Morin, Edgar, "De la incertidumbre democrática a la ética política", en Ensayo y Error, Revista de pensamiento crítico contemporáneo, año 6 No.8, Bogotá.

- 2003, Borradori, Giovanna, La filosofía de la época del terror. Diálogos con Jürgen Habermas y Jacques Derrida, Bogotá: Taurus.

La metaficción

La novela metaficcional y el desorden creador



Jairo Restrepo Galeano


La literatura ha sido y es punta de lanza. Ubicada en la experiencia de lo nuevo se vacía de valores. No ha necesitado hacerse a los fundamentos de la existencia. En este sentido rebasa la metafísica, a diferencia de la ciencia que por mucho tiempo se ha vinculado a los valores de verdad y de uso.

La ciencia creyó en la existencia de un orden universal que regía el destino de lo que ha sido y será. Predominó un concepción científica con la idea vertebral de una racionalidad que todo lo podía. Lo que se pensaba de las cosas, de los eventos, de los sujetos, era confiable, pues se partía de supuestos objetivamente verdaderos (o de que podían demostrarse que lo eran, en principio). Si algo no ocupaba un lugar ni ocurría en un momento determinado, era difícil considerarlo. Progreso y ciencia eran racionales; se ponía a prueba la teoría cotejándola con la realidad. Lo que no se podía verificar se abandonaba, se retenía lo que resistía la prueba. De este modo la ciencia avanzaba inexorablemente en una dirección progresiva, corrigiéndose a sí misma. En este sentido la ciencia positiva pensó que nuestro mundo era orgánico, fluido, interconectado, no fragmentado o parcelado. Creó la ficción de que todos los sistemas eran descriptibles en su totalidad al aislarlos.

El eje de ese pensamiento era la razón que indagaba la realidad como abstracción. Las ideas de esa realidad resultaron, finalmente, sometidas a esa abstracción. Las cosas, entre tanto, eran substituidas gnoseológicamente por nombres. El sujeto que conoce apareció separado del objeto conocido. Nietzsche demolió tal concepción, cuestionó la validez de ese modelo.

Todo, entonces, estuvo sometido al dominio de la razón que normatizaba lo verdadero en un lenguaje representativo. Había un sistema y éste reflejaba la realidad. Lo que quedó de ello fue la instrumentalización del lenguaje; el lenguaje prescribía el conocimiento y generaba significados trascendentes. El lenguaje, reducido a objeto simple, instrumentó al sujeto, olvidó la estructura del "ser por el ser".

Cierto tipo de literatura de comienzos de la modernidad y en la modernidad, no aceptó la normatividad del lenguaje donde se hizo creer la existencia de una sola posibilidad de acceder al sentido, al conocimiento puro, a la verdad final en la cual el lenguaje viene a ser un "ente" administrador de verdades totales; un dispositivo controlador y homogeneizador de esquemas de cognición.

En la modernidad, y aún hoy, creamos modelos para construir nuestras narraciones. Los modelos nos ofrecen sensación de orden. La inteligencia humana se ha esforzado por encontrar un orden o el orden. La historia de las civilizaciones registra esos esfuerzos que parecen resolver todas las perplejidades y sinrazones planteadas por el universo. El hombre, a través del tiempo, no ha cesado de trabajar diagramas, proponer esquemas, tal pluralidad no da la prueba de los fracasos de esos modelos. (Alazraqui, 1968).

Los modelos dicen lo que debe ser, lo que necesitamos que sea, sin embargo una cosa es construirlos y otra cosa es el modo como los acontecimientos se desarrollan en situaciones concretas. En este sentido, los relatos son modelos con los cuales queremos hacer inteligible la realidad, pero ellos suelen llevarnos a veces a callejones sin salida, traspapelan la inteligibilidad de lo real; suelen, igualmente, en ciertas circunstancias, depredar la diferencia. No digo que los relatos, los modelos, los esquemas no sean propicios, digo que no deben ser tomados inamovibles, nucleares, hasta el punto de hacer desaparecer lo emergente, lo dinámico.

Antes de la imperancia de la visión positivista del mundo, autores como Miguel de Cervantes Saavedra, Francisco Rabelais, minaron la visión ordenada y módélica de la realidad. En plena modernidad surgieron escritores como William Sterne, Denis. Diderot, H. P. Lovecraft, William Blake, Herman Melville, Natanael Hawthorne, quienes hicieron propuestas narrativas en las que se “viola” el orden natural de los eventos y las situaciones. Dicha literatura se alimentó de creencias en mundos y dimensiones que truecan el orden natural. Lo prodigioso se enfrenta con la seguridad de un orden que excluye lo diferente. En tal sentido son narraciones que hacen contrapeso al exceso de racionalismo.

Para finales del siglo XIX y principios del siglo XX, con las vanguardias, los parámetros antropológicos y epistemológicos, fueron revisados: Marcel Proust , Franz Kafka, James Joyce, Robert Mussil, Samuel Beckett, fueron escritores que hicieron contrapeso al exceso de racionalismo. El arte narrativo, construyó una visión que no obedeció a otras épocas (completas y seguras). La inmovilidad de los axiomas, el determinismo de las leyes, se vieron sustituidos por situaciones complejas. La factura de estos autores se centró en "campos de posibilidades", en el sentido de renovación y revisión de la relación clásica causa efecto expresada en la unilinealidad o unilateralidad de los eventos. Tales campos de posibilidades tienen en cuenta la compleja interacción de fuerzas, la constelación de acontecimientos, la dinámica de componentes que abandonan la visión estática y silogística de orden. Se abren las puertas de la plasticidad, de la circunstancialidad, de la historicidad de los valores. Devino una narrativa compleja que se caracteriza por la no-linealidad, por la irreversibilidad, por su autorreflexión (autoconciencia) y autoorganización. Las narrativas se orientan por el lado de los juegos de lenguaje, por la paradoja cuyas lógicas son la de los mundos posibles autónomos y verosímiles.

En el pensamiento clásico es previsible lo que está determinado. Hoy, lo determinado no garantiza la posibilidad de que sea previsible. Determinismo y predicción son sólo casos particulares dentro de la incertidumbre generalizada. Hemos abandonado el concepto de verdad objetiva, el determinismo universal, para dar paso a la incertidumbre y a lo indeterminado. El mundo también es caos y physis concretada en relaciones dialógicas (relación dialógica como el entramado de términos concurrentes y complementarios. Dialógica entre orden, desorden y organización) por un lado y polifónicas por otro lado.

Esta nueva realidad necesita nuevos códigos, nuevas formas expresivas, ocurrencias metáforas distintas en el arte narrativo. Las obras vienen a ser, entonces, abiertas, autorreferenciales y con posibilidades de múltiples interpretaciones donde está implicado el lector. Apertura múltiple, por lo mismo ambigua, lo que la lleva a ir, incluso, en contra del mismo principio de realidad y de no contradicción que sostiene la razón. Tales obras se ubican en ambigüedad o la inteligibilidad aparente, es decir, en el terreno del no equilibrio. Conjetura, probabilidad, incertidumbre, no linealidad, irreversibilidad, bifurcación, complejidad son sus marcas. En ellas, la perplejidad antidogmática, es una constante que la aleja de la objetividad. Postula la incognoscibilidad de la verdad. Es consciente de que hay otras dimensiones subyacentes al mundo ordenado de Kepler y Newton. Critica las estructuras rígidas. Ello hace que tales narraciones sean incompletas y complejas. El héroe desaparece; no hay modelos humanos a seguir. Los destinos de los personajes y sus obras se enredan en tramas que dibujan figuras contradictorias, paradójicas, laberínticas, con tantas simetrías internas como amplias indeterminaciones. El orden aquí es otro.

Estos textos, llamados autorreferenciales o metaficcionales , se construyen en la medida del hacer en el sentido del manejo de sumas de situaciones imprevisibles. Su organización nace de circunstancias específicas, singulares y complejas. En cada nivel de narración hay bifurcaciones, dada su apertura permanente a la aleatoriedad. La novedad está siempre presente sin que forzosamente tenga que haber una relación causal. La narrativa aquí forja un carácter infinito, sin límite, donde la información, igualmente, es infinita. Permanentemente ensancha el camino de la creatividad y sus potencialidades, consciente de que hay información ausente. Incompletud al infinito.

Tal literatura es consecuente con los nuevos postulados; apunta a orden transracional, más allá de la lógica o, más bien, a una lógica de la ambigüedad y la indefinición. No hay un correlato preciso entre obra y realidad, no hay una exégesis unívoca, clave de lo clásico que postula un orden preciso, matemáticamente aprehensible en la realidad física. En ella no hay necesariamente un narrador único en el que se pueda apoyar el lector "ni presenta un discurso autorizado o una figura hacia la que el lector puede orientarse en busca de una verdad objetiva de ficción. Frecuentemente carece de un mediatizador que organice el discurso" (Pineda-Botero, 1990).

El discurso de la nueva narrativa, digámoslo nuevamente, escapa al discurso realista. No propone una descripción o representación causal de la realidad. En cambio, busca relaciones nuevas que, aunque en apariencia niegan nuestro sistema de relaciones lógicas, propende, en el fondo, a una expresión de campo de posibilidades de la lógica realista. Si sus mensajes resultan indescifrables es porque no empeñamos en descifrarlos según un código que no es el suyo (Alazraki, 1983).

En la segunda parte del siglo XX, mucho más que antes, los textos son improvisación, espontaneidad (Ginsberg, Keruac); en otros aspectos se privilegia la locura, la degradación moral y sexual (Burroughs, Guyotat, Mailer, Coover, Cortázar , Suescún), los sentidos, en estos casos, se desordenan y se abandonan a las sujeciones para asumir la orgía de la libertad; prima el instinto. Todo esto es reflejo extemporáneo de lo que ya se había hecho en los años que van del 20 al 40; sin que esto signifique que el artista haya perdido su imaginación.

Se experimenta no como una necesidad de dar con algo nuevo, sino como procedimiento, pues no se subvierte la noción de obra, de trabajo. Las audacias están en el orden narrativo. Lo tradicional y lo nuevo van juntos. Predomina el eclecticismo (libre en sus elecciones); heterogeneidad de estilos en una misma obra: lo decorativo, lo metafórico, lo lúdico, lo vernacular, la memoria histórica se entremezclan. Despreocupación, hibridez. En los espacios se dan simultáneamente lo local con lo internacional, lo citadino con lo rural. Dado que se cuestionan las ideologías duras, papeles e identidades se confunden. Es un arte narrativo incompatible con todas las formas de exclusión y dirigismos. La lógica abierta, que en este caso campea, obedece al destino de nuestras sociedades abiertas cuyo objetivo es aumentar las posibilidades individuales y de combinación. Arte narrativo como pura movilidad, se pasea por todos los terrenos sin quedarse en ninguno, en consecuencia, arte nómada.

En esta nueva narrativa, lector, obra, trama, argumentos, se implican a sí mismos, se discuten, se asume dinámica, autoconstructiva; paralelo al ejercicio de contar, se desarrollan aspectos teóricos; en este caso la teoría se lee como historia verosímil, es decir que se sale de la exclusividad del mundo literario y entra en el mundo general de la cultura, se articula con el entorno general de la cultura en una suerte de crítica "extensiva". El signo no sólo presenta sino que también representa los síntomas de la cultura, los materializa en la obra metaficcional. Por otra parte, se observa las más variadas prácticas sin que se pueda establecer diferencias genéricas entre ellas: bricolage, pastiche, alegorías, ironías, hiperespacios, hipertiempos.

Lo anterior genera una narrativa con los siguientes rasgos: Sobreintromisión del autor, presencia visible del narrador; experimentos tipográficos, dramatización explícita del lector, estructura de cajas chinas, listas absurdas, retorno infinito, rompimiento espacia y temporal del texto, deshumanización de personajes, dobles paródicos, imágenes autorreflexivas, discusiones críticas de la historia en la historia, continuo socavamiento de las convenciones ficcionales, uso de géneros populares, parodia de textos previos.

En conclusión, en la novela metaficcional no se trata de crear nuevos estilos, sino de integrarlos; la tradición se convierte en fuente de inspiración al mismo nivel que lo nuevo. Hay rebelión contra la unidimensionalidad del arte moderno reclamando obras fantasiosas, despreocupadas, híbridas. Obras que se rigen por procesos de personalización; su objetivo, aumentar sin cesar las posibilidades individuales de elección y combinación, de aquí que sus fuentes de inspiración y sus juegos de combinación aumenten indefinidamente. Obras que, incluso, van en contra del principio de realidad y de no contradicción que sostiene la razón, por lo que se ubican en el terreno del no equilibro, no linealidad, para ser pura conjetura, probabilidad, incertidumbre; marcas del desorde

1 La escritura de En busca del tiempo perdido es una crítica radical a la novela tradicional (de Stendhal y Balzac) cuya escritura jerarquizada, sintagmática, ha sido definida por P. D. Huet (en 1670), que insiste, en su Tratado del origen de la novela, sobre la necesidad de combinar todas las acciones a la acción principal.

2 El sujeto meta se asume asume con el mismo sentido de la semiótica del término "metalenguaje"; es decir, distingue la lengua de lo que hablamos. Metaficción sería entonces esa descripción metalingüística que hablaría de las estructuras propias de la ficción dentro de la ficción.

3 Julio Cortázar, en 1963, con Rayuela, propuso una novela por capítulos intercambiables, aleatorios, con saltos, regresiones y avances según una lectura convencional, pero también una lectura por asociación, respetando el libre albedrío del lector, de acuerdo con la intensidad deseada, de la que sale, finalmente, lecturas distintas de la anterior.

Bibliografía

- Alazraki, Jaime, 1968, La prosa narrativa de Jorge Luis Borges. Madrid: Gredos.
- ----- 1983, En busca del unicornio: los cuentos de Julio Cortázar. Elementos para una poética de lo neofantástico. Madrid: Gredos.
- Pineda-Botero, Álvaro, 1990, Del mito a la posmodernidad. Bogotá: Tercer Mundo Editores.

martes, 4 de mayo de 2010

Claves para una construcción cultural de la publicidad

Bogotá, Febrero 27 de 2004
Teoría de la Comunicación
"Claves para un construcción cultural de la publicidad"
Mirla Villadiego Prins
Rev. La Tadeo No. 68, Primer semestre 2003-09-18
Jairo Restrepo Galeano.

Protocolo de lectura


El artículo de la autora Mirla Villadiego P. propone unas claves desde las cuales es posible la construcción analítica de la dimensión cultural de la publicidad, es decir, la relación publicidad, cultura y comunicación.
Una de las claves más interesantes son los estudios que reseñan la transformación de las mentalidades productivas en mentalidades consumistas. Otras dos claves se observan en los estudios que hacen alusión al carácter colectivo del consumo y a la participación del discurso publicitario en la conformación y renovación del universo mental contemporáneo.
La autora, antes de entrar a manejar estas tres claves, hace una introducción donde muestra los rasgos que definen el carácter moderno de la publicidad, y dice que hay que buscarlos en la emergencia de las condiciones políticas, económicas, sociales y culturales que se dan en el siglo XVIII, que es cuando la publicidad se convierte en industria cultural e industria comercial.
Lo anterior lo sustenta manejando el referente de la revolución industrial que hace posible la acumulación de capital, capital que se reinvierte para generar mayor producción y comercialización de mercancías, lo que deviene en enriquecimiento de las empresas.
Además de las condiciones económicas, también se dan nuevas condiciones sociales y culturales que hacen posible procesos de secularización en el que lo religiosos deja de ser lo fundamental; esto genera un acontecer laico donde la imagen ya no es una sino múltiple y a la vez tolerada, lo que trae como consecuencia la liberación progresiva de los individuos del mundo religioso. Esto da como resultado una apertura a otras alternativas desde el arte, la filosofía y las ciencias.
Lo anterior da lugar a un desplazamiento de la fe hacia la promesa de un bienestar en el mundo, en el aquí y el ahora "que el discurso publicitario ayuda a alimentar".
A continuación la autora entra a desarrollar las tres claves: de la mentalidad productivista a la mentalidad consumista, el carácter colectivo del consumo y el discurso publicitario en la conformación y renovación del universo mental contemporáneo
En relación con el tránsito de la mentalidad productivista a la del consumo la autora dice que una vez perdida la certidumbre con respecto de la vías para alcanzar la salvación, a raíz del desarrollo industrial, deviene la angustia en las personas; sin embargo, las comunidades religiosas para resolver este problema generan una serie de fórmulas para alcanzar la gracia divina y dar seguridad a su existencia. Una de las fórmulas que hace carrera, según Max Weber, fue la reivindicación del "trabajo duro como la mejor manera de ganar la salvación por los propios medios"; esto genera una ética (protestante) cuya finalidad no es producir riqueza para el ocio y los placeres sino para agradar a Dios.
El producir y no consumir permite que se acumule grandes capitales que hacen crecer la economía de producción y de mercado.
A finales del siglo XIX las reglamentaciones de la vida, los sistemas de vigilancia y los controles de la ética protestante ceden terreno frente al desarrollo tecnológico que permite más acceso a las mercancías producidas. Esto deviene, entonces, en un relajamiento en torno a la cuestión del consumo, consumo permitido si no es llevado al exceso. Esta mentalidad consumista viene a consolidarse con la democratización del acceso de la población a los servicios de energía, agua potable, entretenimiento y mayor poder adquisitivo que permite hacerse a mercancías que "satisfacen necesidades materiales y simbólicas".
Otro factor que contribuye a consolidar la mentalidad consumista es el tránsito de la vida campesina a la vida urbana, lo que genera en el migrante angustia, desajustes en la vida anímica, desorientación simbólica, pues en la vida urbana no encuentran los referentes culturales que se dan en la vida rural.
Dadas las anteriores condiciones se produce una industria editorial que publica libros de autoayuda con el fin de motivar a las personas a no dejarse consumir por la depresión. En esta perspectiva, el cine resulta más efectivo, pues este representa estilos de vida que la gente común anhela tener, lo que ve en la pantalla deviene en imitación por parte de la gente.
Igual labor terapéutica viene a cumplir la publicidad que genera en la gente la idea de que la satisfacción plena de cualquier deseo es posible porque al consumir el producto se gana los atributos que en su comercialización el anunciante promete.
En la segunda clave que la autora enuncia, el carácter colectivo del consumo, dice que en una sociedad de desarrollo económico como el que se ha venido presentando, la oferta de bienes y servicios es abundante, lo que trae una reducción de los márgenes de ganancia de los productores. Para solucionar este exceso de oferta los productores hacen una inversión adicional que le permite generar atributos a lo que ofrecen. Esta inversión adicional es la publicidad, pues es esta la que resalta tales atributos.
Lo anterior lleva a que el consumo no sea un acto soberano, producto de la libre determinación de los consumidores. Hay, entonces, en el acto de la publicidad, una seducción, seducción no del producto sino del acto de publicidad.
A continuación la autora pasa a hacer referencia, en lo que tiene que ver con el carácter colectivo del consumo, de la idea particular que tiene Nestor García Canclini, pues para éste, el consumo no es un asunto unilateral, pues lo que se da son interacciones, interacciones donde tanto productores como emisores "no sólo deben seducir a los destinatarios, sino justificarse racionalmente", (Canclini). Es decir, el consumo sirve para pensar, un pensar activo que lo ejerce quien consume, que es quien define lo que consume, pero este pensar no se define desde la individualidad sino que depende de los intereses del mundo social en el que se produce.
La autora pasa a continuación a la tercera clave que tiene que ver con el discurso publicitario en el mundo actual, cuya dimensión cultural contribuye a dar forma a representaciones y actitudes sobre el bienestar, la moda, la identidad individual y colectiva, la política, el amor, el sexo, etc.; de modo que la publicidad es ahora vocera, da forma y hace comprensible el universo mental "que se expresa de manera inconsciente en las conductas y en las hablas que nuestras sociedades asumen a partir de sus experiencias y de los horizontes que proyectan sus condiciones materiales de existencia". Es decir, la estrategia publicitaria conforma y renueva representaciones culturales que socialmente circulan "en virtud de la experiencia social". En últimas, la publicidad se hace vocera y ordenadora de las hablas de nuestra sociedad, sólo así la publicidad gana aceptación social.
La autora concluye que la publicidad debe ser estudiada teniendo en cuenta los procesos sociales y culturales de los grupos humanos a la cual va dirigida, y no sólo debe tener en cuenta la perspectiva comercial de producción y consumo.

lunes, 3 de mayo de 2010

Arte

LA ESTÉTICA DE LO EFÍMERO



Jairo Restrepo Galeano

En el mundo de la imagen, y la imagen es esencialmente simulación, el arte es igual que la imagen, simulación, juego de ausencias, como tal se desvanece rápido. Lo que nombra hay que nombrarse de otro modo, algo más que debe ser nombrado, siempre en un continuo vertiginoso donde es difícil la permanencia. Este cambio de conducta, de filosofía, busca generar puntos de tensión, de provocación: ruptura, comodidad, asimetría, espontaneidad; un tipo de desorden que deja de lado el qué dirán.
Estética del desorden, del caos, como si importara poco el rostro, la forma, la presencia, lo apolíneo. Estética del desorden que deja ver salas a medio pintar, a medio pañetar, con pocas cosas, con la sensación de haber sido casi olvidadas, como si se viviera de paso, con un toque más humano, cosas sencillas que sugieren o invitan a la desfachatez. Formas que se han hecho posibles por la popularización de la moda, la decoración, la imagen, lo audiovisual. Se reacciona contra lo aséptico, lo modelado (esculpido), lo artificial. Estética contra el tecnicismo de los noventa y que empuja pugnaz con su pretensión constructivista, la informalidad, lo «grunge», el estilo «drogata». Son los momentos de la sofisticación, la transgresión a la estética protocolaria que desea alterar, negar el orden imperante, repetitivo y redundante que niega la libertad. Antonio Tapies, lo resume así: «Una insurrección contra todo lo artificioso». Jean Dubuff, artista francés dice: «Un arte sensato, ¡qué idea más tonta! El arte es hecho de borrachera y locura».
Este modo de asumir la estética es también un cuestionamiento a la cultura, a la trivialización de la misma.
Es un deseo de equilibrar este mundo que se ha mostrado tan eficaz con el desorden que es también una necesidad natural. «La gente ha empezado a entender que se trata de aceptar una especie de lógica no convencional donde el desorden es un orden con otras leyes», dice Eric Miralles, «El Desorden es también orden».
¿Por qué se ha llegado a esta ruptura de cánones? Durante mucho tiempo estuvo silenciado lo cotidiano, lo inmediato, la ocurrencia diaria, el modo como la gente asume la inestabilidad, para centrarse en lo monumental, en lo modélico, en mitos fundacionales que descubrían la belleza de la vida, del paisaje, del héroe. Podía ser así porque esto explicaba las potencialidades de una universalización integradora. Pero a medida que fueron apareciendo las diferencias, las particularidades, la existencia del otro, los relatos periféricos con su enorme carga de vida cotidiana, de inmediatez y de ocurrencias, aparece el cuerpo como primer escaparate para exhibir sin vergüenza, el placer por los zapatos viejos, el gusto por la ropa desteñida, la gracia de la imagen inmediata, tal como se da en la circunstancia: desenfado, rebeldía, suciedad. Con la referencia a lo cotidiano los estilos se volvieron rostros deprimidos, drogados, que se complementaban con tatuajes. Enfermedades terribles como la anorexia y el SIDA, han llegado a usarse como reclamo publicitario, llevando al cuerpo a una total desacralización que se vierte en desequilibrio, sencillez. Improvisación, casualidad. Se estetiza la enfermedad, lo marginal.
Este desorden, que tiene necesidad de transgredir, de romper lo establecido, desemboca en una transformación circunstancial, en donde pareciera que no hubiera cabida para la identidad, para la permanencia; detenerse es apagarse, es quedar marginado. Se está atento a qué imagen proponer, qué comportamiento asumir, una vez vivida o hecha la imagen, ya no satisface; imagen utilizada por los famosos, luego seguida por otros, buscando ser naturales, con ínfulas de preocupación y libertad en el esplendor del «glamour». Algo de carnaval rabelesiano hay en esto, la gente se libera en continuo cambio, la permanencia pierde su fuerza, su esencia; el tiempo se marchita, el sentido primero se pierde; si algo permanece se muestra como disfraz y ya no dice lo que tiene que decir del momento actual; el sentido está atrás, sentido allí, mas no aquí. La permanencia es negación continua de sus esencias inmediatas.
La nueva sensibilidad estética es «light»; banaliza los gustos, los consumos, los discursos; es relajamiento, disipación, distracción. No se conoce, no se reflexiona, no se descifra, en consecuencia deviene un analfabetismo funcional frente a la alfabetización crítica y creativa. El lenguaje ya no nombra al ser, no lo funda, no desea expresarlo, sencillamente comunica, es un simple instrumento. El compromiso con el futuro no existe. Se imponen las realidades virtuales, lo tecnoimaginativo, la estética del «video-clip», el programador; se reivindica el pastiche.
Se impone el cuerpo para exhibirlo en las pasarelas; la falsa erudición, la conversación fácil, apresurada y ruidosa; se impone la poesía sin profundidad, desabrochada, que nombra lo inmediato, el ídolo; la verdad es el juego de las cámaras que le entrega al espectador deseos frágiles, y múltiples decorados de forma brillante y ruidosa que simulan la realidad.
En una estética así, saber es difícil, desconocer es fácil, de aquí la trivialización del pensamiento. Se asumen las cosas porque no hay que pensarlas. La vitalidad reflexiva queda fuera de nuestra sensibilidad, de nuestras circunstancias. Si alguien se asombra por los fenómenos, asume el saber, el imperativo de conocer, se le considera un extravagante, un idiota, un «nerd».
La monumentalidad de la estética se desploma, y a cambio viene un modo de crear con herramientas que no requieren aprendizaje, oficio, labor paciente y sistémica. Se construye lo que es fácil de construir con el «pedestre argumento de que hay que darle a la gente lo que le gusta».
En síntesis, nuestra época cartografía el placer, pero un placer fugaz, sin futuro. Tránsito sin otro allá. Fluir hacia ninguna parte, horizonte inmerso en la inercia de su ensimismamiento. El hombre está fascinado frente al televisor, sacudido por el equipo de sonido, aislado por el Walkman, convulsionado por el Nintendo; mientras el otro es alguien disperso, alejado, una nube que se diluye frente a su mirada, alguien sin rostro a miles de kilómetros en la autopista del Internet.

Identidades portátiles, identidaes de plastilina

Mayo de 2006
Jairo Restrepo Galeano


IDENTIDAD PORTÁTIL, IDENTIDAD DE PLASTILINA


Viajamos a bordo de un avión, lo que no sabemos es quién lo pilota, si es que hay alguien allí. Los mensajes están ahí, pero no sabemos quién los produce. Igualmente no sabemos cuál es el aeropuerto de nuestro destino; y, lo más diciente, no tenemos ni la mínima idea de que podemos hacer individual o colectivamente para influir sobre la situación (metáfora de Bauman)


La identidad es tema socorrido en el mundo de hoy, especialmente desde la preocupación latinoamericana por preguntarse qué ha sido, cómo ha sido y hacia dónde tiende; así, cuando la movilidad de la gente, los grupos, se expresa en constantes migraciones, viajes y juegos; así, cuando los medios de comunicación masivos son punto importante en la transformación de la cultura, especialmente la identidad.
El antropólogo Marc Augé plantea que el estudio de nuestras sociedades, su cultura, parte de los siguientes ejes: La identidad, la memoria, la sacralidad, la apariencia y el intercambio. De modo que el centro de esta conversación se encamina por el primer eje; para ello se hablará, primero, del concepto de cultura, dado que engloba el de identidad, para luego desembocar en lo que se ha denominado identidad portátil, identidad de plastilina. La charla se apoya en dos autores, fundamentalmente: Zygmunt Bauman y Marc Augé.
La idea central de este texto es que, en el mundo de hoy, nuestras identidades tienen dos expresiones, por un lado identidades portátiles, en el sentido de que, a pesar de la movilidad de la gente por el espacio, son identidades que se llevan, permanecen, significan y simbolizan, y se expresan en lo que Augé denomina lugares antropológicos; por otro lado, identidades de plastilina, en el sentido de que se moldean en el continuo espacio-tiempo, más tiempo que espacio, por aquello de la instantaneidad o eso que se denomina tiempo real, expresadas en lo que Augé llama no-lugares (Augé, 2002). Pero, además, se quiere entender el fenómeno desde las siguientes categorías: el peregrino y el viajero, visualizadas por Zygmunt Bauman en De peregrino a turista (Bauman, 2003).


El concepto de cultura
En la modernidad, siglo XVII, la cultura se contempló como una creación esencialmente humana. El futuro tenía su punto de partida en la sociedad humana; el mundo se parecía menos a Dios, es decir, cada vez éramos menos eternos, para entender que el mundo se convertía en la “imagen del hombre”, proteico, veleidoso, caprichoso, lleno de sorpresas. En consecuencia, el mundo es más un quehacer que algo dado e inalterable. La tarea que devino de esta visión fue sustituir el orden divino o natural de las cosas, por otro artificial, construido por el hombre sobre bases legislativas, reglamentadas. Se dio una pragmática de la construcción del orden “que implicaba una tecnología de control conductual y de la educación, una técnica del modelado de la mente y la voluntad” (Bauman, 2002); el hombre completaba la trama, hacía cultura, anunciaba la autodeterminación.
En el siglo XVIII, la idea de cultura pasó a ser de uso corriente; la cultura significaba lo que los humanos podían hacer, mientras que la “naturaleza” designaba lo que los humanos podían hacer. Posteriormente, la tendencia general fue naturalizar la cultura, hasta desembocar en lo que E. Durkheim denomina “hecho social”. Los hechos culturales podían ser productos humanos, pero, una vez producidos, culturizaban la naturaleza.
En la antropología ortodoxa, la noción de cultura formada y aplicada, era la de que la “cultura” significaba regularidad y modelo, mientras que la libertad se presentaba bajo las rúbricas de “desviación” y “ruptura de norma”. La cultura era un agregado o, mejor, un sistema coherente de presiones apoyadas sobre sanciones, de valores y normas interiorizadas, de hábitos que garantizaban la repetición de las conductas individuales (de ahí su predictibilidad), lo mismo la monotonía de la reproducción, es decir, aseguraba la continuidad en el tiempo, la preservación de la tradición, por ello las identidades debían ser estáticas, definidas para la permanencia. Esta noción fue la que prevaleció en el seno de las ciencias sociales durante cerca de un siglo. “Alcanzó su expresión máxima (…) con el monumental sistema teórico de Talcot Parson, que contemplaba la cultura como una factor que contrarrestaba el azar” (Bauman, 2002). Para Parson la cultura es un factor inmovilizador, “estabilizador”, de hecho, funciona tan bien que, a menos que la cultura “funcione mal”, cualquier cambio de patrón es increíble y la ocurrencia real de los cambios constituye un rompecabezas que no se puede resolver dentro del marco de la misma teoría que pueda dar cuenta de la inercia del sistema. Esta visión toma la cultura como sistema, en ella no hay lugar para la alteración de las pautas arraigadas.
Con George Simmel, se entiende mejor la otra cara de la cultura, la de la ambivalencia. En el vivir humano hay dos fuerzas formidables, enfrentadas una a la otra. Simmel, citado por Bauman, escribe: “la vida subjetiva, que es inquieta pero finita en el tiempo; y sus contenidos que, una vez creados, se fijan y adquieren una realidad temporal. (…) La cultura se hace realidad con la reunión de ambos elementos, ninguno de los cuales puede abarcar por sí mismo a la cultura”. De modo que es lo “fijo atemporal” frente a lo “inquieto finito”.
Si en el mundo moderno no existe ninguna “forma fija” que pueda reclamar otro fundamento que la fuerza creativa humana, tampoco es probable que alguna forma alcance el estatus de un “ideal”, ello hace que la cultura sea dinámica, signada por el riesgo (Ulric Beck) y la incertidumbre (Anthony Giddens), o, incluso, entendida como “régimen de reflexibilidad y autolimitación”. La cultura, en estos términos, tiende a ser tanto agente de desorden como instrumento de orden. Bauman dice que la obra de la cultura busca la perpetuación, sin embargo se asegura de condiciones nuevas, experiencias y cambios. La cultura no puede producir otra cosa que el cambio constante, aunque no pueda realizar cambios sino a través del esfuerzo ordenador.
De lo anterior, se deduce, que la cultura sistema y es matriz.
La cultura como sistema. Todas las cosas culturales (valores, normas de comportamiento, artefactos) conforman un sistema. Sistema como agregado de elementos en donde los elementos están “interconectados”,

es decir, que el estado de cada elemento depende de los estados asumidos por todos los demás. Por lo tanto, la red de dependencias en que se ven involucrados todos los elementos limita la gama de posibles variaciones en el estado de cada uno de ellos. Mientras observan estos límites, el sistema se halla “en equilibrio”, reteniendo la capacidad para recuperar su forma característica y para preservar su identidad a pesar de las perturbaciones locales y temporales; evita, en definitiva, que sus unidades, o siquiera una de ellas, alcancen un punto de retorno. Mientras permanecen en el seno del sistema, todos los elementos (unidades, ingredientes, variables) están ligados a una telaraña de determinaciones recíprocas, que los mantiene a raya para evitar que sobrepasen los límites permitidos y que hagan perder el equilibrio a todo el conjunto… En su esencia, lo sistémico es la manera de subordinar la libertad de los elementos al “patrón de mantenimiento” de la totalidad” (Bauman, 2002).

Los elementos de la cultura deben ser circunscritos, deben tener fronteras. Se deciden cuáles elementos están dentro y cuáles están fuera.
En el sistema hay dos perspectivas; la primera es un sistema cerrado en sí mismo, la segunda es una mezcla de experiencias heterogéneas. La primera perspectiva depende de la experiencia, de la capacidad de selección de la sociedad propia, con sus prácticas excluyentes e incluyentes, sus presiones asimiladoras ejercidas en el interior del Estado-nación sobre “elementos foráneos” y su lucha por mantener su propia y distintiva identidad. Se promueve explícita y obligadamente la unificación nacional de lenguas, calendarios, niveles educativos, versiones de la historia y códigos éticos legisladores; hay preocupación por homogeneizar lazos entramados de dialectos locales, de costumbres y de memorias colectivas en conjuntos de creencias y estilos de vida únicos, comunes, nacionales. La segunda perspectiva habla de la experiencia de abrirse, de saberse permeada desde afuera, en la necesidad de no desperdiciar el ritmo creciente de hábitos culturales dispuestos a enriquecer las experiencias interiores sin perder el poder de cohesión de lo fundado por la historia y la identidad que ello implica.

La cultura como Matriz. El primero en saber de la futilidad de la cultura como un sistema fue Claude Lévi-Strauss, quien encontró que la cultura, más que un inventario de un número finito de valores supervisando todo el campo de interacción o un código estable de preceptos conductuales relacionados y complementarios, describió la cultura como una estructura de elecciones, una matriz de permutaciones posibles, finitas en número, pero prácticamente incontables, donde las estructuras no son sino restricciones del azar sobre tipos infinitamente variados de interacciones humanas.
La cultura como sistema (la probabilidad de percibir los fenómenos culturales como componentes de totalidades cohesivas y completas en sí mismas) es difícil pensarla como trama única por las siguientes razones: hoy sabemos que “los fenómenos espaciales son productos sociales y, consecuentemente, se espera que su papel en la fisión y la fusión de entidades sociales cambie a medida que lo hacen las técnicas y los procedimientos productivos” (Bauman, 2002); sabemos que las fronteras territoriales están permeadas por la tecnología que acelera comunicaciones y parece homogeneizar culturas; más aún, con el advenimiento de los medios de comunicación ha aparecido un tercer espacio, el cibernético, que se impone sobre el espacio confeccionado, territorial, urbanístico o arquitectónico. Lo de aquí y lo de allí ya no significan mucho, pues no hay obstáculos físicos a las distancias, no separan a la gente. El ciberespacio no está anclado territorialmente.

“Si la idea de cultura como sistema estaba ligada orgánicamente a la práctica del espacio “gestionado” o “administrado, en general, y a la interpretación del Estado-nación, en particular, ahora ha dejado de encontrar soporte y asidero en las realidades de la vida. La red global de información no tiene, no puede tener, un “mantenimiento de patrones”, ni tampoco tiene autoridades capaces de separar lo normal de lo anormal, la regularidad de la desviación. Cualquier “orden”, que uno pueda imaginar aparecido en el ciberespacio debe ser emergente, no artificioso; y, aún así, sólo puede ser un orden momentáneo, y un orden que ni puede modelar de manera alguna la figura de órdenes futuros ni determinar su aparición” (Bauman, 2002).

Bauman, a partir de lo anterior, argumenta que es difícil contemplar la cultura como una restricción de la capacidad inventiva del ser humano, “como un instrumento de la monótona e invariable reproducción de las formas de vida, resistente al cambio a menos que fuerzas externas lo empujasen hacia él” (Bauman, 2002). De modo que, parafraseando a Castoriades, una propiedad esencial de la cultura es la de ser capaz de cambiar sin dejar de funcionar eficientemente de manera constante, transforma en común lo que no lo es, en establecido lo que es original, continúa los procesos de adquisición y eliminación y, al hacerlo, perpetúa su capacidad de ser ella misma.

La sociedad y la cultura, como la lengua, retienen su carácter distintivo, su identidad, pero ese carácter distintivo no es “el mismo” durante mucho tiempo. Perdura a través del cambio; además no hay “ahora” en la cultura, no en el sentido postulado por el precepto de la sincronía, en el sentido de un punto en el tiempo separado de su propio pasado autocrático, mientras se ignoran sus aperturas hacia el futuro (Bauman, 2002).

De modo que “dominar una cultura” implica dominar una matriz de posibles permutaciones, un conjunto nunca completamente en marcha y siempre lejos de estar completo; no es, pues, una colección finita de significados, sino más bien una invitación constante al cambio; no han, entonces, una trama de carácter sistémico como única respuesta.

Identidad
Sabemos que un aspecto importante de la modernidad actual es el incremento del volumen y alcance de la movilidad, con lo que, el peso de lo local y sus redes de interacción se debilitan de tal modo que el resultado es la exacerbación de la identidad. “Tener identidad”, parece ser una necesidad universal.
La identidad se sitúa en un doble sentido: el grupo y el individuo para experimentar la solidaridad o la indiferencia. La identidad requiere una actividad ritual sostenida, la negociación de vínculos y simbólicas fuertes con el fin pensarla por oposición a otras identidades. Hay, entonces, identidad personal que confiere significado al “yo”; hay identidad social, que permite hablar de “nosotros”; este nosotros está construido a partir de la inclusión, aceptación y confirmación de sus miembros; es el reino de la seguridad reconfortante, aislado de un fuera habitado por “ellos”. Esta identidad es percibida segura cuando los poderes que la certifican parecen prevalecer sobre “ellos”, los extranjeros, los adversarios, los otros hostiles, esos interpretados igualmente como “nosotros” durante los procesos de reafirmación.
Para conceptualizar qué es la identidad, decimos con Erik Erikson que la identidad es el punto de confluencia entre aquello que una(s) persona(s) desea(n) ser y lo que le(s) permite(n) ser. Ni la circunstancia ni el deseo solos, sino el lugar de uno en el paisaje formado por la interacción de las circunstancias y el deseo), (citado por Richard Sennnett, 2002).
Stuart Hall, en su ensayo ¿Quién necesita la identidad? (Hall, 2003), distingue concepciones “naturalistas” y “discursivas” en los proceso de identificación. Según la primera, “la identificación se construye sobre la base del reconocimiento de algún origen común o de algunas características compartidas con otra persona o grupo, o con un ideal, así como con el círculo naturalmente cerrado de solidaridad y lealtades establecido sobre dicho fundamento”. Según la segunda, “la identificación es una construcción, un proceso que nunca se completa, siempre “en marcha”. No viene determinada en el sentido de que siempre se puede “ganar” o “perder”, apoyar o abandonar”. La segunda concepción es la que capta el verdadero carácter de los procesos de identificación de la modernidad actual.

En la modernidad había múltiples y diferentes identidades locales, un agregado heterogéneo de gentes; unificarlos (a través de los intelectuales, a través de la instrucción y del control, de la enseñanza y de los ejercicios y, llegado al caso, de la coerción) fue tarea del Estado-nación por medio de un proceso político de unificar la diversidad de las identidades regionales. Ello supone construir una nación. El nacionalismo, en la historia moderna, ha desempeñado el papel de bisagra, une el Estado y la sociedad. Estado y nación aliados en el horizonte de la mirada nacionalista, como línea de meta de la carrera por la integración. El Estado suministra recursos para la construcción de nación, “mientras que la postulada unidad de la nación y el destino nacional compartido ofrecían legitimidad a la ambición de la autoridad estatal de exigir y obtener obediencia” (Bauman, 2002). Tal como se ha visto, la promoción estatal de la “cultura nacional” es principalmente una apuesta por la cultura como “sistema”, como totalidad suficiente. Esta conceptualización procede a la eliminación de todos los residuos de costumbres y hábitos que no encajan en el modelo unificado, modelo que debe convertirse en obligatorio bajo la soberanía del Estado.
Ahora bien, con el advenimiento de la caída del Estado-nación en tanto fuente de una “elección significativa de estilo de vida”, donde el nacionalismo ya no funda el Estado, lo que queda son unas minorías que luchan por tener éxito en esa misma tarea en la que el Estado-nación ha fracasado. Al modelo de una cultura nacional, propiciada por el Estado, se opone el “multiculturalismo”, desde el cual la cultura nacional sólo se puede concebir negativamente; en este sentido representa el fracaso del proyecto nacionalista administrado por el Estado, pues supone la persistencia de un gran número de conjuntos autónomos de valores y normas conductuales en ausencia de una autoridad cultural dominante e inconquistada.
El modelo multiculturalista promete hacer realidad lo que el Estado no pudo: la pertenencia. Sin embargo el multiculturalismo adopta la misma estrategia que siguió el Estado: curar las heridas mediante “la unidad espiritual, al mismo tiempo que fomentar la resignación ante las invencibles presiones escisionistas que han causado dichas heridas (Bauman 2002). El multiculturalismo eleva la diversificación cultural al rango de valor supremo, acredita, con una validez potencialmente universal, a todas las variedades culturales. Ambos casos suponen que la cultura compartida debe compensar el desarraigo producido por el mercado, a partir de una reafirmación universal, pues proporcionan a todos los individuos los recursos que necesitan y la confianza en sí mismos; creando, entonces, sociedades y autoridades políticas sobre la base de la identidad cultural y de la tradición común.
Como vemos, tanto el proyecto nacionalista estatal como el proyecto multiculturalista, tienen similitudes. Los dos pretenden sistematizar lo cultural-identitario, ahogando las diferencias y borrando las ambivalencias de las opciones culturales para crear una totalidad imaginada capaz de resolver el problema de la identidad social.

He dicho que las identidades en el mundo actual se exacerban debido a la movilidad extrema de los individuos y de los grupos, a la “supresión” de las fronteras expresadas en el viajero, el migrante, el desplazado, el turista, el vagabundo, el jugador, a la penetración y usos de los medios de comunicación masiva en donde espacio ha de ser repensado, pues no depende del tiempo. Para interiorizar la propuesta me apoya en las nociones de lugar y no lugar, pensados por Augé, ello me permite ubicar el problema de las identidades de plastilina y identidad portátiles.
El rasgo más conspicuo de la fase cultural actual es que la “génesis y distribución de productos culturales ha adquirido un alto grado de independencia respecto a las comunidades institucionalizadas y, respecto las políticamente territoriales” (Bauman, 2002). Es mucho lo que llega de afuera a las comunidades culturales, mucho el poder de persuasión de los medios de comunicación sobre las pautas locales. Hay modelos foráneos viajan a gran velocidad para ser negociados cara a cara, hay modelos que llegan y se toman desprevenidamente sin ser sometidos a prueba dialógica (ausencia del cara a cara).
Lo anterior ha llevado a que las identidades hoy se entiendan como identidades flexibles (tan portátiles como de plastilina, tan hechas de lugar, como de no lugar), dispuestas permanentemente al cambio, al cambio sobre la marcha, donde no es tanto saber quién soy, sino saber lo que soy; saber moverse en el mundo a velocidad creciente, aprender a adaptarse a nuevas funciones; mosaico de destinos individuales que se encuentran por instantes en lugares y no lugares.
Para Marc Augé el lugar es un espacio fuertemente simbolizado, “es decir, que es un espacio en el cual podemos leer en parte o en su totalidad la identidad de los que lo ocupan, las relaciones que mantienen y la historia que comparten”, en este sentido, el lugar, siguiendo la idea de Vicente Descombres, es un “territorio retórico”,

es decir, un espacio donde cada uno se reconoce en el idioma del otro, y hasta en los silencios: en donde nos entendemos con medias palabras. Es, en resumen, un universo de reconocimiento, donde cada uno conoce su sitio y el de los otros, un conjunto de puntos de referencias espaciales, sociales e históricas: todos los que se reconocen en ello tienen algo en común, comparten algo, independientemente de la desigualdad de sus respectivas situaciones” (Augé, 2002 (1992).

En este lugar se construye la identidad que permanece, lo propio, lo que está dentro, de lo que uno no se desprende porque hace parte de la historia de vida cimentada y que, por tanto, se lleva a lo largo de todos los desplazamientos por el mundo; es decir, lo que portamos, llevamos siempre sin poder desprendernos de nuestras “referencias espaciales, sociales e históricas”, de aquí la denominación de identidad portátil, espacio donde se lee la identidad de quienes viajan, se desplazan, migran...
Augé llama no-lugares a los espacios donde la lectura del lugar no es posible. Estos son:
“- Los espacios de circulación: autopistas, áreas de servicios en las gasolineras, aeropuertos, vías aéreas…
- Los espacios de consumo: super e hipermercados, cadenas hoteleras.
- Los espacios de la comunicación: pantallas, cables, ondas con apariencia a veces inmateriales.” (Augé, 2002).

Como se observa aquí los lugares no inscriben relaciones sociales duraderas. Ellos se yuxtaponen, encajan, por lo mismo tienden a parecerse:

“los aeropuertos se parecen a los supermercados, miramos la televisión en los aviones, escuchamos las noticias llenando el depósito de nuestro en las gasolineras que se parecen, cada vez más, también a los supermercados (…). En la soledad de los no lugares puedo sentirme en un instante liberado del peso de las relaciones, en el caso de haber olvidado el teléfono móvil.” (idem)

En estos no-lugares se encuentran las identidades que se construyen, reconstruyen, se apropian, se copian, se les da una nueva gramática o se les resemantiza; es decir son identidades flexibles, recomponibles, identidades de plastilina; tienen su expresión a partir del viaje, lo nomádico, la diáspora, el desplazamiento, la migración; identidades construidas según la circunstancia, según el contexto, incluso según lo que se consume. Espacio identitario donde se es más calle, más lugar público, más otro lugar distinto del que se habita comúnmente.

Para Bauman, la identidad no siempre ha sido un problema, pues en la modernidad se pensaba sólida, estable, construida de antemano, buscaba la perdurabilidad, se estaba seguro del lugar al que se pertenecía, las partes sabían cómo actuar en presencia de otras; era el lugar para salir de la incertidumbre, como proyección que demandaba una búsqueda de lo que se era; en consecuencia eran identidades colectivas en espacios sociales: educación, asesores, guías. En este momento la preeminencia la tenía el peregrino, para quien la verdad estaba en otra parte, distante en el espacio y en el tiempo, es decir, la pura abstracción; se tenía un lugar, pero fuera del foco del presente y del lugar que se ocupaba en determinado momento; para el peregrino siempre había otros lugares. Bauman utiliza la metáfora de la tierra y el desierto (Bauman, 2003). La tierra poblada es el lugar de los deberes y obligaciones, la calidez; se está con otros, se es forjado y moldeado por el escrutinio, las demandas y las expectativas, el horizonte está repleto de cosas construidas, muévase donde se mueva, se está en un lugar, es decir se trae o se lleva las identidades. El desierto, por el contrario, es una tierra aún no repartida, por lo mismo es la tierra de la autocreación; no vamos al desierto a buscar nuestra identidad sino a moldearla de otra manera, a encontrar otros sentidos, quizás a volvernos anónimos, a oír a hablar al silencio. De modo que el desierto es libertad, ausencia de límite, el yo se torna descontextualizado, de plastilina.

Ahora bien, en la modernidad más reciente el peregrinaje empezó a no ser elección de un modo de vida sino a ser la elección; se era peregrino por necesidad para conferir una finalidad al caminar mientras se vagaba por la tierra. Se caminaba hacia. La mirada hacia atrás nos mostraba un camino andado, las huellas, sino que reflexionaba sobre ello y se le veía como progreso hacia, un avance, un acercamiento a. Se distinguía un “atrás” y un “adelante”. Había rumbos, había objetivos donde lo informe adquiría forma. Había una meta donde se encontraba el sentido; esa construcción de sentido fue lo que se dio en llamar identidad. Sentido e identidad, ambos son procesos; había una distancia entre la meta y el momento presente (entre el sentido del mundo y la identidad del peregrino). Sentido e identidad eran proyectos, lo que permitía su existencia era la distancia, distancia-objetivo, distancia insatisfacción, por lo que había siempre demora en la gratificación. Era una identidad impregnada de espera y demora. Ahora bien, el tiempo “para medir las distancias debe ser como las reglas: recto, de una sola pieza, con marcas equidistantes, hecho de material duro y sólido” (Bauman, 2003). El tiempo de los proyectos modernos “vive hacia”, está diseccionado, continuo e imposible de torcerse. La vida y el tiempo estaban hechos a la medida del peregrino. Se elegía, con confianza, un punto de llegada. La demora de la gratificación como la frustración momentánea eran factores organizadores para la construcción de identidades. Confianza en el carácter lineal y acumulativo del tiempo. Se ahorraba para el futuro. Se estaba seguro del futuro. Se apostaba a la solidez del mundo por el que caminaba el peregrino. La vida, entonces, como un relato continuo, “una historia tal que hace que cada suceso sea el efecto del anterior y la causa del siguiente” (Bauman, 2003), cada estación una estación en el camino hacia la realización. El mundo del peregrino, de los constructores de identidad, debía y debe ser ordenado, determinado, previsible, firme, portátil; las huellas se graban para siempre.
El mundo de hoy es inhospitalario para el peregrino; pues, en la lucha por hacer un peregrinaje sólido se desembarcó en un peregrinaje flexible, a fin de que la identidad se construya a voluntad, de modo que la cuestión no es tanto cómo construir una identidad, sino cómo preservarla. En consecuencia, no se trazan hojas de ruta de viaje. En la sociedad de hoy, tanto las cosas como las personas, según Christopher Lasch (citado por Bauman, 2003), han perdido su solidez, su carácter definido y continuidad. Todo se ha tornado obsolescencia inmediata. En un mundo así, las identidades se adaptan o se descartan. La opción siempre se mantiene abierta. Las identidades se tornan de plastilina.

Los consumidores de hoy tienen la particularidad de cambiar las reglas durante el desarrollo de sus situaciones; la estrategia, en el juego, es la de la partida. Los juegos son breves, limitados; su resolución es vivir por día, la vida como una serie de emergencias menores. Lo que significa estar en permanente guardia sin compromisos a largo plazo. No se ata a un lugar. Se prohíbe al pasado pesar sobre el futuro: el presente es continuo.
En este orden de ideas el presente (el tiempo) ya no estructura el espacio. No hay un hacia delante, un hacia atrás. El tiempo se ha desprendido del espacio. Lo que cuenta es la actitud de no quedarse quieto. La flecha del tiempo no mide la gratificación. “De este modo la dificultad ya no es cómo descubrir, inventar, construir, armar (incluso comprar) una identidad, sino impedir que esta se nos pegue… El eje de la estrategia en la vida posmoderna no es construir una identidad, sino cómo evitar su fijación” (Bauman, 2003). No hay compromisos, los compromisos llevan a obligaciones.
El resultado de lo anterior es la fragmentación del tiempo en episodios, “cada uno de ellos amputado (separado) de su pasado y de su futuro, cerrado en sí mismo y autónomo”. La regla clara aquí, en este universo de cosas efímeras, es no planificar. Todo debe ser a corto plazo, no apegarse emocionalmente a personas, a cosas. En consecuencia, no tiene sentido demorar la gratificación, no tiene sentido ahorrar. Ahora, pues, las metáforas son, para la construcción de las identidades, el paseante, el vagabundo, el turista y el jugador, todos ellos viajeros cargando sus identidades como sus posibilidades de ser moldeados, impregnados por el horror a los límites, a la inmovilidad.
En consecuencia con lo anterior, podemos concluir que tanto las identidades estáticas, construidas a partir de los lugares antropológicos, como las identidades flexibles, efímeras, no planificadas, de plastilina, permean nuestro presente, le dan sentido a las nuevas expresiones de la movilidad: paseantes, vagabundos, turistas, jugadores. Aunque estén en el juego de la no planificación, llevan consigo el peso de los lugares y no lugares.


Bibliografía

- Augé, Marc, 2002. Los no lugares. Espacios del anonimato. Barcelona: Gedisa.
- ........ 2004 ¿Por qué vivimos? Para una antropología de los fines. Barcelona: Gedisa.
- Bauman, Zygmun, 2002 La cultura como praxis. Barcelona: Paidós.
- ………, 2001. La sociedad individualizada. Madrid: Cátedra.
- ………, 2003 “De peregrino a turista, o una breve historia de la identidad”, en Stuart Hall y Paul de Gay (compiladores), Cuestiones de identidad cultural. Buenos Aires: Amorrortu.
- Beck, Ulrich, 2002, La sociedad del riesgo global. Madrid: Siglo XXI.
- Sennett, Richard, 2002, El declive del hombre público. Barcelona: Ediciones Península.
- Hall, Stuart, 2003, “Introducción. ¿Quién necesita “identidad”?”, cap. I, en Stuart Hall y Paul de Gay (compiladores), Cuestiones de identidad cultural. Buenos Aires: Amorrortu editores.