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jueves, 27 de marzo de 2008

LOS JUEGOS DEL AMOR. Una mira a "El amante" de Harold Pinter

LOS JUEGOS DEL AMOR
Una mirada a El amante de Harold Pinter

Jairo Restrepo Galeano

Harold Pinter nació en Londres, (1930), hijo de padre de origen judío, estudió en la Real Academia de Arte Dramático de Londres. Autor de 29 obras teatrales, entre las que se destacan: La fiesta de cumpleaños (1959), El portero (1959), Los enanos (1963), El amante (1963), El silencio (1969), Viejos tiempos (1971), El fundamento (1978), Luz de Luna (1994), Cenizas sobre Cenizas (1996), Celebración (1999), etc. Ha escrito poesía y novela, igualmente guiones para radio, televisión y cine; se destacan: La amante del teniente francés (1981), Traición (1982) y El juicio de Franz Kafka (1990). La Academia Sueca le concedió el Premio Nobel de Literatura en el 2005.
Pinter es un autor que se ha caracterizado por su marcado compromiso político, defensor de los Derechos Humanos y permanente opositor a las acciones imperialistas de Estados Unidos; del mismo modo se ha preocupado por los procesos políticos de países centroamericanos y del caribe como de Suramérica.

Dos aspectos quiero tratar en este ejercicio en torno a la obra El amante de Harold Pinter. Por un lado penetrar en la obra El amante para en encontrar la ruta de la historia con el fin de abordarla, en segundo lugar, según las nuevas expresiones del amor en la modernidad tardía: flexibilidad y ambigüedad e indeterminación.

El amante

Vamos a adentrarnos en una obra compleja, ambigua, que aunque en su aspecto formal sigue una linealidad, en las expresiones del contenido, significan todo cuanto hoy se puede percibir en torno a las nuevas relaciones amorosas: su fragilidad. El amante es una obra que expresa muy bien los comienzos, o el punto de quiebre entre el amor sólido y el amor efímero, veloz consumista. Es también una obra de soledad, por lo mismo, para desterrarla, los protagonistas se embarcan en el juego de roles donde a veces se confunde quién es el otro o la otra, en esa necesidad de experimentar a fondo el deseo, el tener ganas, de romper con la monotonía del viejo consumo.

El texto se compone de tres jornadas. La primera se sumerge al ámbito del hogar, cuando Richard Sarah asumen, a su modo, ser amantes. La segunda corresponde a la presencia de los amantes, tanto del hombre como de la mujer. La tercera, los esposos miden la conveniencia de haber asumido el oficio de ser amantes.

Primera jornada. Richard y Sarah, casados desde hace diez años, deciden tener amantes convenidos. Entonces ella recibe el suyo en la casa de la pareja, él de regreso del trabajo, visita por su lado a la que él considera prostituta. Siempre en las tardes, dos o tres veces por semana.
Cuando el hombre regresa del trabajo le inquiere a la mujer le cuente lo experimentado con el amante, si en los momentos culminantes la imagen del esposo llega a la memoria de la mujer, tal vez en esa necesidad de no sentirse olvidado, de no sentirse del todo dejado a un ni del todo traicionando.

Richard: (...) Así que esta tarde se te apareció una imagen mía, ¿no? ¿Sentado en mi oficina?
Sarah: Sí, así es. Aunque no fue una terriblemente convincente.
Richard: ¡Ah! ¿Por qué no?
Sarah: Porque sabía que no estabas ahí. Sabía que estabas con tu amante.

Para el hombre la relación que tiene con la mujer que visita no es amante sino prostituta, para él las prostitutas no son amantes.
La mujer recibe al amante en zapatos de tacón alto, vestida más ligera de lo que suele hacerlo cuando está con el esposo, en esa necesidad de penetrar ese otro universo done las antiguas reglas, conveniencias y comportamientos se destrozan para arrancarle a las situaciones el goce pleno de eso nuevo que se ofrece.
La infidelidad es compartida, hay correspondencia en este tipo de comportamiento, es así para dar sentido a la franqueza que los dos asumen; aunque para la mujer no sea fácil aceptar que la amante del marido sea tomada simplemente como prostituta.

Sarah: Sencillamente no es posible. Tenés tan buen gusto. Te importa tanto la gracia y la elegancia en las mujeres.

El hombre se empecina en denominarla de este modo dado que tiene claro que hoy puede amarla, mañana tal vez… Además no busca en la otra mujer el doble de su esposa.

Richard: (¿…?) No estaba buscando una mujer a la que poder respetar, como a vos, a la que poder admirar y amar, como hago con vos. ¿No es cierto? Todo lo que quería era… cómo decirlo… alguien que pudiera expresar y engendrar lascivia con toda la sagacidad propia de la lascivia. Nada más.

De modo que de lo que se trata, para el hombre, es de una aventura sin dignidad, para la mujer una aventura sensata. Son conscientes de que lo que se traen entre manos no es más que simple desechos de unas relaciones que no buscan perdurabilidad, que huyen de la monotonía cuando las relaciones son estrechamente formalizadas.

Segunda Jornada. Corresponde al ejercicio de ser amantes.
Aparece John, el lechero, ofrece sus productos; lo atiende, pero como absorta en la espera de del otro; mientras tanto arregla la vivienda, prepara el té, acomoda sillas, vuelve a abrir la puerta y quien está ahí es Max, el amante. Se enfrascan en los preludios del amor donde cuenta un artefacto: el tambor. En principio se muestran extraños, sin embargo el tambor es la clave para romper el extrañamiento: es el objeto que encausa el cortejo: resistencia, coqueteo.
Sarah está ahí, a merced de Max, y sabe bien de la intenciones que el hombre tiene respecto de ella. Comprende que tarde o temprano ella deberá llegar a una decisión, sin embargo, por el momento, no quiere sentir urgencia de ello. La mujer, en este momento es instante puro, total espiritualidad. Una cosa, ni consentida ni resistente. Sarah parece contemplar su cuerpo desde afuera, como un objeto pasivo, al cual le pueden ocurrir cosas, pero no tiene fuerza de voluntad para provocarlas ni evitarlas, todas sus potencialidades están fuera de su voluntad, es como si quisiese que no pasasen las cosas, pero deseando que pasen, que eso no se detenga.

Max: ¿Por qué tan tímida? ¿Eh? ¿Dónde está el encendedor?
(Él la manosea. Ella inspira.)
¿Acá?
(Pausa.)
¿Dónde está?
(Él la manosea. Ella profiere un leve jadeo.)
¿Acá?
(Ella logra separarse. Él la atrapa en un rincón.)
Sarah (entre dientes): ¿Qué se piensa que está haciendo?
Max: Me muero por una pitada.
Sarah: ¡Estoy esperando a mi marido!
Max: ¡Déjame sacarle fuego!
(Forcejean en silencio. Ella se zafa y va hacia la pared. Silencio. Él se acerca.)
¿Se encuentra bien, señorita? Acabo de deshacerme de ese… caballero. ¿La lastimó de algún modo?

En este juego lascivo y barato, juego ordinario, no exento de lubricidad, la ambigüedad se extrema. Acaso está ahí John, acaso Max, para luego la escena derivar hacia un parque, una cabaña, donde la mujer es protegida por el guardaparque; pero, en este caso la lascivia viene de la mujer que recorre con sus dedos los muslos del guardaparque que le advierte ser casado.
En este juego de amantes la mujer también es Dolores, también es Mary. Personajes varios con sus ansiedades y temores que sólo quieren el instante de asumir el juego, el infinito juego del deseo; alteridades que se multiplican preguntando por el otro, cuándo el otro, dónde el otro, cómo conocerse para dejar de ser ausencias que corroen el hecho de ser clandestinos, en una necesidad de detener engaños, como le ocurre a Max, que, al contrario de Richard, no se acuesta con una puta, sino que realmente tiene una amante de tiempo completo. Max, el atormentado, que cree y repite que cuanto hacen no está bien, pero a lo que Sarah hace caso omiso.

Sarah: (…) (Pausa.) Te gusta que te susurre. Te gusta que te ame, susurrando. Escuchá. No tenés que preocuparte por… esposas, maridos, esas cosas. Es tonto. Es realmente tonto. Sos vos, vos ahora acá, acá conmigo, acá juntos, de eso se trata, ¿o no? Me hablás al oído, tomás el té conmigo, hacés eso ¿no?, es lo que somos, somos nosotros, ámame.

Aquí se da la noción de instante, el instante puro, sin nada que lo ligue al pasado ni al futuro, desvinculado de causas y efectos.

Tercera jornada. Presentes Richar y Sarah. La conciencia del hombre de que el juego tiene que acabar.

Richard: Ese libertinaje tuyo.
(Pausa.)
Esa vida depravada. Esa senda ilegítima de la lujuria.

El hombre ha adquirido consciencia de que son marido y mujer y por tanto sufren la ignominia de la infidelidad, pero a la vez es su deseo saber cuál de los dos, el amante, o el esposo, es el más querido por la mujer, entonces ordena a Sarah.

Richard: Llévatelo al campo. Búsquense un zanjón. O una pila de chatarra. Busquen un basural. ¿Mmmm? ¿Qué te parece?
(Ella está de pie, quieta.)
Compren una canoa y búsquense una laguna estancada. Cualquier cosa. Cualquier sitio. Pero no el living de mi casa.
Saraha: Me temo que eso no es posible.
Richard: ¿Por qué no?
Sarah: Dije que no es posible.
Richar: Pero si tanto querés a tu amante, seguro que lo más obvio que podés hacer es eso, ya que su entrada en esta casa desde ahora está vedada. Estoy tratando de ayudarte, querida, por el amor que te tengo. Eso es evidente. Si lo encuentro en esta casa, le voy a patear los dientes.
Sarah: Estás loco.

De nuevo aparece el tambor, lo descubre Richard en su armario: entonces se presenta otra ambigüedad, qué es eso de ser marido, que es eso de ser amante, igualmente la conciencia del hombre de cómo la mujer es un ser completamente inaprensible para él como marido, en cambio accesible para el amante.

Richard: ¿Cómo lo usa? ¿Cómo lo usás? ¿Lo tocás mientras estoy en la oficina?
(Ella trata de sacarle el tambor. Richard se aferra a él. Están quietos, sus manos en el tambor.)
¿Qué función cumple esto? Supongo que no es solamente un adorno. ¿Qué hacen con esto?
Sarah (con tranquila angustia): No tenés derecho a preguntarme. Ningún derecho. Fue nuestro acuerdo. Ninguna pregunta de este tipo. Por favor. No lo hagas, no lo hagas. Fue nuestro acuerdo.
Richard: Quiero saber
(Ella cierra los ojos.)
Sarah: No lo hagas.
Richard: ¿Lo tocan los dos? ¿Mmm? ¿Lo tocan los dos? ¿Los dos juntos?

Ahora la ambigüedad se exacerba, pues la mujer le espeta que no es sólo un amante, son muchos, tantos los visitantes, “desconocidos, absolutamente desconocidos”. De modo que el tambor es el lugar para imaginar otros hombres, otras mujeres, las múltiples infidelidades, los múltiples adulterios de lo que son capaces. Igualmente el tambor se nos muestra como el lugar para encadenar con su mujer el fuego, el artefacto que les permite encender el fuego, el fuego de sus cuerpos; entonces, en esa necesidad de trascender más allá de lo que la relación de pareja les ofrece, se transforman en amantes, en amantes como han venido siendo; sólo que este caso no es la mujer que se mete debajo de la mesa del comedor sino el hombre que avanza para acariciar los muslos de la mujer y ya no en tardes sino no también en la noche, amantes de día, amantes de noche.

Mirada al amor flexible

Una condición del hombre actual es que deben crearse, individualmente, sus propios atributos (Ver la novela de Robert Mussil, El hombre sin atributos). Es un hombre sin vínculos, particularmente sin vínculos fijos, establecidos. Como no tiene vínculos inquebrantables y establecidos para siempre, el hombre amarra lazos que prefiere usar como eslabón para ligarse con el resto del mundo humano, basándose exclusivamente en su propio esfuerzo, con la ayuda de sus propias habilidades y de su propia persistencia. Por lo mismo, deviene una extraña fragilidad de los vínculos humanos y sus sentimientos de inseguridad*.
Hoy, somos descartables, abandonados a nuestros propios recursos, a la vez desesperados por relacionarnos, pero desconfiados en eso de de "estar relacionados", particularmente para siempre. Se teme que las relaciones se vuelvan una carga, ocasione tensiones, que puedan limitar la libertad para relacionarse. Hemos desembocado en un mundo de "individualización" y de pura ambivalencia. Las relaciones resultan insatisfactorias y, si son satisfactorias, el precio que suele considerarse es excesivo e inaceptable, en donde se da simultáneamente atracción y repulsión; esperanza y temor igualados. Ahora las parejas, ávidas de encontrar otras vías, recurren a asesores, o, como en el caso de El amante al juego de roles, con el fin de consolarse de que no están solos, una especie de consumo de personalidades que los extrae de la asfixiante burbuja de las relaciones de pareja, en una necesidad de someterlas permanentemente a revisión.
Los compromisos ya no son a largo plazo, si lo son se debe tener por sabido que este compromiso cierra las puertas a otras posibilidades amorosas que puedan ser más satisfactorias y gratificantes. Disfrutar de cosas nuevas y diferentes. Relaciones laxas, ligeras, para poder deshacerse de ellas en cualquier momento. Relaciones que transmiten simultáneamente los placeres de la unión y los horrores del encierro, por lo que hoy se habla más de "conectarse", de "estar conectado"; en vez de hablar de parejas, se prefiere hablar de "redes". Relaciones veloces, de fácil acceso y salida. Se necesita estar en movimiento. Seguir en movimiento, antes un privilegio y un logro, se convierte ahora en obligación. Se necesita mantener la velocidad. Los descompromisos son fáciles.
Hoy se da una súbita abundancia y aparente disponibilidad de "experiencias amorosas", lo cual ha hecho creer que se adquiere destreza en el asunto, que se puede aprender a amar, que el dominio aumenta en este terreno; pero esto no es más que ilusión. Entre más experiencias amorosas, lo que se sabe, finalmente, es que deben terminar rápido para volver a empezar desde el principio. Don Giovanni de Mozart, es el arquetipo que viene a ser, finalmente, también, el "impotente amoroso", según lo analiza Sören Kierkegaard (citado por Bauman en su libro Amor líquido), sometido a la infatigable búsqueda de experimentación; con lo que desemboca más bien al desaprendizaje del amor, a una "incapacidad aprendida" de amar, que es lo que ocurre con Sarah y Richard.
El amor, así, es como cualquier otra mercancía, seduce, atrae por lo imprevisible, por lo incognoscible, por el deseo de encadenar lo errante. Es un debatirse para concretarse, pero en el momento del triunfo, se topa con derrotas. Quiere sepultar la incertidumbre, pero si lo consigue, el amor empieza a marchitarse; no se puede desprender del espectro de Tánatos. Sarah o Richard se atraen, se seducen pero hay una distancia intolerable entre los dos, distancia que es una brecha, pero que por la ansiedad y el deseo se torna precipicio; el amor está siempre al borde de la derrota, disuelve su pasado en la medida en que avanza. Nunca se adquiere la confianza suficiente para dispersar las nubes y apaciguar la ansiedad. El deseo está permanentemente presente. Por eso los miembros de la pareja ansían buscar nuevos campos de pastoreo. El deseo es anhelo de consumir, en tanto que el amor es ansia de poseer, de querer preservar el objeto querido. El deseo absorbe, devora, ingiere y digiere, incluso de aniquilar; sólo necesita la presencia del otro, la alteridad. "Esa presencia es siempre una afrenta y una humillación. El deseo es impulso a vengar la afrenta y disipar la humillación del sometimiento del uno para el otrro. Es la compulsión de cerrar la brecha con la alteridad que atrae y repele, que, que seduce con la promesa de lo inexplorado e irrita con su evasiva y obstinada otredad. El deseo es el impulso a despojar la alteridad de su otredad, y por lo tanto de su poder" (Bauman, Amor líquido). Se explora, familiariza y domestica la otredad.
Se da entonces, en los dos protagonistas, un deseo de compartir cama, en el que no se necesita golpear muchas puertas para que lo dejen entrar. Se busca comprobar compatibilidades (signos del zodíaco, marcas de ropa, autos, etc.). Pero en esta aceleración de obtener nuevas experiencias tal vez de lo que se trata no es de deseo sino de hacer el amor por ganas. El asunto aquí es que la cosa nazca para morir inmediatamente, una vez cumplido el cometido. Rápida aparición, veloz extinción de las ganas. Entonces lo que surge es la necesidad de repetir, una y otra vez, dejar que el anhelo dirija la escena sin libreto prefijado. Es lo momentáneo, con la esperanza de que no habrá consecuencias duraderas que puedan impedir otros momentos de júbilo y éxtasis. Las parejas, entonces, satisfacen las ganas en vez de un deseo, esto implica dejar abiertas las puertas a otras posibilidades "románticas" que serán más satisfactorias y plenas.
Una relación inspirada por las ganas sigue las pautas del consumo. relaciones para el consumo inmediato y para uso único, "sin perjuicios". Relaciones descartables. Si la cosa no funciona se cambia por otra, que se supone más satisfactoria. De este modo devienen relaciones desechables para adquirir versiones nuevas y mejoradas. Ahora bien, una relación es una inversión como cualquier otra. La inversión en una relación espera seguridad en diversos sentidos: "la cercanía de una mano que ofrezca ayuda en el momento en que más la necesite, que ofrezca socorro en el dolor, compañía en la soledad, que ayude cuando hay problemas, que consuele en la derrota y aplauda en las victorias; y que también ofrezca una pronta satisfacción" (Bauman, Amor líquido); pero, ojo que la relación no sea a largo plazo. Esto no implica que no se pueda mirar hacia otro lado. Nada a largo lazo es el lema. Pero esto tiene doble filo, aumenta la inseguridad; no se tiene el poder de impedir que su pareja opte por romper el acuerdo. Se está sometido al azar, al mismo azar que cuando se tira al aire una moneda. Entonces no queda más que el juego se prolongue, hasta en la misma seguridad de sus relaciones formales, en el ejercicio de ser amantes, como ocurre con los protagonistas de la obra de teatro El amante.


Bibliografía

- Pinter, Harold, El amante, Buenos Aires: Editorial Losada S.A., 2005 (1963).
- ……. Arte, verdad y política. Bogotá: Ediciones Pensamiento Crítico, 2006.
- Bauman, Zygmunt, Amor líquido. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2005 (2003).
- Mussil, Robert, El hombre sin atributos. Buenos Aires: Siglo XXI, 1986.

* Para estas reflexiones me apoyo en la obra de Zygmunt Bauman, Modernidad líquida.

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