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martes, 12 de febrero de 2013

Homero y Joyce




El HÉROE Y EL ANTIHÉROE EN LA LITERATURA (Homero y Joyce)




EL HÉROE EN LA EPOPEYA (Homero, Odisea)


Por el mar rodeada, en el ponto vinoso, se encuentra una tierra muy bella y muy fértil, es Creta, y en ella hay noventa ciudades y muchos, muchísimos hombres…

Ulises a su mujer, Penélope.



Odiseo (Ulises) de Homero

Píndaro distinguía tres categorías de seres: dioses, héroes y hombres (Olímpicas, II, 1). ¿Cómo entender a los héroes, cuál su estructura ontológica? De acuerdo con el poeta los héroes están estrechamente emparentados, de un lado, con los dioses ctónicos y, de otro, con los hombres muertos. Parece, entonces que no son otra cosa que espíritus de difuntos, que permanecen en el interior de la tierra, donde viven eternamente como los dioses, a los que se aproximan por sus poderes. Los héroes, igual que los dioses, reciben honras y sacrificios, aunque el número y los procedimientos de estas dos clases son diferentes. Ahora bien, H. Usener, sostiene el origen divino de los héroes: Al igual que los demonios, los héroes proceden de las divinidades “momentáneas” o “particulares”, es decir, de los seres divinos especializados en determinadas funciones específicas.

Hay una teoría ecléctica que hoy día goza de cierto prestigio: los héroes no son todos del mismo origen; entre ellos distingue algunas categorías (según Farnell, L.R., citado por Eliade): héroes de origen divino o ritual, personajes que han vivido realmente (guerreros o sacerdotes), héroes inventados por los poetas y los eruditos, etc. Eliade cita a A. Berlich: el libro de este autor, Gli eroi greci, ofrece la siguiente estructura morfológica del héroe: son personajes cuya muerte tuvo un relieve especial, además poseen relaciones estrechas con el combate, la agonística, la mántica, la medicina, la iniciación de la pubertad y los misterios; fundan ciudades y su culto tiene un carácter cívico; son los antepasados de los grupos consanguíneos y los “representantes prototípicos” de ciertas actividades humanas fundamentales. Los héroes se caracterizan, además, por ciertos rasgos singulares, incluso monstruosos, y por un comportamiento excéntrico que delata su naturaleza sobrehumana.

Según Eliade, de forma sumaria, podría decirse que los héroes griegos participan de una modalidad existencial sui generis (sobrehumana, pero no divina) y actúan en una época primordial, que sigue a la cosmología y al triunfo de Zeus. Su actividad se desarrolla después de la aparición de los hombres, pero todavía en la época de los “comienzos”, cuando las estructuras aún no estaban fijadas del todo ni se hallaban suficientemente establecidas las normas. Su propio modo de ser delata el carácter inacabado y contradictorio del tiempo de los orígenes.

El nacimiento y la infancia de los héroes se diferencian de los que corresponden a los hombres ordinarios. Descienden de los dioses; sin embargo, en ocasiones, tienen una “doble paternidad” (así, Heracles nació de Zeus y de Anfitrión; Teseo de Poseidón y de Egeo) o su nacimiento muestra alguna irregularidad (Egisto, fruto del incesto entre Tiestes y su propia hija). Son abandonados poco después de nacer (Edipo, Perseo, Reso, etc.) y son alimentados por animales salvajes; pasan su juventud viajando por países lejanos, se distinguen por sus innumerables aventuras (especialmente hazañas guerreras y deportivas) y se casan con diosas (entre estas bodas son famosas las de Peleo y Tetis, Niobe y Anfión. Jasón y Médea).

Para Eliade los héroes se caracterizan por una forma específica de creatividad, comparable a la de los héroes civilizadores de las sociedades arcaicas. Al igual que los antepasados míticos, modifican el paisaje, son “autóctonos” (es decir, los primeros habitantes de ciertas regiones), progenitores de razas, de pueblos o de familias (los argianos descendían de Argos; los arcadianos, de Arkos, etc.). Inventan, es decir, “fundan”, “revelan” cierto número de instituciones humanas: leyes que rigen la ciudad, normas de la vida urbana, la monogamia, la metalurgia, la escritura, el canto, la táctica, etc.; son los primeros que practican ciertos oficios; son, sobre todo, fundadores de ciudades; por otra parte, los personajes históricos, que fundan colonias, se convierten en héroes al morir. Igualmente, los héroes instituyen los juegos deportivos, en este sentido, una característica de su culto es la agonística. Según una tradición, los cuatro grandes juegos panhelénicos fueron dedicados a Zeus (el culto agonístico de Olimpia, por ejemplo, se celebraba en honor de Pélops); ello explica la heroización de los atletas victoriosos y célebres.

Rasgo característico de los héroes es la forma como mueren. Excepcionalmente, algunos son trasladados a las Islas de los bienaventurados (como Menelao), a la mística isla Leuké (Aquiles), al Olimpo (Ganímedes) o desaparecen bajo tierra (Trofonio, Anfiarao). Pero en su mayor parte sufren muerte violenta en la guerra (como los héroes de que habla Hesíodo y Homero, caídos ante Tebas y Troya), en combates singulares o por traición (Agamnenón muerto por Clitemnestra, Layo por Edipo, etc.). Ocurre a veces que su muerte resulta extravagantemente dramática: Orfeo y Penteo son despedazados, Acteón es desgarrado por sus perros, Glauco, Diomedes e Hipólito por los caballos; algunos caen heridos por el rayo de Zeus (Asclepio, Salmoneo, Licaón, etcétera) o son mordidos por una serpiente (Orestes, Mopso, etcétera). Citamos en extenso a M. Eliade: “Pero, a pesar de ello, es precisamente su muerte la que conforma y proclama su condición sobrehumana. No son inmortales, como los dioses, pero se diferencian de los seres humanos por el hecho de que siguen actuando después de muertos. Los restos de los héroes están cargados de una temible potencia mágico-religiosa. Sus tumbas, sus reliquias, sus cenotafios irradian poder sobre los mortales durante siglos. En cierto sentido podríamos decir que los héroes se aproximan a la condición divina gracias a su muerte, pues gozan de una existencia ulterior ilimitada, ni larvaria ni puramente espiritual, sino consistente en una supervivencia sui generis, ya que depende de los restos, de las huellas o de los símbolos de sus cuerpos.

“En efecto, y contrariamente a la costumbre general, los despojos de los héroes son enterrados dentro de la ciudad, e incluso son admitidos en los santuarios (Pelops en el templo de Zeus en Olimpia; Neptolemo en el de Apolo en Delfos). Sus tumbas y cenotafios se convierten en centros de culto heroico, consistente en sacrificios acompañados de lamentaciones rituales, ritos de duelo, “coros trágicos”. (Los sacrificios dedicados a los héroes se parecían a los dedicados a las divinidades ctónicas, y se diferenciaba de los que iban dirigidos a los olímpicos. Las víctimas destinadas a los olímpicos eran degolladas con la garganta levantada hacia el cielo; para las divinidades ctónicas y los héroes, eran abatidas con la garganta vuelta hacia la tierra; la víctima sacrificada a los olímpicos debía ser blanca, y negra para los héroes y las divinidades ctónicas, siendo además quemada enteramente, sin que hombre alguno pudiera comer de ella; el tipo de los altares olímpicos era el templo clásico, situado sobre tierra y a veces en una altura, mientras que a las divinidades ctónicas y a los héroes se consagraban hogares bajos, antros subterráneos o un adyton, que posiblemente representaba una tumba; los sacrificios para los olímpicos se realizaban a la luz de las mañanas soleadas, mientras que los de la divinidades ctónicas o los héroes habían de celebrarse al atardecer o por la noche).

“Todos estos datos ponen de relieve el valor religioso de la “muerte” heroica y de los despojos de los héroes. Al desaparecer el héroe se convierte en un genio tutelar que protege a la ciudad contra las invasiones, las epidemias y toda clase de azotes. En Maratón fue visto Teseo combatiendo a la cabeza de los atenienses (Plutarco, Thes., XXXV, 5;…). Pero el héroe goza también de una “inmortalidad” de orden espiritual, de la gloria más exactamente, de la perennidad de su nombre. De este modo se convierte en modelo y ejemplo de cuantos se esfuerzan por superar la condición efímera de todo mortal, por salvar sus nombres del olvido definitivo, por sobrevivir en la memoria de los hombres. La heroización de los personajes reales –los reyes de Esparta, los combatientes caídos en Maratón o en Platea, los Tiranicidas- se explican por sus hazañas excepcionales, que los separan del resto de los mortales y los “catapultan” a la categoría de los héroes.

“La Grecia clásica, y en especial la época helenísitica, nos han transmitido una visión “sublime” de los héroes. En realidad, su naturaleza es excepcional y ambivalente, quizá hasta aberrante. Los héroes se muestran a la vez “buenos” y “malvados”, acumulan atributos contradictorios. Son invulnerables (como Aquiles) pero terminan por ser abatidos; se distinguen por su vigor y por su hermosura, pero también por ciertos rasgos monstruosos –Heracles, Aquiles, Orestes, Pélops- o muy inferior a la normal; a veces son seres terimorfos, como Licaón, “el lobo”, o pueden metamorfosearse en animales. Son andróginos (Cecrops) o cambian de sexo (Tiresias) o se disfrazan de mujeres (Heracles). Los héroes se caracterizan además por numerosas anomalía (acefalia o policefalia; Heracles está provisto de tres filas de dientes), los hay sobre todo cojos, tuertos o ciegos. Los héroes enloquecen con frecuencia (Orestes, Belerofonte, hasta el excepcional Heracles, cuando da muerte a los hijos habidos de Megara). En cuanto a su comportamiento sexual, se caracteriza por ser excesivo y aberrante: Heracles fecunda en una noche a las cincuenta hijas de Tespio; Teseo se hizo famoso por sus numerosas violaciones (Elena, Ariadna, etc.) y Aquiles raptó a Estratonice. Los héroes cometen incesto con sus propias hijas y sus madres, o dan muerte –por envidia, por ira y en muchas ocasiones sin motivo alguno- a su padre, a su madre y o a ambos progenitores.

“Todos estos rasgos ambivalentes o monstruosos, este comportamiento aberrante, nos recuerdan la fluidez del tiempo de los “orígenes”, cuando el “mundo de los hombres” aún no había sido creado. En aquella época primordial, los desórdenes y las irregularidades de todo tipo (es decir, todo lo que más tarde será denunciado como monstruoso, como pecado o crimen) suscitan directa o indirectamente la obra creadora. Pero el “mundo de los hombres”, en que las infracciones y los excesos estarán prohibidos, surgirá precisamente como fruto de las creaciones heroicas: instituciones, leyes, técnicas, artes. Después de los héroes, en el “mundo de los hombres”, el tiempo creador, el illud tempus de los mitos quedará definitivamente clausurado.

“La osadía de los héroes no conoce límites. Se atreven a violentar incluso a las mismas diosas (Orión y Acetón atacan a Artemis, Ixión arremete contra Hera) y no se detienen contra el sacrilegio (Ayax ataca a Casandra junto al altar de Atenea, Aquiles abate a Troilo en el templo de Apolo). Estos delitos y sacrilegios delatan una hybris desmesurada, rasgo específico de la naturaleza heroica. Los héroes se enfrentan a los dioses como si fueran sus iguales, pero su hybris es siempre, y cruelmente, castigada por los olímpicos. El único que manifiesta impunemente su hybris es Heracles cuando amenaza con sus armas a los dioses Helio y Océano. Pero Heracles es el héroe perfecto, el “héroe-dios”, como lo llama Píndaro (Nemeanas 3,22). En efecto, es el único cuya tumba o cuyas reliquias no se conocen, conquista la inmortalidad mediante su suicidio-apoteosis en la hoguera, es adoptado por Hera y se convierte en dios, sentándose entre las restantes divinidades en el Olimpo. Podría decirse que Heracles obtuvo su condición divina a renglón seguido de una serie de pruebas iniciáticas de las que salió victorioso, al contrario de lo que sucede con Guilgamesh y ciertos héroes griegos, que a pesar de su hybris sin límites fracasaron en sus esfuerzos por alcanzar la “inmortalización”.De acuerdo con lo anterior Ulises, u Odiseo de Homero, cumple las características arriba anunciadas.

La Odisea es una epopeya dramática; consta de unos 10.000 versos divididos en 24 cantos o rapsodias. Narra las peripecias del héroe Odiseo (también llamado Ulises) quien después de combatir en la guerra de Troya al lado de los aqueos, intenta regresar a su hogar en Ítaca salvando los obstáculos puestos en su camino por el dios Poseidón. Durante su ausencia, un grupo de pretendientes de su esposa Penélope está acabando con sus bienes. La epopeya abarca diez años de viajes. Al regreso de Odiseo a Ítaca, su isla natal, pone a prueba la lealtad de sus sirvientes, ejerce venganza contra los pretendientes de Penélope, y logra volver a reunirse con su hijo, su esposa y su padre.

Odisea es un término derivado del vocablo griego Odyssey, que significa “el relato de Odiseo”. Con el paso de los siglos, la palabra se ha convertido en sinónimo del viaje arduo, de empresa riesgosa. Compuesta hacia finales del siglo VIII a.C., y transcrita en la Atenas del siglo VI a. C., es, junto a la Ilíada, la obra fundacional de la literatura occidental.

Seis bloques dramáticos componen la obra:

La Telemaquia, Telemaquiada o Viaje de Telémaco en busca de su padre Odiseo

(Canto I a V).

Las aventuras de Odiseo, narradas en tercera parte, desde su liberación por Calipso, en Ogigia, hasta su recibimiento en el palacio de Alcínoo, rey de los feacios (cantos I a VIII).

Las aventuras de Odiseo narradas en primera persona por el propio Odiseo durante su estancia en Esqueria (Cantos IX a XII).

La llegada de Odiseo a Ítaca, junto al porquero Eumeo (Cantos XIII a XVI).

Odiseo entre los pretendientes, presentado bajo la figura de un mendigo (Cantos XVII a XX).

Matanza de los pretendientes y sus consecuencias (cantos XXI a XXIV).

Hemos dicho que estamos en el marco de la epopeya; esta se entiende como un poema extenso de género épico. En contraste con otros poemas épicos dada su extensión y gravedad del tema; Es un tipo de narración que trasciende las circunstancias del argumento al ofrecer valores con repercusión universal. La versificación de la épica se caracteriza por una métrica delicada que realza la elegancia del idioma y da brillo al tema a través del hexámetro. El héroe de la epopeya plasma las virtudes de su pueblo; es un modelo a imitar por su inteligencia, sentido de justicia, valor, bondad, etc.; alcanza estatura sobrehumana a través de la inclusión de elementos mágico-religiosos y míticos.



El héroe Moderno


Ulises de Joyce

Venimos de un universo, un mundo y un hombre construidos de antemano; ahora estamos en el lugar en el cual el hombre debe ponerse a prueba para saber de su absoluta soledad. La estética de este nuevo mundo ofrece la abolición de los vínculos entre el yo y el mundo, la ausencia de todo encantamiento de orden moral, religioso y mítico, así como la afirmación de la irreductibilidad de los seres humanos al medio al cual pertenecen; tal irreductibilidad es vivida por los protagonistas como sufrimiento sin remisión. La fuerza moral, que otrora contrarrestaba aquello no está presente ahora, de modo que, los personajes de la estética moderna vienen a encontrar en el arte y la vocación artística los lugares desde los cuales liberar a los hombres de las pasiones, pues permiten gozar del verdadero sabor de la vida.

En este sentido, el Ulises (1922), de James Joyce, representa una versión de la abolición de los vínculos con el mundo, expresada en un lenguaje exuberante. Los protagonistas del Ulises son extraños al mundo en el que habitan; aquí los sufrimientos de los personajes no son tanto el resultado de las bajas pasiones como el agotamiento de la pasión, o incluso de una verdadera impotencia moral que influye a la vez sobre sus acciones y sus reflexiones. Atenazados por los pesares, los remordimientos y las vacilaciones, experimentando un deseo demasiado débil para conducirlos a la acción e incapaces de perseguir un objetivo preciso, esos personajes vagan a través de la ciudad de Dublín sin comprender muy bien las razones que les impiden actuar. Al ser la evocación de lo vivido en su inmediatez, la historia narrada en esas cerca de setecientas cincuenta páginas se reduce a un pequeño número de acciones (18) que ocurren en un mismo día.

La trama de Ulises es la siguiente: Los dos protagonistas, Leopoldo Bloom y Stephan Dedalus, están obsesionados por la pérdida de un ser querido, la madre en el caso de Dedalus, un hijo muerto hace varios años en el caso de Bloom. Desde la desaparición de su hijo, Bloom no ha logrado tener relaciones conyugales con su esposa, la bella Molly. Por su parte, Dedalus no puede olvidar que ofendió gravemente a su madre moribunda, cuyo deseo más querido habría sido verle recuperar la fe de su infancia. Bloom, que sospecha que su mujer le es infiel con Boyle, tiene razones para creer que ésta proyecta recibir a su amante en casa ese mismo día. Sin saber qué partido tomar, y sin tener el coraje para sorprender a los amantes en flagrante delito, Bloom recorre la ciudad y se entretiene en los despachos, los parques y las tabernas. Su camino se cruza con el de Dedalus, al que acompaña a casa borracho perdido tras una juega en una taberna dublinesa. Bloom llega demasiado tarde a casa para descubrir y castigar a la adúltera; su mujer yace adormecida en el lecho conyugal. Un largo monólogo de Molly, acostada junto a su marido, sirve de epílogo a la novela. Todo ello transcurre el 16 de junio de 1905, desde las ocho de la mañana a las dos de la madrugada.

La obra es una trasposición de la Odisea, como lo explicó el autor después de publicada. Los personajes en Ulises son comunes y corrientes. La sistemática desconstrucción de los mitos se convierte en la finalidad principal. Bajo el peregrinaje de Leopoldo Bloom por Dublín, hay una nueva odisea que repite, con vestidura nueva, las peripecias de Ulises. El resultado es una parodia de la obra de Homero.

Tres partes componen la estructura de la obra y corresponden a las tres partes de la Odisea. La primera, Telemaquia, describe las aventuras de Telémaco-Stephen. La segunda corresponde a la odisea propiamente dicha, con las etapas de un viaje arquetípico que representa el itinerario de la vida humana. La tercera se denomina Nostos, viene a ser el regreso a casa de Leopoldo Bloom. Esta es la primera factura que le dio Joyce a su obra, luego elimina los epígrafes de los capítulos que aluden a los homéricos. Posteriormente, dada la complejidad de la obra, el autor tiene que ofrecer al público un esquema interpretativo, con referencias mitológicas denominado esquema Linatti.

El empeño de la novela es llevar a cabo una representación exacta y completa del mundo de la vida. La prosa de Joyce combina dos componentes: por un lado, una especie de hipernaturalismo atento a la infinidad de detalles importantes que reclaman la percepción humana y, por otro, la reproducción de las más mínimas imágenes, impresiones y fragmentos de pensamiento que forman el flujo de la conciencia; añadiendo la precisión y la observación. Con ello, Ulises amplia a la vida interior el cuidado meticuloso con el que el naturalismo describe la vida social. Ahora bien, mediante los sortilegios verbales de los cuales hace gala Joyce, sin duda quiere copiar las idas y venidas del pensamiento, pero sobre todo descubrir en el lenguaje una riqueza de imágenes y una libertad de invención comparables a las que son propias de la poesía (véase el episodio de las sirenas). Musical antes que descriptiva, poética antes que referencial, la lengua de Ulises espera provocar, por la magia de sus fuegos artificiales, emociones difusas, desconocidas y vertiginosas.

La referencia recurrente a la Odisea de Homero, hacen inteligible las acciones y pensamientos desordenados de los personajes joyceanos, subrayando la insignificancia de estos últimos. Por eso Bloom representa un Ulises apocado e indeciso, que nunca deja su Itaca, Molly una Penélope infiel y Dedalus un Telémaco abandonado por los dioses. La fuerza invisible del mito orienta los movimientos, a primera vista caóticos, de estos individuos, pero como éstos no poseen dicha clave –que pertenece a una historia cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos-, el sentido secreto de sus propias tribulaciones se les escapa. La grandeza de la epopeya se invierte aquí en burla; los esfuerzos coronados por el éxito del héroe homérico para regresar junto a su familia y a su patria se corresponde aquí con el fracaso humillante de Bloom y de Dedalus en busca de una verdadera patria (ver episodio del Cíclope) y de una verdadera familia.

Finalmente, Joyce, por una parte, innova, pues, aplica minuciosidad naturalista a la representación de la vida interior de los personajes, independiza a la escritura del servicio de la historia narrada y organiza a la obra en torno a un armazón mítico a la vez invisible y exterior a ésta. Por otra parte, Joyce se constituye en un ejemplo paradigmático de la nueva percepción a lo largo del siglo XX. Es claro que Ulises se ubica en un ámbito donde los mecanismos legitimadores y controladores han desaparecido y la integridad de una persona se convierte en excepción que confirma la regla. Leopoldo Bloom, es entonces el personaje que lucha por mantenerse recto y honrado en el mundo donde tales conductas comienzan a no estar presentes. La vida anodina de Bloom tiene visos de heroicidad cuando intenta aferrarse a la esperanza. Pero está condenado a que no se le reconozca su sentido común y racionalidad; su lucha es sinónimo de banalidad. La lucha que lleva a cabo sólo se da en el interior de su mente.

Ejemplos de relaciones de la Odisea con Ulises


Cantos XI, XII de la Odiseay episodios 6, 11 respectivamente de Ulises.

HADES: canto XI en Homero; episodio 6 en Joyce.

Hades en Homero


La trama: Odiseo visita la morada de Hades. Habla con antiguos compañeros y con su madre, recibe advertencia de ellos. Aprende de las sombras del pasado nuevas mañas que lo ayudan a encontrar el camino a Ítaca. La soledad.

Argumento: “l. Odiseo anhelaba continuar su viaje y Circe le dejó ir. Pero primeramente debía hacer una visita al Tártaro y buscar allí al adivino Tiresias, quien le profetizaría la suerte que le esperaba en Ítaca, si llegaba alguna vez a ella, y después. «El soplo del Viento Norte conducirá tu nave —le dijo Circe— hasta que hayas atravesado el océano y llegues al bosque de Perséfone, notable por sus álamos negros y sus añosos sauces. En el punto donde los ríos Flegetonte y Cocito desembocan en el Aqueronte cava una zanja y sacrifica un carnero joven y una oveja negra, que yo misma proporcionaré, a Hades y Perséfone. Deja que la sangre entre en la zanja y mientras esperas a que llegue Tiresias ahuyenta a todas las otras ánimas con tu espada. Deja que Tiresias beba todo lo que quiera y luego escucha atentamente su consejo.»

“m. Odiseo obligó a sus hombres a embarcarse, aunque se mostraban renuentes a dejar la agradable Eea por el país de Hades. Circe les proporcionó un viento favorable que los llevó rápidamente al Océano y a las lejanas fronteras del mundo donde a los Cimerios, rodeados de niebla, ciudadanos de la Oscuridad Perpetua, se les niega la vista del Sol. Cuando avistaron el Bosque de Perséfone desembarcó Odiseo e hizo exactamente lo que le había aconsejado Circe. La primera ánima que apareció en la zanja fue la de Elpenor, uno de sus propios marineros que pocos días antes, borracho, se había dormido en el techo del palacio de Circe y, al despertar aturdido, cayó a tierra y se mató. Odiseo había abandonado Eea tan apresuradamente que no advirtió la ausencia de Elpenor hasta que era ya demasiado tarde, y ahora le prometió un entierro decente. «¡Pensar que has llegado aquí a pie más rápidamente que yo en la nave!», exclamó. Pero negó a Elpenor el menor sorbo de la sangre, aunque él se lo pidió lastimeramente.

“n. Una multitud mixta de espíritus se reunió alrededor de la zanja, hombres y mujeres de todas las épocas y todas las edades, entre los que se hallaban Anticlea, la madre de Odiseo, pero ni siquiera a ella le dejó beber antes de que lo hiciera Tiresias. Por fin apareció Tiresias, quien lamió la sangre agradecidamente y aconsejó a Odiseo que mantuviera a sus hombres bajo un control severo una vez que estuvieran a la vista de Sicilia, su próxima recalada, para que no sintieran la tentación de robar el ganado del titán-sol Hiperión. Debía esperar grandes dificultades en Ítaca, y aunque podría vengarse de los bribones que devoraban allí sus bienes, sus viajes no terminarían todavía. Debía tomar un remo y llevarlo al hombro hasta que llegara a una región interior donde ningún hombre salaba la carne y donde confundirían al remo con un bieldo. Si entonces hacía sacrificios a Posidón podría volver a Ítaca y gozar de una ancianidad dichosa, pero al final la muerte le llegaría del mar.

“o. Después de dar las gracias a Tiresias y de prometerle la sangre de otra oveja negra a su regreso de Ítaca, Odiseo permitió por fin a su madre que saciara su sed. Ella le dio más noticias de su casa, pero guardó un silencio discreto acerca de los pretendientes de su nuera. Cuando se hubo despedido, las almas de numerosas reinas y princesas se agolparon para beber la sangre. A Odiseo le causó gran complacencia encontrarse con personajes tan conocidos como Antíope, Yocasta, Cloris, Pero, Leda, Ifimedia, Fedra, Procris, Ariadna, Mera, Clímene y Enfila.

“p. Luego conversó con un grupo de excompañeros: Agamenón, quien le aconsejó que desembarcara en Ítaca secretamente; Aquiles, a quien alegró informándole de las grandes hazañas de Neoptólemo; y Áyax el Grande, quien todavía no le había perdonado y se alejó torvamente. Odiseo vio también a Minos juzgando, a Orion cazando, a Tántalo y Sísifo sufriendo, y a Heracles —o más bien su espectro, pues Heracles asiste cómodamente a los banquetes de los dioses inmortales—, quien le compadeció por sus largos trabajos.



Hades, Joyce


Desde la experiencia de acompañar a un cortejo fúnebre al cementerio de Glasnevin, los personajes Simón Dedalus, Martín Cunningham y Lepoldo Bloom, hacen memoria de los muertos enterrados en el cementerio; de modo que el tema de este capítulo es la muerte, la influencia de los muertos sobre los vivos, y la soledad de Bloom.

Argumentos: La acción se desarrolla inicialmente con el acompañamiento del cortejo (Simón Dedalus, Martín Cunningham, Henry Mentoni, John O’Connell, el Padre Coffy y Lepoldo Bloom) subiendo al carruaje hasta llevarlo al cementerio, en el camino se cruzan con Boylan (amante de Molly), una vez inhumado el cadáver se dispersan. Como vemos el episodio transcurre por entero en el ambiente de un entierro en Dublín, a la once de la mañana.

Ahora bien, Dublín no es una ciudad sumida en sombras; Bloom no dialoga con espectros del pasado ni recibe consejos de nadie. Aparentemente las correspondencias con la Odisea son exiguas. Ayax es Henry Menton; el Padre Coffy es el perro Cancerbero; John O’Connell es Hades; los cuatro ríos del Hades corresponden con los que cruza el cortejo funerario Dignam. Sin embargo, como observamos arriba, el tema de este episodio es la muerte. Bloom hace un comentario que resume la actitud de los presentes con respecto a los difuntos: “Obedecemos a los que están en la sepultura” (6. 169).

La imagen de la muerte está siempre presente: el rostro de la anciana asomada tras las cortinillas de una ventana trae a la memoria de Bloom la afición de las viejas por amortajar a los muertos (6. 18-19). En síntesis, la muerte impregna la mente de Bloom en su afán por analizar los pormenores de cualquier situación; alude cómo la influencia de los muertos cala en el mundo de los vivos (leer. 6. 1.020 a 1050).

Por otra parte, sobre Bloom, gravita la penosa carga del suicidio de su padre y la muerte prematura de su hijo. Vida y muerte se unen en la mente del protagonista Bloom que no cree en el más allá. Ve la descomposición de la materia orgánica y el germen de la nueva vida.

En cuanto a la soledad de Bloom, por primera vez, en este episodio, está acompañado; sin embargo está solo en su interior y solo en la persona social. Se siente desamparado en la familia y en el afecto, especialmente en esto último cuando intuye la infidelidad de Molly. Bloom está solo frente al vacío que desencadena la muerte; falto de fe en la vida del más allá, se enfrenta al alejamiento recurriendo a digresiones de orden práctico.

En este episodio aparece el hombre de la gabardina. ¿Quién es? Se pueden conjeturar muchas cosas.

Las sirenas: canto XII en Homero; Episodio 11 en Joyce,

Las sirenas en Homero


Trama: Ulises y sus compañeros navegan por las inmediaciones de la isla de las Sirenas, cuya voz hechizadora debían evitar, siguiendo consejos de Circe. Odiseo se hace atar al palo de la nave y unta de cera los oídos de sus compañeros, de manera que sólo él puede escuchar sin peligro el canto seductor.

Argumentos: “q. Odiseo navegó sin inconveniente de vuelta a Eea, donde enterró el cadáver de Elpenor y colocó su remo en el túmulo como recuerdo. Circe le recibió alegremente y le dijo: «¡Qué temeridad ha sido haber visitado el país de Hades! Una muerte basta para la mayoría de los hombres, pero ahora tú tendrás dos.» Le advirtió que a continuación tenía que pasar por la Isla de las Sirenas, cuyas bellas voces encantaban a todos los que navegaban por las cercanías. Esas hijas de Aqueloo, o, según dicen algunos, de Forcis, y la musa Terpsícore, o Estérope, hija de Portaón, tenían rostros de muchacha, pero patas y plumas de aves, y se dan muchas versiones diferentes para explicar esa peculiaridad: como que jugaban con Core cuando la raptó Hades, y que Deméter, ofendida porque no habían acudido en su ayuda, les dio alas y dijo: «¡Idos y buscad a mi hija por todo el mundo!» O que Afrodita las transformó en aves porque, por orgullo, no querían entregar su virginidad a los dioses ni los hombres. Pero ya no pueden volar, porque las Musas les vencieron en un certamen musical y les arrancaron las plumas de las alas para hacerse coronas. Ahora permanecen sentadas, cantando en una pradera entre los montones de huesos de los marineros a los que han arrastrado a la muerte. «Tapa los oídos de tus hombres con cera de abejas —le aconsejó Circe— y si tú deseas escuchar su música, haz que tus marineros te aten de manos y pies al mástil y oblígales a jurar que no te soltarán por muy rudamente que les amenaces.» Circe previno a Odiseo acerca de otros peligros que les esperaban cuando él fue a despedirse; y luego partió, llevado una vez más por un viento favorable.

“r. Cuando el navío se acercaba a la Isla de las Sirenas, Odiseo siguió el consejo de Circe, y las sirenas cantaron tan dulcemente, prometiéndole el conocimiento previo de todos los futuros acontecimientos en la tierra, que gritó a sus compañeros, amenazándoles con la muerte si no lo soltaban, pero, obedeciendo sus órdenes anteriores, lo único que hicieron fue atarlo todavía más fuertemente al mástil. Así la nave siguió navegando sin peligro y las sirenas, sintiéndose vejadas, se suicidaron. Algunos creen que había solamente dos sirenas; otros, que eran tres, a saber: Parténope, Leucosia y Ligia; o Pisínoe, Agláope y Telxiepia; o Aglaofeme, Telxíope y Molpe. Otros nombran a cuatro:



Las sirenas, Joyce


Trama: En el hotel Ormond, el bar, dos camareras. Ambiente de música, pero al mismo tiempo la seducción de las camareras, especialmente a partir del chasquido de la liga sobre los muslos de una de ella. También la soledad Bloom frente a la inminente infidelidad de su esposa.

Argumento: Lo que encontramos aquí es una combinación de música y literatura. De la línea 1-78, en terminología musical, es obertura o introducción, determina el tema; fija los motivos que va a desarrollar en el tema. Como ocurre en la música orquestal, los temas se solapan, aparecen y desaparecen; los instrumentos ofuscan por momentos la melodía dominante, la transforman, distorsionan, de la misma manera sucede con el hilo argumental en “Las sirenas”, detenido por observaciones laterales, por ruidos y fragmentos de canciones, vuelve a surgir de repente para diluirse a continuación entre picheles de cerveza y repeticiones triviales, aunque plenas de sonoridad (ver 11. 952-959).

Luego viene el capítulo propiamente dicho. Miss Douce, de pelo moreno-rojizo y Miss Kennedy, rubia; ambas camareras del bar en el Hotel Ormond, ven pasar la cabalgata del virrey a través de las cortinillas. Se fijan en los acompañantes y consideran que los hombres se divierten más que las mujeres. Un botones, el calvo Pat, les trae te. Por enfrente del bar pasa Bloom. Entra en el bar Lenhan. Lenhan intenta coquetear con mis Kennedy con poco éxito. Afuera Bloom camina y se pregunta dónde podrá comer. Aparece entonces Simón Dedalus, padre de Stephen. Bloom compra papel y sobres para la carta de Martha, ve pasar a Boylan y recuerda que es a las cuatro que ha quedado con su mujer. Simón Dedalus toca en el piano la canción “Adiós, amor, adiós”. Bloom ve frente a la puerta del hotel Ormond el coche de Boylan, y decide eludir el encuentro; pero Richie Gouding, tío de Stephen, lo saluda, ambos deciden entrar a comer al restaurante del hotel. Luego aparecen en el bar del hotel Ben Dollard y el Padre Cawley y establecen conversación con Simón Dedalus. Ben Dollar prueba al piano su voz profunda de bajo. Entra George Ledwell. Todos instan a Simón Dedalus que cante Martha. Desde el restaurante Bloom sigue la canción; la letra le toca las fibras de la nostalgia; se ve solo y desamparado; comienza a escribir la carta para Martha. Ahora le toca el turno a Ben Dollard, que acompañado al piano por el Padre Cowley, interpretan “El zagal rebelde”, Canción de deslealtad y traición. Bloom, ha terminado la comida y entre los acordes y las canciones triste, sale a la calle más solo y triste de lo que entró. Una vez fuera siente retortijones en la barrila. El episodio termina con el sonido de un prolongado y penoso pedo.

La narración, en estos términos, no es lineal pues el trasiego en el bar, en el restaurante y el salón se interponen entre los sentimientos de Bloom evocando el pasado.

Las correspondencias entre Joyce y homero se dan en los siguiente términos: las dos camareras corresponden a las sirenas homéricas, la pronunciación inglesa de “mermaid”, sirena, y “barmaid”, camarera, hace la comparación más evidente. El canto embriagador de las tentadoras de Odiseo se convierte en canto que las camareras ejercen sobre los clientes, en el chasquido de la liga sobre los muslos de Miss Douce; está la correspondencia en las canciones que el grupo de amigos entonan en el salón del hotel. Se da igualmente correspondencia en la soledad de Bloom frente a la inminente infidelidad de Molly.

En el estilo lírico, abundante de aliteraciones, repeticiones, onomatopeyas, metonimias, rima, sinécdoques, donde se expresa la flexibilidad de las palabras y las mil caras de la emoción, encontramos a un Bloom transportado a un mundo de pura emotividad; la música le sirve para calmar las punzadas de celos y dolor; por ejemplo, aturdido por el temor de lo que Boyle haga con su mujer, el ritmo de la música se traduce en movimientos de voluptuosidad (ver 11. 889-905). Igualmente este estilo amplia las emotividades de las camareras por aumentar sus deseos, a los amigos de Dedalus, ninguno joven, para evocar un pasado que, por estar lejos, fue más feliz.



Bibliografía:

García Tortosa, Francisco (2009), "Introducción", en James Joyce, Ulises. Madrid: Cátedra

Graves, Robert (1985), Los mitos griegos I y II. Madrid: Alianza Editorial.

Homero (2001), Odisea. Barcelona: Biblioteca Básica Gredos.

Joyce, James. (2009), Ulises. Madrid: Cátedra. Introducción de Francisco García Tortosa.

Murcia Serrano, Inmaculada (en internet, precisar), “Dimensiones postmodernas de Ulises de James Joyce: Crisis de identidad y estética del caos”.

Pavel, Thomas (2005), Representar la existencia. El pensamiento de la novela. Barcelona: Crítica.





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Erwin Rohde Psyché, citado por Mircea Eliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas, T. I. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1978.

Idem.

Eliade, Mircea (1978), Historia de las creencias y de las ideas religiosas, T. I. Madrid: Ediciones Cristiandad, pp. 300-306.

Homero: Odisea xi; Higinio: loc. cit.; Apolodoro: Epítome 17

Hades. Telépilo, significa “la puerta lejana [del Infierno]”, se halla en el extremo norte de Europa, el país del sol de media noche, donde el pastor que vuelve a casa saluda, al que sale de ella. A esa región fría, “detrás del viento norte”, corresponden las Rocas Errantes y Chocantes, es decir, los témpanos de hielo, y también los Cimerios, cuya oscuridad al medio día complementaba su sol de media noche en junio. Fue quizás en Telépilo donde Heracles luchó con Hades; si es así, la batalla se realizó durante su visita a los Hiperbóreos.

Los Lestrigones (“de raza muy dura”), eran quizás habitantes de los fiordos noruegos, de cuyo comportamiento bárbaro se advertía a los mercaderes de ámbar.

Eea (“lamento”) es una isla de la muerte típica donde la conocida diosa de la Muerte canta mientras teje. La leyenda de los argonautas la sitúa en la entrada del golfo adriático; puede ser muy bien Lussin, cerca de Pola.

Circe significa “Halcón”, y tenía un cementerio en Colquide, en la que había sauces dedicados a Hécate. Los hombres, transformados en animales sugieren la doctrina de la metemsicosis, pero el cerdo está consagrado a la diosa Muerte y los alimenta con cornejo (arbusto de la familia de las cornáceas, con ramas de corteza roja en invierno, hojas opuestas, enteres y aovadas, flores blancas, y por fruto drupas redondas y carnosas y de color negro con pintas encarnadas).

El moly de Hermes o “ruda silvestre”; para la descripción de la Odisea, indica el camino silvestre, difícil de encontrar, de pétalos blancos, bulbos oscuros y un olor muy dulce. Otros atribuyen el nombre “moly” a una especie de ajo con flor amarilla que, según se creía, brotaba (como la cebolla, la escila y el verdadero ajo) cuando menguaba la luna más bien que cuando crecía, de aquí que sirviera de contraencantamiento de la magia lunar de Hécate.

El bosque de álamos negros de Perséfone se hallaba en el Tártaro del lejano occidente y Odiseo no descendió a él, como Heracles, Eneas y Dante, aunque Circe suponía que lo había hecho.

Flegetonte, Cocito y Aqueronte, pertenecen propiamente al infierno subterráneo.

Calipso (“oculta” u “ocultadora”, es una diosa de la Muerte, como lo demuestra su caverna rodeada por alisos –consagrados al dios de la muerte, Crono Bran- en cuyas ramas se posan sus cuervos marinos, ochovas y sus propios búhos y halcones. El perejil era un emblema de luto y el lirio una flor de la muerte. Calipso prometió a Odiseo una juventud eterna, pero él deseaba la vida y no la inmortalidad heroica.

Homero: Odisea xii; Apolodoro: Epítome vii.19; Apolonio de Rodas iv.898; Eliano: Sobre la naturaleza de los animales xvii.23; Ovidio: Metamorfosis v.552-62; Pausanias: ix.34.3; Higinio: Fábulas 125 y 141; Sófocles: Odiseo, fragmento 861, ed. Pearson

Plutarco: Cuestiones convivales ix.14.6; Escoliasta sobre la Odisea de Homero xii.39; Higinio: fábulas loc. cit. y Prefacio; Tzetzes: Sobre Licofrótt 712; Eustacio sobre la Odisea de Homero xii.167.

Las sirenas aparecen talladas en los monumentos funerarios como ángeles de la muerte que cantan himnos fúnebres al son de la lira, pero también se les atribuye propósitos eróticos con los héroes a los que lloraban; y, como se creía que el alma se alejaba volando en forma de ave de presa, esperaban apresarla y protegerla. Aunque eran hijas de Forcis, o Infierno, y por tanto hermanas de las Harpías, no vivían bajo la tierra o en cavernas, sino en una isla sepulcral verde parecida a Eea u Ogigia; y eran particularmente peligrosas cuando no soplaba el viento al medio día, la hora de las insolaciones y las pesadillas de la siesta. Puesto que se las llamaba hijas de Aqueloo, su isla parece haber sido originalmente una de las Equínades en la desembocadura del río Aqueloo. Ogigia, es el nombre de otra isla sepulcral, parece ser la misma palabra que “Océano”, Ogen es la forma intermedia.





El mito de Fausto

(Enoch Soames de Max Beerbohm)



Jairo Restrepo Galeano

La tradicional interpretación del mundo, posterior al ámbito clásico griego y romano, fue realmente atacada cuando llegamos al siglo XVII; antes se afirmaba que la mayor parte de los fenómenos eran intencionales. Esos poderes estaban en Dios, en la naturaleza, en los animales: el cocodrilo muerde con fuerza, el halcón se eleva a gran altura, el león es corpulento, el ibis –empollando, quieto en el agua-, poseían un halo de sabiduría. El mundo estaba lleno de poderes que excedían a los hombres.

Los pensadores del siglo de las luces, celebraban la emancipación de la teología, se quitaban de encima, por falsa y peligrosa, la noción de que los acontecimientos del mundo físico proceden de las decisiones de personajes sobrenaturales. Se tenía claro, entonces, que los hombres controlaban la naturaleza mediante el conocimiento en lugar de hacer propicios poderes superiores; se sabía que no se controlaban los eventos mediante la oración. Se supo, entonces, que cuando los hombres comprenden un determinado estado de situaciones, en general, puede actuar sobre ellas. Al caer la naturaleza física sobre el dominio humano, los hombres se sienten menos dependientes, por lo mismo, más libres.

Eso ya había ocurrido en el siglo VI a. C., en Jonia; aquí se produce la primera impugnación del mundo sobrenatural. Heráclito de Efeso razonó que Homero debiera ser excusado de los juegos, y azotado; que Hesíodo debiera de ser un hombre más razonable. Jenófanes, iconoclasta entre los antiguos, escribió en cinco hexámetros su clásico del origen del antropomorfismo:

Si los bueyes y los caballos y los leones tuvieran manos/ y pudieran con ellos dibujar y hacer cosas como los hombres/los caballos dibujarían figuras de dioses semejantes a los caballos y los bueyes/ como bueyes: y cada uno formaría sus cuerpos semejantes al propio. (citado por Clemente de Alejandría, Strometeis -los stromata-).

Y sigue: “Los etíopes representan a sus dioses chatos y negros; los tracios dicen que tienen los ojos azules y el cabello rojo” (idem).

Esos hombres de la Grecia clásica construían desde entonces una moralidad con sentido común. Los dioses griegos eran, lo reconocían, un grupo deplorable: Zeus, el parricida, dominado por su mujer y marido adúltero; Hera, dominadora y mujer vana; Ganímedes, el joven que porta la copa, y excita a los dioses a la pederastia; Afrodita, casada con Hefeistos, de quienes los dioses se ríen porque cojea. Así, asesinatos, latrocinio, fornicación de ciertas familias selectas. Es decir, una fiesta permanente para el apetito humano.

Jenófanes continúa:

“Homero y Hesíodo han atribuido a los dioses las cosas/ que son objeto de vergüenza y censura entre los hombres” (citado por Sexto Emírico, Adversus Matemáticos –Contra los astrólogos-) IX.

Como podemos ver se ataca a los dioses y también se explica el mundo en términos físicos. La idea básica era que las cosas se habían desarrollado o habían sido desarrolladas mediante el ejercicio de una fuerza sobre una determinada materia, común y primordial. Lo que pudiera ser esa materia variaba según las doctrinas en torno al aire, la tierra, el fuego y el agua como elementos básicos. Tales conjeturó el agua, Anaxímenes el aire y Heráclito el fuego; Anaximandro descartó los cuatro elementos y supuso la existencia de una materia neutra e ilimitada. Es evidente que no estaban hablando de entidades sobrenaturales.

Ahora bien, el mito, en su versión política, sobrevive, ha sobrevivido siempre, pues, con él se mantienen los gobiernos, las gentes son más manejables. Hay mitos científicos que también son políticos, tales mitos interpretan de manera torcida los datos; por ejemplo, el darwinismo, que habla de la aptitud para sobrevivir, devino luego en justificación de los ricos frente a los pobres. Los mitos políticos tienen mucho poder si proceden de un mundo legendario. Convencer a la gente de que rechace las ideas tradicionales (aunque sean falsas) es cuestión complicada. Lo harán si hay alguien con autoridad suficiente que señale los peligros de seguir el viejo camino.

Cuando Anaxágoras (500-427 a C.) dijo que el sol no era Febo (Helios), sino una masa de metal incandescente (un mudrós) abolió públicamente un dios en favor de un objeto científico. Eso lo hizo un hombre peligroso, sus idea eran contestatarias y ello lo acercó al terreno de la herejía; en consecuencia, fue procesado y sometido al exilio. Era un cismático; una persona, así, habla y actúa en contra de los valores fundamentales. La estrategia del aislamiento a la que lo sometieron vino de considerarlo con valores contrarios a los del cuerpo político del momento.

Ahora bien, este derrumbamiento de los dioses devino en necesidad de establecer la existencia de un Dios, único, omnipotente y omnisciente. Dos mil años crearon, entonces, la solidez de un sistema que desembocó en necesidad de rechazar toda idea, toda doctrina contraria a la doctrina de ese unitarismo religioso.

He hecho el anterior recorrido para comprender que estamos, con la modernidad, en un terreno semejante, mas no igual. La modernidad entendió el mito en sentido peyorativo: “ilusión”, “historia ficticia”, “mentira”, elemento sobrenatural que no cabe dentro de lo real. Fue un momento en donde había necesidad de racionalizarlo todo, por tanto, lo que no cayera dentro de esa esfera, carecía de validez. Entonces el Dios no fue el de la Iglesia cristiana, sino el dios de la ciencia; absolutista y exclusivista. Sin embargo, hoy sabemos, que el mito se caracteriza por formar parte de la vida real, especialmente de los hombres arcaicos que lo viven, no desde fuera, en forma abstracta, sino que lo asumen penetrándose de su atmósfera sobrehumana que hace girar la existencia conforme a los preceptos que crean y que giran en torno al mito.

En este sentido, conocer el mito, significa conocer la creación, el origen de las cosas; entender ese origen permite el control sobre eso conocido y significado, así mismo encarna el acceso a vivir dominando la potencia sagrada, manteniéndola, respetándola como modelo. Ello significa que el hombre vive el mito, vive con el mito y de acuerdo con él. Tal realidad sobrenatural y su reactualización, a través del rito, forman parte de su realidad, sobrepasando, incluso su entorno para convertirse en modelo a seguir. De igual manera como los Seres Sobrenaturales actuaron, así el hombre deberá ser y vivir; de esta manera pasará de una realidad cotidiana a aquella en la que el tiempo no cambia convirtiéndose en presente, presente eterno, tiempo sagrado, como parte de lo que está en el origen, en la causa que ha dado cabida al hombre al mundo, al cosmos.

En lo que viene a continuación, vamos a adentrarnos en otro aspecto del mito, su necesidad de apropiarse de las fuerzas últimas de la naturaleza, pero, en este caso, a través de las potencialidades de la racionalidad y; al mismo tiempo, descubrir que esas potencialidades no bastan por sí solas para habilitar al hombre en concordancia con las reglas divinas, con las reglas morales, con los imperativos de los impulsos espirituales, por lo que se ve abocado a llamar las fuerzas oscuras de esa misma naturaleza, esa parte que viene a ser el desorden; pero, en este caso, desorden creador, y que se expresa en Fausto y su pacto con Mefistófeles.



El mito de Fausto

Fausto fue un mago que hizo un pacto con el diablo para obtener sabiduría y amor. El inspirador parece haber sido Johann Faust o Johannes Fausto, de quien se cree nació en Württemberg, entre 1480 y 1540, en Alemania; se le denominó “príncipe de los nigromantes”. Se le atribuyeron poderes diabólicos tras haber realizado numerosos pactos con Satanás. De él se dijo que andaba con perros que eran demonios. Se hizo llamar Georgius Sabellicus Faustus Junior. Además se sabe que fue un universitario y se ganó la vida con la enseñanza, los conjuros y la buenaventura. A medida que viajaba de ciudad en ciudad, su fama aumentaba y se extendía. Tal personaje, al parecer, fue contemporáneo y amigo de los alquimistas Cornelio Agrippa y de Teofrasto Paracelso.

Johannes Fausto, desde muy joven, fue proclive a la magia, importante durante la Edad Media. Se sentía atraído por Simón el mago, “padre de los gnósticos”. La alquimia y el ocultismo los consideraron un espíritu independiente, fortalecido por su adhesión al esoterismo y al hermetismo de Hermes Trimegisto.

Las Demonologías de Juan Wier y Juan Bodin, ponen de relieve el aspecto diabólico de Fausto, especialmente en lo que se relaciona con el pacto (se dice que Satanás acudió al llamado de Fausto en forma de Mefistófeles), definido por Bergier en su libro Diccionario Teológico, como el convenio expreso o tácito establecido con el demonio, que se realiza con el propósito de obtener, mediante su eficacia, cosas y hechos superiores al poder de las fuerza naturales. El pacto fáustico tiene parecido a los realizados durante la edad pagana. Tal compromiso viene del luciferismo de determinadas sectas: de Heliodoro el Mago o de Simón el Mago. Ahora bien, Fausto debía conocer el Gran Grimorium y el Grimorium verum, libros manipulados ya en el siglo XV, donde se expresan los modos de establecer tratados con el Diablo. En la primera parte del Gran Grimorium, se detalla el rito de evocación de Lucifugo Rofocal, lugarteniente de Satanás; aquí encontramos la descripción de las diversas fases de preparación y de la ceremonia; inclusive, se detalla la formulación del Círculo Protector, así como cada paso del procedimiento para configurarlo. En cuanto al Grimorium Verum hay en éste riqueza de detalles referente a fórmulas, evocaciones infernales, signos diabólicos y figuras cabalísticas para lograr tratos con el demonio. En realidad los pactos de Fausto con entidades infernales tienen que ver con los compromisos que adquieren Hércules, Odiseo, Teseo, Orfeo para bajar a las regiones del Hades, (Fausto, visita, incluso, al infierno, guiado por Mefistófeles). Tal pacto, para los alquimistas, rememora el descenso del Sol durante el equinoccio de otoño; es decir, se experimenta una muerte temporal, pues se desciende a las regiones del submundo. De igual manera allí están simbolizados los viajes esotéricos de Baco, Asklepios bajando al averno para ascender al tercer día, como posteriormente lo hizo Jesucristo.

Ahora bien, según tales pactos, las pautas a seguir en la Edad Media eran las siguientes:

Renegar de Dios y de todo el ejército celestial.

Ser enemigo de todos los hombres.

No prestar oído a las discusiones de los clérigos y de las personas de la Iglesia, y hacerles todo el mal posible.

No frecuentar las iglesias ni visitarlas, y no acercarse al sacramento.

Odiar el matrimonio y no comprometerse con sus ataduras, bajo ningún pretexto.

Por otra parte, el pacto se sella con sangre. Ello significa que el compromiso es un acto solemne, revestido de garantías. El elemento mágico esencial es la sangre con la que se firma el acuerdo. La sangre expresa la quintaesencia de la personalidad del hombre. San Agustín dice que el firmante es un apóstata que pierde su salvación para ganar poder sobrehumano; adquiere poderío junto con el esplendor de la belleza y de la juventud para conquistar a la mujer. Se busca el supremo goce, el edén. Rudol Steiner, en El significado oculto de la sangre explica que “el mal es un enemigo de la sangre, y como es ésta la que sostiene y preserva la vida, el mal, que es enemigo de la raza humana, debe ser, por consiguiente, enemigo de la sangre”.

Fausto, el mito, como dijimos arriba, se entrega por completo a la nigromancia y a los conjuros, pensando en explorar todos los secretos del cielo y la tierra. Ni sus propios esfuerzos, ni el conocimiento y la sabiduría “que me fueron dados desde lo alto” han sido capaces de “acercarme a mis deseos”; así que se entrega en cuerpo y alma al Príncipe del Oriente, como lo expresa Johan Spiesz, Faustbuch (1587) (citado por Ian Watt). Al cabo de unos cuantos encuentros entre Fausto y Mefistófeles, con abundantes regateos, Fausto redacta el pacto y lo firma con su propia sangre. El espíritu infernal (Mefistófeles) se muestra de acuerdo en “servir a Fausto y ser obediente en todo lo que le pida hasta el día de su muerte”; se compromete a conseguirle “todo cuanto desee” y a responder a todas sus preguntas con toda la verdad. A cambio, Fausto, se compromete a que “veinticuatro años después de la fecha”, si sus deseos han sido plenamente satisfechos, el Demonio “podrá hacer conmigo lo que desee, a su manera, y de acuerdo con sus deseos, sea en cuerpo, alma, carne, sangre, bienes”.

Las misteriosas circunstancias de la muerte de Fausto (tras jactarse de haber vendido su alma al diablo) confirmaron su notoriedad. En sus pactos con las fuerzas oscuras, Satanás (Mefistófeles), acudía con aspecto de monje franciscano o vestido a la moda del tiempo (por exigencias del mismo Fausto). Tal personaje puede prescindir de todo lo regular humano para hacer regresar espíritus, e incluso hacer que los muertos obedezcan. En el pacto fáustico el personaje experimenta una muerte temporal, desciende a las regiones infernales donde firma acuerdos con su sangre, elemento mágico.

Martín Lutero atribuyó a Fausto poderes diabólicos; para muchos no fue más que un charlatán y un embaucador. Otros sostienen que gozó del mecenazgo del arzobispo de Colonia a partir de 1532, y que murió siendo un hombre respetado. En todo caso, durante el siglo XVI se convirtió en protagonista de cuentos populares y aventuras maravillosas publicadas en Frankfurt por el librero Johann Spiesz bajo el título de Historia de Fausten (más conocido como el Fausto de Spiesz, 1587). De este modo, el pacto de Fausto con el diablo entró para siempre en la mitología popular. En la versión de Spiesz, Fausto compra juventud, sabiduría y poderes mágicos a cambio de su alma inmortal, y el demonio se compromete a servirle durante veinticuatro años.

El Fausto de Spiesz o Volksbuch (libro popular) tiene acogida, aunque no se destaca por su calidad literaria. De todas maneras es la primera manifestación intelectual del mito fáustico. En ella se narra cómo Johann Fausten, teólogo y practicante de magia negra, invoca al Diablo para tratar de someterlo a sus órdenes. Por medio del pacto, Mefistófeles, demonio súbdito del Diablo, accede a obedecer y dar información de todo aquello que intrigue a Fausto durante veinticuatro años, al final de los cuales el alma de Fausto será propiedad del Diablo. Durante esos años, Fausto oscila entre los excesos mundanos y el arrepentimiento; sin embargo, el Diablo nunca le permite llegar al arrepentimiento completo, amenazándolo y atemorizándolo, por lo que pasados los veinticuatro años Fausto muere de una manera violenta y es llevado al Infierno. Uno de los rasgos de esta obra es el tono moralizador. Se publicó con un “Prólogo al lector cristiano” con abundantes citas bíblicas y amonestaciones a las andanzas de Fausto; todo ello evidencia la necesidad de justificar la publicación de una obra que trata temas de la moral de la época.

Una de las primeras versiones literarias del mito la ofrece Chritopher Marlowe (1564-1593), con su tragedia La trágica historia del doctor Fausto, hacia 1588, cuatro años después de la versión de Spiesz; sigue fielmente el mito de Spiesz. En ella, Fausto pasa de orgulloso buscador del poder divino a penitente desesperado; su arrepentimiento llega demasiado tarde para librarse del infierno. La historia de Marlowe comparte con la versión anterior, varios aspectos morales medievales: su propuesta general de obra edificante y las alegorías sobre la muerte, el juicio final y el infierno; la presencia de los siete pecados capitales. No obstante lo anterior, la obra de Marlowe posee un marcado sabor renacentista, en el sentido del uso de elementos del teatro clásico, como el coro, además de la profundidad sicológica al retratar a su protagonista; de modo que tenemos un personaje humanista y renacentista.

El dramaturgo y crítico alemán, Gotthold Lessing, exploró por primera vez la posibilidad de redimir a Fausto, en lugar de condenarlo. En el semanario Briefe, die neueste Literatur betreffend (“Cartas sobre la literatura más reciente”), editado por su amigo C.F. Nicolai, publica una escena de su fragmentaria obra dramática para ilustrar cómo Fausto podría salvarse si Dios reconociera su sincero afán de arrepentimiento. Esta idea sirvió de base al Fausto de Goethe (parte I, 1808; parte II, 1832), una obra de enorme repercusión que nos describe a Fausto como un filósofo racionalista dispuesto a arriesgarlo todo, incluso su alma, por ampliar el conocimiento humano, y que obtiene el perdón de Dios por la nobleza de sus intenciones.

La tragedia de Fausto de Goethees el resultado de una época en la cual los humanos han llegado a confiar en el poder omnímodo de la ciencia. Se creía que por medio de la ciencia se habría de conocer todas las leyes de la naturaleza, se podría dominar las fuerzas de la naturaleza, descubrir y servirse de todas las reglas que rigen el mundo y la creación.

Además de las obras mencionadas anteriormente, el mito de Fausto ha sido objeto de numerosas versiones literarias, musicales y cinematográficas. Mencionemos algunas: Charles Baudelaire, “Chatiment De L’Orguiel”; Ivan Turgéniev, Fausto (1855); Luis Velez de Guevara, El diablo cojuelo; Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray (1891); Mikhail Bulgakov, El Maestro y Margarita (1929-40); Gaston Leroux, El fantasma de la ópera (1909-10). Igualmente: Lord Bayron, Manfred; Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray; Thomas Mann, Doktor Fausto; Max Beerbohm, “Enoch Soames” y Carlos Fuentes, El instinto de Inés (2005).

En música tenemos: Hector Berlioz, La Damnatin de Faust (1846); Ludwing van Beethoven, Opus 75 No 3 (1809); Richard Wagner, Overtura de Fausto (1840); Gustav Mahler, la segunda parte de la Sinfonía No. 8 (1906-07), entre otros.



En cine son múltiples las versiones, especialmente las adaptaciones que se han hecho de los autores literarios atrás mencionados.



Bibliografía

Anónimo (1988), Los grimorios de evocación diabólica. Madrid: Edaf.

Anónimo (1949), Diccionario de ciencias ocultas. Buenos Aires: Editorial Kaymi.

Lévi, Eliphas (1922), Historia de la magia. Madrid: Biblioteca del Más Allá.

Mariel, Pierre (1976), Paracelso o el tormento del saber. Madrid: Edaf.

Pieters, Simon (2006), Diabolus. Las mil caras del Diablo a lo largo de la historia. Barcelona: Zenith.

Ribadeau Dumas, Francoice (1973), Historia de la magia. Barcelona: Plaza & Janés Editores.

Steiner, Rudlf (1994), El significado oculto de la sangre. Buenos Aires: Editorial Kier.

Tabori, Paul, Historia de la estupidez humana. www.elaleph.com

Urbano, Rafael (1922), El diablo. Su vida y su poder. Madrid: Biblioteca del Más Allá.

Watt, Ian (1999), Mitos del individualismo moderno. Cambrige University Press.

















Enoch Soames

Por Max Beerbohm



Versión: Rodolfo Walsh



Cuando el señor Holbrook Jackson dio al mundo un libro sobre la literatura del 90, busqué ansiosamente en el índice el nombre de SOAMES, ENOCH. Temía que no estuviese. Y no estaba. Sin embargo, figuraban todos los demás. Muchos escritores a quienes yo olvidara por completo o sólo recordaba vagamente, resucitaron ante mí, con sus obras, en las páginas del señor Holbrook Jackson. El libro era tan minucioso como brillante.

De ahí que la omisión descubierta por mí fuese la evidencia más cabal de que el pobre Soames no había dejado huella alguna en la literatura de su década.

Creo que soy la única persona que lo notó... ¡tan lamentable había sido el fracaso de Soames! Y es inútil alegar que, si hubiera conquistado algún mediano éxito, quizá se habría esfumado de mi memoria, como los demás, para retornar tan sólo al llamado del historiador. Es cierto que si las dotes que poseía le hubieran sido reconocidas en vida, jamás habría celebrado el pacto que yo le vi celebrar... ese extraño pacto cuyos resultados le otorgaron para siempre un lugar en el primer plano de mis recuerdos. No obstante, es de esos mismos resultados de donde se desprende en toda su claridad cuánto hubo en él de lamentable.

No es la compasión, sin embargo, lo que me impulsa a escribir sobre él. Si por él fuera, pobre diablo, me sentiría inclinado a no mojar la pluma en el tintero. No está bien burlarse de los muertos. Pero, ¿cómo escribir acerca de Enoch Soames sin ridiculizarlo? O más bien, ¿cómo disimular la atroz realidad de que era ridículo? Imposible. Pero tarde o temprano deberé escribir sobre él. Ya se verá, a su debido tiempo, que no me queda otra alternativa. Por consiguiente, será mejor que lo haga ahora.

Durante los cursos del verano de 1893 un prodigio del cielo cayó sobre Oxford. Caló hondo, se incrustó profundamente en el suelo. Profesores y alumnos formaron pálidos corros que no hablaban de otra cosa. ¿De dónde venía aquel meteoro? De París. ¿Cómo se llamaba? Will Rothenstein. ¿Qué se proponía? Pintar una serie de veinticuatro retratos en litografía, que publicaría The Bodley Head de Londres. El asunto era urgente. Ya el Decano de A y el Director de B y el Real Catedrático de C habían “posado” humildemente. Ancianos solemnes y malhumorados que jamás consintieran en dejarse retratar por nadie, no podían resistirse a aquel extranjero menudo y dinámico. Él no suplicaba: invitaba; no invitaba: ordenaba. Tenía veintiún años. Usaba lentes que centelleaban increíblemente. Era un hombre de ingenio. Desbordante de ideas. Conocía a Whistler. Conocía a Edmond de Goncourt. Conocía a todo el mundo en París. Los conocía a todos de memoria. Era París en Oxford. Se murmuraba que apenas despachara su selección de profesores, incluiría a unos pocos alumnos de los últimos cursos. Y me sentí pleno de orgullo el día en que yo fui incluido. La simpatía que me inspiraba Rothenstein no era menor que el miedo que me infundía; sin embargo, nació entre nosotros una amistad que a medida que transcurrieron los años se hizo cada vez más cálida y más valiosa para mí.

Al término del curso, Rothenstein se estableció o más bien irrumpió meteóricamente en Londres. Gracias a él conocí por primera vez ese pequeño mundo de perdurable encanto que es Chelsea, y trabé relación con Walter Sickert y otros venerables próceres que residían allí. Fue Rothenstein quien me llevó a ver, en la calle Cambridge, de Pimlico, a un joven cuyos dibujos eran ya famosos entre la minoría: Aubrey Beardsley. En compañía de Rothenstein hice mi primera visita a The Bodley Head. Por él me introduje en otro reino de la inteligencia y la audacia, el salón de dominó del Café Royal. Ahí, aquella tarde de octubre, en una exuberante perspectiva de dorados y de terciopelos carmesíes intercalados entre simétricos espejos y erguidas cariátides, entre el humo del tabaco que se elevaba incesante hacia el pintado cielo raso pagano y el murmullo de conversaciones presumiblemente cínicas, que de tanto en tanto interrumpía el áspero tableteo de las fichas de dominó sobre las mesas de mármol, aspiré hondo y dije para mis adentros:

—Esto, sin duda, es la vida.

Era antes de la cena. Bebimos vermut. Los que conocían personalmente a Rothenstein lo señalaban a quienes sólo lo conocían de nombre. Sin interrupción entraban por las puertas giratorias hombres que ambulaban lentamente en busca de mesas vacías u ocupadas por amigos. Uno de estos errabundos me interesó, porque yo estaba seguro de que pretendía llamar la atención de Rothenstein. Había pasado dos veces ante nuestra mesa, con expresión vacilante; pero Rothenstein, sumido en lo más denso de una disquisición sobre Puvis de Chavannes, no lo vio. Era un individuo encorvado, de paso inseguro, más bien alto, muy pálido, con largos cabellos parduscos. Tenía una barba rala, o más bien una barbilla que se batía en retirada al abrigo de unos cuantos pelos arracimados y tímidamente rizados. Era un sujeto de extraña catadura; pero en el noventa, las apariciones raras eran más frecuentes, creo, que en la actualidad. Los jóvenes escritores de aquella época —y yo estaba seguro de que éste lo era— trataban de singularizarse por su aspecto. Mas los esfuerzos de este hombre habían sido infructuosos. Usaba un sombrero negro, blando, de corte clerical, pero de intención bohemia, y una capa impermeable de color gris que, acaso porque era impermeable, no llegaba a ser romántica. Arribé a la conclusión de que “borroso” era le mot juste para él. Yo había hecho mis primeras armas en la literatura y buscaba siempre fervorosamente le mot juste, ese Santo Grial de la época.

El hombre borroso se acercaba nuevamente a nuestra mesa, y esta vez resolvió detenerse.

—Usted no me recuerda —dijo con voz inexpresiva. Rothenstein lo miró vivamente.

—Sí, lo recuerdo —repuso al cabo de un momento, con menos efusión que orgullo: orgullo de su memoria—. Edwin Soames.

—Enoch Soames —dijo Enoch.

—Enoch Soames —repitió Rothenstein, dando a entender por el tono de su voz que ya era bastante haber acertado con el apellido—. Nos encontramos dos o tres veces en París, cuando vivía usted allí. En el Café Groche.

—Y una vez yo fui a su estudio.

—Oh, sí; lamenté haber estado ausente.

—¿Ausente? No. Me mostró algunos de sus cuadros, ¿recuerda? ... Tengo entendido que ahora reside en Chelsea.

—Sí.

Me extrañó que después de este monosílabo el señor Soames no siguiera de largo. Se quedó, pacientemente, como un animal obtuso, como un asno que mira por encima de una cerca. Triste figura la suya. Se me ocurrió que hambriento era quizá le mot juste para él. Pero, ¿hambriento de qué? No parecía apetecer gran cosa. Le tuve lástima. Y Rothenstein, aunque no lo invitara a Chelsea, le pidió que se sentara y bebiera algo. Una vez sentado, pareció más seguro de sí mismo. Echó atrás las alas de la capa con un gesto que —si la capa no hubiera sido impermeable— podía interpretarse como un desafío lanzado al mundo en general. Y pidió un ajenjo.

—Je me bens toujours fidéle —le dijo a Rothenstein— à la sorcière glauque.

—Le hará mal —respondió secamente Rothenstein.

—Nada me hace mal —dijo Soames—. Dans ce monde il n’y a ni de bien ni de mal.

—¿Nada es bueno y nada es malo? ¿Qué quiere decir?

—Lo expliqué todo en el prefacio de Negaciones.

—¿Negaciones?

—Sí. Le di un ejemplar.

—Oh, sí, por supuesto. ¿Pero explicó usted, por ejemplo, que no hay diferencia entre buena y mala gramática?

—No —dijo Soames—. Naturalmente, en el arte existen el bien y el mal. Pero en la Vida... no. Liaba un cigarrillo. Tenía manos débiles y blancas, no del todo limpias, con las puntas de los dedos manchadas por la nicotina.

—En la Vida existe la ilusión del bien y del mal, pero...

Su voz decreció a un murmullo en que las palabras vieux jeu y rococo fueron apenas perceptibles. Si no me equivoco, pensaba que no se estaba haciendo justicia a sí mismo, y temía que Rothenstein señalara las falacias de su argumentación. Lo cierto es que al fin carraspeó y dijo:

—Parlons d’autre chose.

¿Creen ustedes que era un tonto? A mí no me pareció. Yo era joven y me faltaba la claridad de juicio que ya poseía Rothenstein. Soames era cinco o seis años mayor que cualquiera de nosotros. Además, había escrito un libro.

Haber escrito un libro era algo portentoso.

Si Rothenstein no hubiera estado presente, yo habría reverenciado a Soames. Aun así, me infundía respeto. Y estuve a punto de reverenciarlo, en verdad, cuando dijo que pronto publicaría otro libro. Le pregunté si podía saberse qué clase de obra era.

—Mis poemas —respondió.

Rothenstein le preguntó si ése sería el título del libro. El poeta meditó la sugerencia, pero al fin dijo que pensaba no ponerle título alguno.

—Si un libro vale por sí mismo... —murmuró, moviendo el cigarrillo en semicírculo. Rothenstein objetó que la falta de título podría perjudicar la venta.

—Si yo entro en una librería —explicó— y digo sencillamente: “¿Tienen ustedes?”, o bien: “¿Tienen un ejemplar de?” ¿cómo sabrán lo que quiero?

—Oh, desde luego, haré poner mi nombre en la tapa —replicó Soames seriamente—. Y me gusta ría —añadió mirando con fijeza a Rothenstein—, me gustaría hacer dibujar mi retrato para la portada.

Rothenstein admitió que era una excelente idea, y agregó que pensaba viajar al campo, donde pasaría una temporada. Después miró su reloj, comprobó, con una exclamación, lo avanzado de la hora, pagó la adición y se marchó conmigo para cenar. Soames permaneció en su puesto, fiel a la hechicera glauca.

—¿Por qué se negó tan resueltamente a dibujar su retrato?

—¿Retratarlo? ¿A él? ¿Cómo puedo retratar a un hombre que no existe?

—Es borroso —admití, pero mi mot juste cayó en el vacío. Rothenstein repitió que Soames era inexistente.

Sin embargo, Soames era autor de un libro. Le pregunté a Rothenstein si había leído Negaciones. Admitió haberlo hojeado.

—Pero —añadió secamente—, yo no pretendo entender nada de literatura.

Reserva muy característica de la época. Los pintores de entonces se negaban a admitir que alguien, fuera de su propia cofradía, tuviese el derecho de opinar sobre la pintura. Esta ley (grabada en las tablillas que trajo Whistler de la cumbre del Fujiyama) imponía ciertas limitaciones. Si otras artes distintas de la pintura no eran completamente incomprensibles para quienes no las practicaban, la ley se venía abajo; la doctrina Monroe, por decirlo así, perdía su validez.

De ahí que ningún pintor arriesgara una opinión sobre un libro sin advertir, por lo menos, que su opinión carecía de valor. Nadie es mejor juez literario que Rothenstein; pero en aquella época habría sido imprudente recordárselo; y yo comprendí que no podía esperar su ayuda para formarme un juicio sobre Negaciones.

En aquellos días, no comprar un libro a cuyo autor acababa de conocer personalmente, habría sido para mí un imposible renunciamiento. Cuando regresé a Oxford para los cursos de Navidad, me había procurado un ejemplar de Negaciones. Solía dejarlo despreocupadamente sobre la mesa de mi cuarto, y cada vez que alguno de mis amigos lo levantaba para preguntarme de qué trataba, le respondía:

—Oh, es un libro bastante notable. Lo ha escrito un hombre a quien conozco. Pero nunca alcancé a explicar exactamente “de qué trataba”. Aquel delgado volumen verde no tenía, para mí, ni pies ni cabeza. En el prefacio no hallé clave alguna para interpretar el exiguo laberinto del texto, y en ese laberinto, nada que explicara el prefacio.

“Inclínate hacia la vida. Inclínate, muy cerca... más cerca.

“La vida es tela, y en ella ni trama ni urdimbre se encuentran, sino solamente la tela. “Es por esto que soy Católico en la iglesia y en el pensamiento, pero dejo que el veloz Capricho teja lo que la lanzadera del Capricho quiere.” Éstas eran las frases iniciales del prefacio, pero las que seguían eran aún más difíciles de entender. A continuación venía “Stark”, un cuento sobre una midinette que, según alcancé a entender, había asesinado o estaba por asesinar a un maniquí. Parecía un cuento de Catulle Mendès en que el traductor hubiera salteado o eliminado una frase de cada dos. Luego, un diálogo entre Pan y Santa Úrsula, que en mi opinión carecía de “chispa”. Después, algunos aforismos (titulados aforismata).

En conjunto, a decir verdad, había una gran variedad de formas. Y esas formas habían sido trabajadas con mucho cuidado. Era más bien el contenido lo que se me escapaba. ¿Había, en realidad, me pregunté, algún contenido? Ahora sí pensé: ¡Supón que Enoch Soames sea un necio! Pero enseguida nació una hipótesis contraria: ¡tal vez lo fuese yo! Opté por darle a Soames el beneficio de la duda. Yo había leído L’Après-midi d’un faune sin extraerle una pizca de significado. Y sin embargo Mallarmé —por supuesto— era un Maestro. ¿Cómo sabía yo que Soames no era otro? Su prosa tenía cierta musicalidad, que sin duda no alcanzaba a deslumbrar, pero que tal vez, pensé, tuviera la facultad de persistir en la memoria y, acaso, un significado tan profundo como la del mismo Mallarmé. Por lo tanto, me resolví a esperar sus poemas con ánimo libre de prejuicios. Y después de encontrármelo por segunda vez, los aguardé con verdadera impaciencia. Esto sucedió una tarde de enero. Al entrar en el salón de dominó, pasé junto a una mesa ante la cual estaba sentado un hombre pálido, con un libro abierto. Alzó la vista, y yo lo miré por encima del hombro, con la vaga sensación de que debía haberlo reconocido. Me volví para saludarlo. Después de cambiar unas palabras, dije echando un vistazo al libro abierto:

—Veo que lo he interrumpido.

Y estaba por seguir mi camino, pero Soames respondió con su voz inexpresiva:

—Prefiero ser interrumpido.

Me indicó con un gesto que me sentara, y yo obedecí.

Le pregunté si a menudo leía en ese lugar. –

Sí. Esta clase de cosas las leo aquí —respondió, señalando el título del libro: Poemas de Shelley.

—¿Es algo que usted realmente...? —Iba a decir ¿”admira”? Pero cautelosamente dejé la frase inconclusa y enseguida me alegré, porque él dijo con inusitado énfasis:

—Es algo de segunda categoría.

Yo había leído poco de Shelley, pero murmuré:

—Desde luego; es muy desigual.

—Yo diría que lo malo es justamente su igualdad. Una igualdad mortal, Por eso lo leo aquí. El ruido de este lugar quiebra el ritmo. Aquí es tolerable. Soames alzó el libro y lo Hojeó. Se echó a reír. La risa de Soames era un sonido breve, aislado y desprovisto de alegría que brotaba de la garganta sin que su rostro se moviera o sus ojos se iluminarán.

—¡Qué época! —exclamó, dejando el libro sobre la mesa—. ¡Y qué país! —añadió.

Le pregunté, con cierta nerviosidad, si en su opinión Keats no había superado, más o menos, las limitaciones del tiempo y el espacio. Admitió que “había algunos pasajes en Keats”, pero no los mencionó. De “los viejos”, como los llamaba, el único que le gustaba era Milton. “Milton —dijo— no era sentimental.” Y además: “Milton tenía una oscura visión interior”. Y por fin:

—Siempre puedo leer a Milton en la sala de lectura.

—¿La sala de lectura?

—Del Museo Británico. Voy todos los días. —¿De veras? Yo sólo estuve una vez. Me pareció un lugar más bien deprimente. Se me ocurrió que... que le resta vitalidad a uno.

—Así es. Por eso voy yo. Cuanto menor es la propia vitalidad, tanto más sensitivo se vuelve uno al arte verdaderamente grande. Yo vivo cerca del Museo. Alquilo un departamento en la calle Dyott.

—¿Y va a la sala de lectura para leer a Milton?

—Casi siempre a Milton. —Me miró—. Fue Milton —certificó— quien me convirtió al Diabolismo.

—¿Al Diabolismo? ¿Sí? ¿Realmente? —dije con esa vaga incomodidad y ese intenso deseo de ser cortés que experimenta uno cuando un hombre le habla de su propia religión—. ¿Usted... adora al Demonio?

Soames meneó la cabeza.

—No se trata de adoración —calificó, sorbiendo su ajenjo—, sino más bien de confianza mutua.

—Ah, sí... Pero yo creí entender por el prefacio de Negaciones que usted era... católico.

—Je t’étais á cette époque. Quizá lo sea aún. Sí, soy un Diabolista Católico.

Hizo esta profesión de fe con tono casi precipitado. Advertí que lo que prevalecía en su espíritu era el hecho de que yo había leído Negaciones. Sus ojos opacos habían brillado por primera vez. Tuve la impresión de que iba a ser examinado, viva voce, sobre el tema en que me sentía más flojo. Le pregunté apresuradamente cuándo se publicarían sus poemas.

—La semana próxima —me dijo.

—¿Y sin título?

—No, por fin encontré uno. Pero no se lo diré —añadió, como si yo hubiera tenido la impertinencia de preguntárselo—. Aún no sé si me satisface del todo. Pero es el mejor que he podido encontrar. En cierto modo, sugiere la naturaleza de los poemas... Extrañas vegetaciones, naturales y salvajes, y sin embargo exquisitas y multicolores y llenas de ponzoña.

Le pregunté qué pensaba de Baudelaire. Lanzó aquel bufido que era su risa, y dijo que “Baudelaire era un bourgeois malgré lui”. Francia sólo tenía un poeta: Villon, “y dos tercios de Villon eran simple periodismo”. Verlaine era un “épicier m algré lui”. Con cierta sorpresa comprobé que, en conjunto, apreciaba menos la literatura francesa que la inglesa. Había “algunos pasajes” en Villiers de l’Isle Adam.

—Pero yo —resumió— no le debo nada a Francia.

Ya verá —predijo con un movimiento afirmativo de la cabeza.

Pero, llegado el momento, no vi tal cosa. Pensé que el autor de Fungoides debía bastante —inconscientemente, desde luego— a los jóvenes decadentes de París, o a los jóvenes ingleses que a su vez debían algo a aquéllos. Aún pienso lo mismo. El librito —que compré en Oxford— está ante mí en este momento, mientras escribo. Su cubierta de bocací gris pálido y sus letras de plata no han sobrellevado muy bien el paso del tiempo. Su contenido tampoco.

Lo he examinado nuevamente, con melancólico interés. No es gran cosa. Cuando se publicó, abrigué la vaga sospecha de que lo fuera. Supongo que es mi fe en ella la que se ha debilitado, y no la obra del pobre Soames...



TO A YOUNG WOMAN

Thou art, who hast not been!

Pale tunes irresolute

And traceries of old sounds

Blown from a rotted flute

Mingle with noise of cymbals rouged with rust

Nor not strange forms and epicene

Lie bleeding in the dust,

Being wounded with wounds.

For this it is

That in thy counterpart

Of age-long mockeries

Thou hast not been nor art! (1)



Me pareció que había cierta contradicción entre la primera y la última línea. Intenté, con el ceño fruncido, resolver esta discordancia. Pero no consideré mi fracaso como totalmente incompatible con un significado en la mente de Soames. ¿No indicaría, más bien, la profundidad del significado? En cuanto a la técnica, “enrojecidos por la herrumbre” me parecía un hallazgo, y las palabras “nor not” en lugar de “and” eran extrañamente felices. Me pregunté quién era la joven, y qué había sacado en limpio de todo eso. Me asalta la triste sospecha de que Soames no habría sido capaz de encontrarle más sentido que ella. Sin embargo, aún ahora, si no trata uno de comprender el poema, y se conforma con atender al sonido, advierte cierta gracia en el ritmo. ¡Soames era un artista... en la medida en que existía, pobre diablo! Cuando leí Fungoides por primera vez, me pareció, extrañamente, que su veta diabolista era lo mejor de Soames. El Diabolismo parecía una influencia alegre y aun saludable dentro de su vida.



NOCTURNE

Round and round the shutter’d Square

I stroll’d with the Devil’s arm in mine.

No sound but the scrape of his hoofs was there

And the ring of his laughter and mine.

We had drunk black wine.

I scream’d: “I will race you, Master!”

“What matter”, lie shriek’d, “tonight

Which of us runs the faster?

There is nothing to fear tonight

In the foul moon’s light!

Then I look’d him in the eyes,

And I laugh’d full shrill at the lie he told

And the gnawing fear he would fain disguise.

It was true, what I’d time and again been told:

He was old - old. (2)



Aquella primera estrofa, pensé, tenía mucho ímpetu: un acento retozón y jovial de camaradería. La segunda, quizá, era algo histérica. Pero la tercera me gustaba: ¡era tan vivamente heterodoxa, aun con respecto a los dogmas de la extraña secta de Soames! ¡Nada de “confianza mutua” en esas líneas! Soames, triunfante, desenmascarando al Demonio como a un mentiroso, y riéndose “a gritos”, era un personaje muy alentador. Eso fue lo que pensé entonces. Ahora, a la luz de lo que sucedió más tarde, ninguno de sus poemas me deprime tanto como el “Nocturno”.

Busqué los comentarios de los periódicos metropolitanos. Se dividían en dos clases: los que decían muy poco, y los que no decían nada. La segunda era mucho más numerosa, y los términos en que se expresaba la primera eran fríos. A tal punto que el mejor elogio que pudo presentar el editor de Soames en sus anuncios publicitarios era éste:

Un acento de modernismo desde el principio hasta el fin... Un ritmo ágil. –Preston Telegraph.

Yo abrigaba la esperanza de poder felicitar al poeta (cuando lo viese) por haber conmovido el ambiente, pues se me ocurría que no estaba tan seguro de su grandeza intrínseca como aparentaba. Pero cuando en efecto nos encontramos, sólo atiné a decir con voz ronca: “Espero que Fungoides se venda muy bien”. Me miró a través de su vaso de ajenjo y me preguntó si había comprado un ejemplar. Según su editor, sólo se habían vendido tres. Me reí, como si fuese una broma.

—¿No creerá que me importa, verdad? —dijo con algo parecido a un gruñido.

Desestimé la idea. Añadió que no era un comerciante. Dije humildemente que yo tampoco, y murmuré que un artista que daba al mundo cosas realmente nuevas y grandes, siempre debía esperar mucho tiempo a que se le tributara el debido reconocimiento. Contestó que ese reconocimiento no le importaba un sou. Y yo admití que el acto de la creación era su propia recompensa. Si yo me hubiera considerado un Don Nadie, su mal humor me habría alejado. Pero, ¡ah! ¿Acaso John Lane y Aubrey Beardsley no me habían sugerido que escribiera un ensayo para esa grande y nueva empresa que estaba en marcha The Yellow Book? ¿Y acaso Henry Harland, como jefe de redacción, no había aceptado mi ensayo? ¿Y no aparecía en el mismísimo primer número? En Oxford yo estaba todavía in statu pupillari. Pero en Londres me consideraba con todo derecho un egresado, a quien ningún Soames podía abochornar. En parte con fines de ostentación, y en parte por pura buena voluntad, le dije a Soames que debía colaborar en el Yellow Book. De su garganta brotó un sonido despreciativo destinado a esa publicación.

Uno o dos días más tarde, sin embargo, le pregunté a Harland, para sondear el terreno, si sabía algo de la obra de un tal Enoch Soames. Harland se detuvo en mitad de su característico paseo alrededor de la habitación, alzó las manos al techo y gimió que a menudo había visto a “ese absurdo individuo” en París, y que esa misma mañana había recibido de él algunos poemas manuscritos.

—¿No tiene talento? —pregunté.

—Tiene una renta. No necesita nada.

Harland era el más jovial de los hombres y el más generoso de los críticos, pero detestaba hablar de algo que no lo entusiasmara. Por consiguiente, abandoné el tema. La noticia de que Soames poseía una renta mitigó mi preocupación. Más tarde supe que era hijo de un fracasado y fallecido librero de Preston, que había heredado de una tía casada una renta anual de trescientas libras, y que no le quedaban parientes en este mundo. Materialmente, pues, “no necesitaba nada”. Pero aun así, había en él un “pathos” espiritual, agudizado ahora a mis ojos por la posibilidad de que aun el Preston Telegraph no le hubiese dedicado sus elogios si el padre de Soames no hubiera sido un vecino dé Preston. Tenía una especie de débil obstinación que yo no podía menos de admirar. Ni él ni su obra recibían el menor estímulo; pero él insistía en comportarse como un personaje, mantenía siempre al tope su deshilachada banderita. En cualquier lugar donde se congregaran los jeunes féroces de las artes, en cualquier restaurante de Soho que acabaran de descubrir, en cualquier music-hall que prefiriesen, ahí estaba Soames entre ellos, o más bien al borde: una figura borrosa pero inevitable. Nunca trataba de captarse la simpatía de sus colegas escritores, jamás deponía un ápice de su arrogancia, cuando se trataba de su propia obra, o de su desprecio, cuando se trataba de los demás. Con los pintores se mostraba respetuoso, y aun humilde; mas para los poetas y prosistas de The Yellow Book, y más tarde del Savoy, jamás tuvo una palabra que no fuera de desdén. Su presencia no molestaba a los demás. A nadie se le habría ocurrido que él o su Diabolismo Católico tuvieran alguna importancia. Cuando en el otoño de 1896 publicó (esta vez por cuenta propia) su tercer libro, su último libro, nadie pronunció una palabra de elogio o de censura. Yo tuve intención de comprarlo, pero me olvidé. No lo vi nunca, y me avergüenza decir que ni siquiera recuerdo cómo se titulaba. Sin embargo, cuando se publicó el libro, le dije a Rothenstein que el pobre viejo Soames me parecía en realidad una figura bastante trágica, y que la falta de resonancia de su obra acabaría realmente por matarlo.

Rothenstein se burló. Dijo que yo alardeaba de un buen corazón que en verdad no poseía; y quizá era así. Pero unas semanas más tarde, en la exposición privada del Nuevo Club Inglés de Arte, vi un retrato al pastel de “Enoch Soames, Esq.” Se le parecía mucho, y el haberlo ejecutado era característico de Rothenstein. Soames estuvo parado toda la tarde cerca del cuadro, con su sombrero hongo y su capa impermeable. Cualquiera de sus conocidos habría captado en el acto la semejanza del retrato. Pero quien no lo conociera, nunca hubiese identificado el modelo a partir de la imagen; ésta “existía” mucho más que él; era inevitable. Además, no tenía esa expresión de vaga felicidad que ahora se advertía, sí, en el rostro de Soames. El hábito de la fama lo había rozado. En el transcurso de aquel mes fui dos veces más al Club de Arte, y en ambas oportunidades vi a Soames exhibiéndose en persona. Pensándolo bien, creo que la clausura de aquella exposición fue virtualmente el fin de su carrera. Había sentido en la mejilla el aliento de la fama... pero tan tarde y por tan poco tiempo... y al no sentirlo más, cedió, sucumbió, se derrumbó. Él, que nunca había parecido fuerte o saludable, ahora tenía un aspecto espectral, era una sombra de la sombra que antaño había sido. Aún frecuentaba la sala de dominó; pero, habiendo perdido el deseo de provocar curiosidad, ya no leía libros en ella.

—¿Ahora sólo lee en el Museo? —le pregunté, aparentando jovialidad. Me contestó que ya no iba allí.

—No hay ajenjo en el Museo.

Era una de esas cosas que antaño habría dicho para llamar la atención; ahora la decía convencido. El ajenjo, que antes no fuera más que un factor de la “personalidad” que tan laboriosamente trataba de construirse, se había convertido en solaz y necesidad. Ya no lo llamaba “la sorcière glauque”. Había renunciado a todas las expresiones en francés. Se había convertido en un hombre de Preston, sencillo y sin barniz.

El fracaso, aun cuando sea un fracaso total, sencillo y sin barniz, aun cuando sea un fracaso mezquino, lleva siempre consigo cierta dignidad. Yo rehuía a Soames porque a su lado me sentía vulgar.

Por aquella época John Lane había publicado dos libritos míos, que tuvieron un agradable éxito de crítica. Yo era una “personalidad”... una personalidad menor, pero bien definida. Frank Harris me había contratado para que “pataleara” en el Saturday Review, Alfred Harmsworth me permitía hacer lo mismo en The Daily Mail. Yo era justamente lo que no era Soames. Él proyectaba una sombra de vergüenza sobre mi triunfo. Si yo hubiera sabido que él creía firme y verdaderamente en la grandeza de lo que realizara como artista, quizá no habría evitado su presencia. No se puede decir que ha fracasado por completo un hombre que no ha perdido su vanidad. La dignidad de Soames era una ilusión mía. Un día de la primera semana de junio de 1897 esa ilusión desapareció. Pero en la noche de ese día también desapareció Soames.

Yo había estado afuera la mayor parte de la mañana, y como se me hizo tarde para almorzar en casa, fui al “Vingtième”. Este pequeño local —cuyo nombre completo era “Restaurant du Vingtième Siècle”— había sido descubierto por los escritores y poetas en 1896, pero más tarde fue abandonado, o poco menos, en beneficio de algún hallazgo posterior.

Creo que no subsistió lo bastante para justificar su nombre; mas por ese entonces estaba aún en Greek Street, a pocos pasos de Soho Square, y casi enfrente de esa casa donde en los primeros años del siglo una chiquilla, y junto con ella un muchacho llamado De Quincey, pernoctaban hambrientos en la oscuridad, entre el polvo y las ratas y viejos pergaminos legales. El “Vingtième” no era más que un saloncito blanqueado, que por un extremo daba a la calle y por otro a la cocina. El propietario y cocinero era un francés, a quien llamábamos Monsieur Vingtième; las camareras eran sus dos hijas, Rose y Berthe; y la comida, en verdad, era buena. Las mesas eran tan angostas y estaban tan juntas que cabían en número de doce, seis de cada pared.

Cuando entré, sólo las dos más próximas a la puerta estaban ocupadas. Una, por un hombre alto, llamativo, más bien mefistofélico, a quien yo solía ver de tanto en tanto en el salón de dominó y en otros lugares. En la otra estaba Soames. En aquel soleado recinto, formaban un extraño contraste: Soames, demacrado, con aquel sombrero y aquella capa que jamás le viera quitarse, y este otro, este hombre intensamente vital, ante cuya presencia volvía a preguntarme, con más insistencia que nunca, si era un mercader de diamantes, un ilusionista o el jefe de una agencia de detectives privados. Estoy seguro de que Soames no deseaba mi compañía; sin embargo, le pregunté si podía acompañarlo —no hacerlo habría sido una desconsideración atroz— y me senté frente a él. Fumaba un cigarrillo. Había dejado el plato sin probar y tenía a su lado una botella semivacía de Sauterne. Callaba con cierta obstinación. Dije que Londres estaba imposible, con los preparativos del jubileo (a decir verdad, me gustaban). Manifesté mi deseo de marcharme inmediatamente, hasta que todo aquello terminara. En vano traté de ponerme a tono con su melancolía. Él no parecía oírme ni verme. Pensé que su comportamiento me ridiculizaba a los ojos del otro parroquiano. El pasillo entre las dos hileras de mesas del “Vingtième” tenía apenas dos pies de ancho (Rose y Berthe, al servir, se rozaban siempre, riñendo en voz baja), y cualquiera que estuviera sentado a la mesa contigua compartía prácticamente la que uno ocupaba.

Pensé que mi fracasada tentativa de interesar a Soames divertía a mi vecino, y como no podía explicarle que mi insistencia era simplemente un acto de caridad, guardé silencio. Podía verlo perfectamente sin necesidad de volver la cabeza. Abrigué la esperanza de que mi aspecto fuese menos vulgar que el suyo, en contraste con el de Soames. Yo estaba seguro de que no era inglés; pero, ¿cuál era realmente su nacionalidad? Aunque tenía el cabello (negro como el azabache) cortado en brosse, no me pareció francés. A Berthe, que lo atendía, le hablaba en francés con soltura, pero sin el acento y los coloquialismos nativos. Supuse que era su primera visita al “Vingtième”, pero Berthe lo atendía sin formalidades. Él no le había causado buena impresión. Sus ojos eran atrayentes, pero —como las mesas del “Vingtième” demasiado angostos y juntos. Tenía una nariz de ave de rapiña, y las guías del bigote, que se prolongaban a ambos lados de las fosas nasales, le estereotipaban la sonrisa. Decididamente, era siniestro. Y el chaleco escarlata —tan fuera de temporada en el mes de junio—, que le ceñía ajustadamente el pecho amplio, intensificaba la sensación de incomodidad que me producía su presencia. Ese chaleco no sólo era inadecuado por el calor. Era, no sé por qué, inadecuado en sí mismo. No se habría justificado en una mañana de Navidad.

Habría sido una nota discordante la noche del estreno de Hernani. Yo estaba tratando de explicarme lo que había en él de incongruente, cuando Soames, repentino y extraño, quebró el silencio.

—¡Dentro de cien años...! —murmuró, como si estuviera en trance.

—No estaremos aquí —repuse, pronta y fatuamente.

—Nosotros no estaremos. No —zumbó—, pero el Museo estará en el mismo lugar donde ahora está. Y la sala de lectura, en el mismo lugar de ahora. Y la gente irá a leer.

Aspiró bruscamente el humo, y un espasmo de auténtico dolor le deformó el rostro. Me pregunté qué encadenamiento de ideas había estado siguiendo el pobre Soames. Pero él no aclaró mis dudas cuando dijo, después de una larga pausa:

—Usted cree que no me ha importado. —¿Que no le ha importado qué, Soames? —El olvido. El fracaso.

—¿El fracaso? —dije calurosamente—. ¿El fracaso? —repetí vagamente—. El olvido, sí, quizá; pero eso es algo completamente distinto. Desde luego, usted no ha sido... apreciado. Pero, ¿qué importa? Cualquier artista que... que da... Lo que yo quería decir era esto: “Cualquier artista que da al mundo cosas nuevas y grandes, siempre debe esperar mucho tiempo a que se le tribute el debido reconocimiento”; pero el halago se negaba a salir: a la vista de aquella congoja, una congoja tan genuina y desembozada, mis labios no querían pronunciar las palabras.

Y entonces... fue él quien las dijo por mí. Me sonrojé.

—¿Eso es lo que usted iba a decir, verdad? — preguntó.

—¿Cómo lo sabe?

—Es lo que me dijo hace tres años, cuando se publicó Fungoides.

Me sonrojé aún más Innecesariamente, porque él prosiguió:

—Es lo único importante que le he oído decir. Y nunca lo he olvidado. Es cierto. Es una terrible verdad. Pero... ¿recuerda lo que yo le contesté? Le dije: “El reconocimiento no me importa un sou”. Y usted me creyó. Usted ha seguido creyendo que estoy por encima de todo eso. Usted es superficial. ¿Qué puede saber de los sentimientos de un hombre como yo?

Usted imagina que cuando un gran artista tiene fe en sí mismo y en el veredicto de la posteridad, eso basta para hacerlo feliz... Usted nunca ha adivinado la amargura y la soledad, el... —su voz se quebró; pero luego prosiguió con una fuerza que yo nunca le viera—: ¡La posteridad! ¿De qué me sirve a mí? Un muerto no sabe que la gente visita su tumba, que acuden al lugar donde nació, que le ponen placas conmemorativas, que descubren estatuas suyas. Un muerto no puede leer los libros que se escriben sobre él. ¡Así que pasen cien años! ¡Piense en eso! Si yo pudiera volver a la vida entonces... unas pocas horas, si yo pudiese ir a la sala de lectura y leer! ¡O mejor aún, si ahora, en este momento, pudiera proyectarme a ese futuro, a esa sala de lectura, nada más que por esta tarde! ¡A cambio de eso me vendería en cuerpo y alma al Demonio! Piense: páginas y más páginas del catálogo:

“SOAMES, ENOCH”, interminablemente... interminables ediciones, comentarios, prolegómenos, biografías...

—Al llegar aquí lo interrumpió un brusco y penetrante crujido de la silla colocada ante la mesa contigua. Nuestro vecino Se había levantado a medias de su asiento. Se inclinaba hacia nosotros, tratando de disculpar su intromisión.

—Perdonen ustedes... permítanme —dijo suavemente—. Me ha sido imposible no oír. ¿Puedo tomarme esta libertad? En este pequeño restaurant sans-façon —extendió las manos en amplio gesto—, ¿puedo, como suele decirse, meter las narices? No me quedó más remedio que manifestar nuestra conformidad. Berthe había aparecido en la puerta de la cocina, creyendo que el desconocido quería la cuenta. Pero él la alejó con un movimiento del cigarro, y un instante después se había sentado junto a mí, frente a frente de Soames.

—Aunque no soy inglés —explicó—, conozco a Londres muy bien, señor Soames. Su nombre y su fama (y también los del señor Beerbohm) me son muy conocidos. Ustedes Se preguntarán: ¿quién soy yo? —Miró rápidamente por encima del hombro, y añadió en voz baja—: Soy el Diablo.

No pude evitarlo: me reí. Traté de no hacerlo; sabía que no había motivo de risa, pues mi propia descortesía me avergonzaba, pero me reí cada vez más fuerte. La serena dignidad del Diablo, la sorpresa y el fastidio de sus cejas enarcadas sólo aumentaron mi hilaridad. Me reí hasta desternillarme, y al final me apoyé, dolorido, en el respaldo de la silla. Me comporté deplorablemente.

—Soy un caballero —dijo él con intenso énfasis— y creía estar en presencia de caballeros.

—¡Oh! —murmuré, ya sin aliento—. ¡Oh, por favor!

—¿Curioso, nicht war? —oí que le decía a Soames—. Hay cierta clase de personas para quienes la sola mención de mi nombre es... ¡oh, tan terriblemente graciosa! En vuestros teatros, al más torpe comediante le basta decir: “¡El Diablo!” para provocar enseguida “la risa altisonante que delata a los espíritus vacíos”. ¿No es así? Yo había recobrado el aliento, lo suficiente para ofrecer mis excusas. Él las aceptó, pero fríamente, y volvió a dirigirse a Soames.

—Soy un hombre de negocios —dijo—, y siempre me ha gustado ir derecho al grano, como dicen en los Estados Unidos. Usted es un poeta. Les affaires... usted los detesta. Pero conmigo negociará, ¿verdad? Lo que acaba de decir me infunde furiosas esperanzas.

Soames no se había movido, salvo para encender un nuevo cigarrillo. Estaba agazapado, con los codos sobre la mesa y la cabeza al ras de las manos, mirando fijamente al Demonio.

—Siga —dijo moviendo afirmativamente la cabeza.

A mí ya no me quedaban ganas de reír.

—Nuestro pequeño pacto —prosiguió el Diablo— será tanto más agradable cuanto que usted... si no me equivoco, es un diabolista.

—Un diabolista católico —dijo Soames.

El Demonio aceptó de buena gana esta reserva.

—Usted —prosiguió— quiere visitar ahora, esta tarde, la sala ele lectura del museo Británico, ¿verdad? Pero tal como será dentro de cien años, ¿eh? Parfaitement. El tiempo... una ilusión. El pasado y el futuro... están siempre tan presentes como el presente, o al menos, por decirlo así, a la vuelta de la esquina. Yo lo sintonizo con cualquier época. Yo lo proyecto... ¡puf! ¿Usted quiere hallarse en la sala de lectura, tal como será en la tarde del 3 de junio de 1997? ¿Quiere encontrarse, de pie, en esa sala, más allá de las puertas giratorias, en este mismo instante, eh? ¿Y quedarse ahí hasta que cierren? ¿No es así? Soames asintió.

El Diablo miró su reloj.

—Las dos y diez —dijo—. La hora de clausura, en ese entonces, será la misma de ahora: las siete. Tendrá usted casi cinco horas. A las siete —¡puf! se encontrará nuevamente aquí, sentado ante esta mesa. Esta noche ceno dans le monde —dans le high life. Con eso termina mi presente visita a vuestra gran ciudad. Vendré a buscarlo aquí, señor Soames, en el camino de regreso a mi hogar.

—¿Su hogar? —repetí.

—¡Aunque no sea tan humilde! —dijo despreocupadamente el Demonio.

—Está bien —dijo Soames.

—¡Soames! —supliqué. Pero a mi amigo no se le movió un músculo.

El Diablo estiraba la mano a través de la mesa para tocar el antebrazo de Soames; pero interrumpió el ademán.

—Dentro de cien años, como ahora —dijo sonriendo—, no se permite fumar en la sala de lectura, Por lo tanto será mejor que...

Soames se quitó el cigarrillo de la boca y lo dejó caer en su vaso de Sauterne.

—¡Soames! —exclamé de nuevo—. Usted no puede...

Pero el Diablo ya había estirado la mano a través de la mesa, y la dejó caer lentamente... sobre el mantel. La silla de Soames estaba vacía. Su cigarrillo flotaba, hinchado, en el vino de la copa. No quedaban más rastros de él.

Durante algunos instantes el Diablo dejó descansar la mano en el sitio donde la había apoyado, mirándome con el rabillo del ojo, vulgarmente triunfal. Me asaltó un escalofrío. Me dominé con esfuerzo y me levanté de la silla.

—Muy ingenioso —dije, condescendiente—. Pero, ¿no cree usted que La Máquina del Tiempo es un libro delicioso? ¡Tan original!

—Usted se complace en el sarcasmo —dijo el Diablo, que también se había puesto de pie—, pero una cosa es escribir acerca de una máquina imposible, y otra muy distinta ser una Potencia Sobre natural.

Sin embargo, comprendí que se sentía ofendido. Berthe se acercó al oír que nos levantábamos. Le expliqué que habían llamado al señor Soames, pero que tanto él como yo cenaríamos allí por la noche. Recién cuando salí al aire libre empecé a sentirme mareado. Sólo tengo un vaguísimo recuerdo de lo que hice, de los lugares por donde ambulé bajo el sol ardiente de aquella tarde interminable. Recuerdo el sonido de los martillos de los carpinteros, a lo largo de Piccadilly, y el aspecto desnudo y caótico de los “stands” a medio construir. ¿Fue en Green Park o en Kensington Gardens, dónde fue que me senté en una silla debajo de un árbol y traté de leer un periódico vespertino? El artículo de fondo traía una frase que siguió repitiéndose en mi fatigado cerebro: “Son pocas las cosas que escapan a esta augusta Señora, llena de la sabiduría atesorada en sesenta años de Reinado”. Recuerdo haber concebido, en mi desesperación, una carta (que debía ser llevada a Windsor por mensajero expreso, con orden de esperar la respuesta). SEÑORA: Sabiendo perfectamente que Su Majestad está llena de sabiduría atesorada en sesenta años de Reinado, me atrevo a solicitar su consejo en este delicado asunto. El señor Enoch Soames, cuyos poemas quizá usted conozca...

¿No había manera alguna de ayudarlo, de salvarlo? Un pacto era un pacto, y yo habría sido el último en ayudar o respaldar a alguien que tratara de rehuir una obligación razonable. No habría movido un dedo para salvar a Fausto. ¡Pero el pobre Soames!, condenado a pagar sin tregua un precio eterno por nada más que una infructuosa búsqueda y una amarga desilusión...

Me parecía extraño y siniestro que él, Soames, en carne y hueso, con su capa impermeable, estuviera en aquel momento viviendo en la última década del siguiente siglo, escudriñando libros que aún no se habían escrito, viendo y siendo visto por hombres que aún no habían nacido. Y aún más siniestro y singular que esta noche y para siempre estaría en el infierno. Sí, sin duda la verdad es más extraña que la ficción.

Aquella tarde fue interminable. Casi deseé haber acompañado a Soames; no para permanecer en la sala de lectura, desde luego, sino para salir a dar un excitante paseo por un Londres desconocido. Me alejé, inquieto, del parque donde había descansado.

Inútilmente traté de imaginar que yo era un ardiente turista del siglo dieciocho. La tensión de los minutos lentos y vacíos era intolerable. Mucho antes de las siete regresé al “Vingtième”.

Me senté a la misma mesa que había ocupado en el almuerzo. El aire entraba con indiferencia por la puerta abierta a mi espalda. De tanto en tanto, Rose y Berthe aparecían por un instante. Les había dicho que no pediría la cena hasta que no llegara el señor Soames. Empezó a sonar un organillo, ahogando abruptamente el vocerío de unos franceses que disputaban en la calle. Cada vez que terminaba una canción, se oía nuevamente la algarabía de la pelea. En el camino yo había comprado otro periódico vespertino. Lo abrí. Pero mis ojos se apartaban incesantemente de él, para consultar el reloj de pared colocado sobre la puerta de la cocina... ¡Faltaban cinco minutos para la hora! Recordé que en los restaurantes los relojes están cinco minutos adelantados. Concentré mi mirada en el periódico. Juré no volver a levantar los ojos. Alcé el periódico y lo desplegué en todo su ancho, pegándolo a mi rostro, para no ver otra cosa... ¿Temblaba acaso la hoja? Una corriente de aire, me dije.

Una gradual rigidez se apoderaba de mis brazos. Me dolían. Pero no podía bajarlos... ahora. Me asaltó una sospecha, me asaltó una certeza. Y bien, ¿entonces qué?... ¿Para qué otra cosa había venido? Sin embargo, seguí aferrándome enérgicamente a esa barrera del periódico. Sólo el ruido de los ágiles pasos de Berthe, que venía de la cocina, me permitió, me obligó a dejarlo caer y murmurar:

—¿Qué cenaremos, Soames?

—II est souffrant, ce pauvre Monsieur Soames? —preguntó Berthe.

—Sólo está... cansado.

Le pedí que trajera vino —Borgoña— y cualquier comida que estuviese lista. Soames estaba agazapado sobre la mesa, exactamente en la misma posición en que lo viera por última vez. Como si no se hubiese movido... él, que había viajado tan inconcebiblemente lejos. Una o dos veces, en el transcurso de la tarde, se me había ocurrido, por un instante, que tal vez su viaje no sería infructuoso, que acaso todos nos habíamos equivocado al juzgar la obra de Enoch Soames. Pero de su aspecto se desprendía con atroz claridad que estábamos atrozmente en lo cierto.

—No se desanime —balbucí—. Quizá usted no... no eligió un plazo suficiente. Tal vez dentro de dos o tres siglos...

—Sí —respondió su voz—. He pensado en eso.

—Y ahora... ¡ocupémonos ahora del futuro más inmediato! ¿Dónde piensa ocultarse? ¿Qué le parece si toma el expreso de París, en Charing Cross? Tiene casi una hora. Pero no vaya a París. Quédese en Calais. Radíquese en Calais. Jamás se le ocurrirá ir a buscarlo a Calais.

—Es mi destino —dijo— pasar mis últimas horas en la tierra en compañía de un asno. —Pero yo no me sentí ofendido—. Y un asno traidor —añadió extrañamente, lanzando hacia mí un arrugado trozo de papel que tenía en la mano. Eché un vistazo a lo que traía escrito... una especie de jerigonza, al parecer, y lo aparté con impaciencia.

—¡Vamos, Soames! ¡Serénese! Esto no es sólo un asunto de vida o muerte. ¡Recuerde, se trata de un eterno tormento! ¿Se quedará aquí, resignadamente, hasta que el Diablo venga a buscarlo?

—No puedo hacer otra cosa. No me queda otra alternativa.

—¡Vamos! ¡La “confianza mutua” llevada al colmo! ¡Su diabolismo ha perdido el seso! —Llené su vaso de vino—. Seguramente, ahora que usted ha visto a esa bestia. . .

—Es inútil injuriarlo.

—Pero usted debe admitir, Soames, que no tiene nada de miltoniano.

—No niego que sea algo distinto de lo que yo esperaba.

—Es un hombre vulgar, un plebeyo, de esa clase de individuos que despojan a las damas de sus joyas en los pasillos de los trenes que van a la Riviera. ¡Imagínese el eterno tormento presidido por él!

—No creerá usted que lo espero con ansia, ¿verdad?

—Entonces, ¿por qué no huye silenciosamente?

Una y otra vez llené su vaso, que él vaciaba mecánicamente. Pero el vino no encendía en su interior la más pequeña chispa de iniciativa. No comía, y yo apenas probé bocado. En el fondo de mi corazón, yo no creía que la fuga pudiera salvarlo. La persecución sería instantánea, la captura cierta. Pero todo era preferible a esta espera pasiva, humilde, miserable. Le dije a Soames que el honor de la raza humana le exigía alguna manifestación de resistencia. Preguntó qué había hecho la raza humana por él.

—Además —dijo—, ¿no comprende que estoy en su poder? Usted lo vio tocarme, ¿verdad? Todo ha terminado. No tengo voluntad. Estoy sellado. Hice un gesto de desesperación. Él siguió repitiendo la palabra sellado. Empecé a comprender que el vino le había nublado el cerebro. ¡No era extraño! Sin alimentarse había viajado al futuro, y aún estaba sin comer. Lo insté a que probara por lo menos un poco de pan. Era enloquecedor pensar que él, que tenía tanto que decir, quizá no dijera nada.

—¿Qué le pareció todo... más allá? —pregunté—.

¡Vamos! Cuénteme sus aventuras.

—Serían un excelente “argumento”, ¿verdad?

—Lo siento mucho por usted, Soames, y me hago cargo de lo que le sucede; pero, ¿qué derecho tiene a insinuar que yo lo utilizaría como “argumento”? El pobre se llevó las manos a la frente.

—No sé —dijo—. Sé que he tenido algún motivo...

Trataré de recordarlo.

—Perfecto. Trate de recordarlo todo. Coma un poco más de pan. ¿Qué aspecto tenía la sala de lectura?

—Más o menos el de siempre —murmuró por fin. —¿Mucha gente?

—Como de costumbre.

—¿Cómo eran?

Soames trató de visualizarlos.

—Eran todos muy parecidos —recordó de pronto.

Mi espíritu dio un salto atroz.

—¿Todos vestidos con mallas?

—Sí. Creo que sí.

—¿Una especie de uniforme? —Él asintió—. ¿Con un número, quizá? ¿Un número en un gran disco metálico cosido a la manga izquierda? ¿DKF 78.910, por ejemplo? —Era así—. ¿Y todos, hombres y mujeres, parecían muy bien alimentados? ¿Muy utópicos? ¿Con un fuerte olor a ácido fénico? ¿Y todos completamente calvos?

Mis previsiones resultaron exactas. El único punto acerca del cual Soames no estaba muy seguro era si los hombres y las mujeres eran calvos o estaban rapados.

—No tuve tiempo para examinarlos muy detenidamente —explicó.

—No, desde luego. Pero...

—Ellos sí que me miraban. Llamé mucho la atención. —¡Al fin había llamado la atención! Creo que más bien los atemoricé. Me rehuían cuando me aproximaba. Los hombres que ocupaban el escritorio circular en el centro de la sala parecían asaltados del pánico cada vez que me acercaba para hacer alguna averiguación.

—¿Qué hizo usted cuando llegó?

Desde luego, se había encaminado directamente al catálogo, a los volúmenes marcados con la letra S, y se había detenido largamente ante el SNSOF, incapaz de sacarlo del estante, porque su corazón latía tan apresuradamente... Al principio, dijo, no se sintió defraudado —pensó, simplemente, que estaba en uso un nuevo sistema de clasificación. Se dirigió a la mesa central y preguntó dónde estaba el catálogo de los libros del siglo veinte. Supo que aún no había más que un solo catálogo. Buscó nuevamente su nombre, contempló las tres tirillas engomadas que había conocido tan bien. Después fue a sentarse, y largo rato permaneció sentado...

—Y por fin —dijo con voz parecida al zumbido de un abejorro— consulté el Diccionario Biográfico Nacional y algunas enciclopedias... Regresé a la mesa central y pregunté cuál era el mejor libro moderno sobre la literatura de fines del siglo diecinueve. Me dijeron que el libro del señor T. K. Nupton era considerado el mejor. Lo busqué en el catálogo, y llené el correspondiente formulario. Me lo trajeron. Mi nombre no estaba en el índice, pero... ¡Sí! —dijo cambiando abruptamente de tono—. Eso es lo que había olvidado. ¿Dónde está ese pedacito de papel? Démelo.

Yo también había olvidado aquel jeroglífico. Lo encontré caído en el suelo y se lo alcancé. Él lo alisó, meneando la cabeza y mirándome con una sonrisa desagradable.

—Eché un vistazo al libro de Nupton —prosiguió—.

No es fácil de leer. Usan una especie de escritura fonética. Todos los libros modernos que vi eran fonéticos.

—Entonces no quiero saber más nada, Soames, por favor.

—En cambio, todos los nombres propios parecían escritos a la antigua. De lo contrario, quizá no habría advertido el mío.

—¿Su propio nombre? ¿De veras? ¡Oh, Soames, cuánto me alegro!

—Y el suyo. —¡No!

—Pensé que esta noche usted me esperaría aquí. Por eso me tomé la molestia de copiar el pasaje. Léalo.

Le arranqué el papel de las manos. La escritura de Soames era característicamente borrosa. Debido a esto, a mi emoción y a la ruidosa ortografía, tardé más en comprender lo que quería decir T. K. Nupton. El documento se halla ante mis ojos en este momento. Es extraño que las palabras que copio para ustedes el pobre Soames las haya copiado para mí dentro de setenta y ocho años...

De la página 234 de Literatura inglesa 1890-1900, por T. K. Nupton, publicación del Estado, 1992. “Por ejemplo, un escritor de la época, llamado Max Beerbohm, que aún vivía en el siglo veinte, escribió un cuento en el que retrató a un personaje imaginario llamado “Enoch Soames”, un poeta de tercera categoría, que se cree un gran genio y hace un pacto con el Diablo para saber qué pensaría de él la posteridad. Es una sátira algo artificiosa, pero no carente de valor, en cuanto demuestra hasta qué punto se tomaban en serio los jóvenes de mil-ochonoventa.

Ahora que la profesión literaria ha sido organizada como un departamento de servicios públicos, los escritores han encontrado su verdadero nivel y han aprendido a cumplir su deber sin pensar en el mañana. ‘El obrero gana su salario’, y eso es todo. Felizmente, los Enoch Soames no existen hoy entre nosotros.” 4 Advertí que pronunciando las palabras en alta voz (recurso que recomiendo a mis lectores) alcanzaba a comprenderlas, poco a poco. Cuanto más inteligibles se volvían, tanto más crecían mi azoramiento, mi congoja y mi horror. Era una pesadilla. Por un lado, a lo lejos, el vasto y siniestro panorama de lo que aguardaba a las infortunadas letras; por el otro, aquí, sentado a la mesa, mirándome con una mirada que parecía quemarme, el pobre hombre a quien, a quien evidentemente... pero no: por mucho que se envileciera mi carácter en los años venideros, yo jamás sería tan bestia como para... Examiné nuevamente el manuscrito. “Imaginario”... pero allí estaba Soames, y no era más imaginario —¡ay!— que yo. Y “labud”... ¿qué diablos era eso? (Hasta el día de hoy no he descifrado esa palabra.)

—Todo esto es muy... desconcertante —balbucí por fin.

Soames nada dijo; pero, cruelmente, no dejó de mirarme.

—¿Está usted seguro —contemporicé—, completamente seguro de que copió bien el párrafo?

—Completamente.

—Bueno, entonces es este maldito Nupton que debe de haber cometido —que cometerá— un estúpido error... ¡Escúcheme, Soames! Usted me conoce demasiado para suponer que yo... Al fin y al cabo, el nombre “Max Beerbohm” no es tan raro, y seguramente habrá varios Enoch Soames por ahí... o, más bien, “Enoch Soames es un nombre que podría ocurrírsele a cualquiera que escribiese un cuento. Además, yo no escribo cuentos: soy un ensayista, un observador, un cronista... Admito que es una coincidencia extraordinaria. Pero usted debe comprender...

—Lo comprendo todo —dijo Soames quedamente.

Y añadió, en un resabio de sus viejas actitudes, pero con una dignidad que yo nunca le había conocido-:

Parlons d’ autre chose.

Acepté de prisa esta sugestión. Y volví directamente al futuro inmediato. Pasé la mayor parte de aquella larga tarde en renovadas súplicas a Soames para que huyese y se refugiara en cualquier parte. Recuerdo haberle dicho, por último, que si en verdad yo estaba llamado a escribir sobre él, aquel presunto “cuento” podría, por lo menos, tener un epílogo feliz. Soames repitió esas tres palabras finales con expresión de intenso desprecio.

—En la Vida y en el Arte —dijo—, lo único que importa es un epílogo inevitable.

—Pero —insistí, fingiendo mayores esperanzas de las que en realidad abrigaba— un final que puede rehuirse, no es inevitable.

—Usted no es un artista —dijo con voz áspera—. Y su incapacidad artística es tan irremediable que, no pudiendo imaginar algo y darle realidad, logrará que una cosa verdadera parezca inventada. Es un miserable chapucero. ¡Maldita suerte la mía! Protesté que el miserable chapucero no era yo —no iba a ser yo— sino T. K. Nupton, y sostuvimos una discusión bastante acalorada. En lo mejor de ella, me pareció de pronto que Soames admitía su error: lo vi físicamente anonadado. Pero me pregunté por qué —y lo adiviné enseguida, con un escalofrío—, por qué miraba de esa manera algo que estaba a mi espalda.

El portador de aquel “final inevitable” llenaba el vano de la puerta.

Logré girar en mi asiento y decir, con cierta despreocupación:

—¡Ah, adelante?

En verdad, su absurdo aspecto de villano de melodrama apaciguaba en algo mi temor. El lustre de su sombrero ladeado y su pechera, la forma en que se retorcía el bigote, y en particular la magnificencia de su sonrisa, todo parecía atestiguar que sólo estaba allí para ser burlado.

De una zancada llegó a nuestra mesa

—Lamento —dijo con feroz ironía— interrumpir esta pequeña reunión...

—No la interrumpe, la completa —le aseguré—. El señor Soames y yo deseamos conversar con usted. ¿Quiere sentarse? El señor Soames no ha obtenido nada, absolutamente nada, con su viaje de esta tarde. No pretendemos insinuar que todo este negocio no ha sido más que una estafa... una vulgar estafa. Por el contrario, creemos que usted ha procedido de buena fe. Pero, desde luego, en tales circunstancias, el pacto queda rescindido.

El Diablo no contestó verbalmente. Se limitó a mirar a Soames y señalarle la puerta con el índice rígido. Soames se levantaba penosamente de la silla cuando yo, en un rápido y desesperado ademán, me apoderé de dos cuchillos que descansaban sobre la mesa y puse las hojas en cruz.

El Diablo retrocedió abruptamente contra la mesa que tenía a su espalda, desviando el rostro y estremeciéndose.

—¡Usted no es supersticioso! —dijo con voz sibilante.

—Yo no —repuse sonriendo.

—¡Soames! —ordenó, como si hablara con un lacayo, pero sin volver el rostro—. ¡Enderece esos cuchillos!

—El señor Soames —dije enfáticamente, al tiempo que intentaba refrenar a mi amigo con un gesto imperativo— es un diabolista catódico. Pero mi pobre amigo cumplió el mandato del Diablo y no el mío; y cuando los ojos del maestro volvieron a clavarse en él, se levantó y salió arrastrando los pies. Traté de hablar. Pero fue él quien habló.

—Haga lo posible —fue la plegaria que me dirigió en el preciso instante en que el Diablo lo sacaba bruscamente por la puerta—, haga lo posible por hacerles saber que yo he existido. Un segundo después salí yo también. Me quedé mirando a todos lados, a derecha, a izquierda, adelante. Vi la luz de la luna, vi la luz de los faroles, pero Soames y el otro habían desaparecido.

Aturdido, me quedé allí. Aturdido, volví por fin al reducido local: y supongo que pagué a Rose y Berthe mi cena y mi almuerzo, y también los de Soames; espero que así haya sido, porque nunca volví al “Vingtième”. Desde aquella noche no me he acercado a Greek Street. Y pasaron muchos años antes de que volviera a poner el pie en Soho Square, porque fue allí, esa misma noche, donde ambulé horas y horas con esa vaga sensación de esperanza que incita a un hombre a no alejarse del lugar donde ha perdido algo... “En torno a la plaza de cerrados postigos anduve y anduve...” Aquella línea me volvía a la memoria, en mi solitaria ronda, y junto con ella toda la estrofa, repicando en mi cerebro y haciéndome ver cuán trágicamente distinto de lo imaginado por él había sido el encuentro del poeta con ese príncipe de quien, más que de todos los príncipes, debemos desconfiar.

Sin embargo —es extraño cómo ambula y divaga la mente de un ensayista, por conmovida que esté—, recuerdo haberme detenido ante un amplio portal preguntándome si acaso era el mismo en que el joven de Quincey yacía enfermo y débil mientras la pobre Ann corría a todo lo que daban sus piernas en dirección a Oxford Street, esa “madrastra de corazón de piedra”, y regresaba con el “vaso de oporto y especias” sin el cual, según él, quizá habría muerto. ¿Era éste el mismo portal que de Quincey solía visitar en su ancianidad a manera de homenaje? Medité sobre el destino de Ann y la causa de su repentina desaparición de la guarida de su amigo; y luego me reproché amargamente por dejar que el pasado desplazara al presente. ¡Pobre Soames, desaparecido! Y también empecé a sentirme preocupado por mí mismo. ¿Qué debía hacer?

¿Se produciría acaso un gran escándalo? ¿”La Misteriosa Desaparición de un Escritor”, etc.? Había sido visto, por última vez, almorzando y cenando en mi compañía. ¿No sería mejor que yo tomara un coche y fuera inmediatamente a Scotland Yard? Me creerían un lunático. Al fin y al cabo, dije para tranquilizarme, Londres es una ciudad muy grande, y un solo ser humano, muy oscuro por añadidura, puede fácilmente desaparecer sin que nadie lo advierta... especialmente ahora, en el deslumbramiento del próximo jubileo. Lo mejor, pensé, era no decir nada.

Y estaba en lo cierto. La desaparición de Soames no produjo el menor ruido. Fue olvidado por completo antes que nadie —que yo sepa— observara que ya no se lo veía. Quizá de tanto en tanto, algún poeta, algún prosista, haya preguntado a otro: ¿Qué ha sido de ese hombre Soames?, pero yo no oí jamás esa pregunta. Cabe suponer que el procurador que le entregaba su renta anual realizara averiguaciones, pero no trascendió ningún eco de las mismas. Había algo atroz, para mí, en ese desconocimiento general del hecho de que Soames había existido, y más de una vez me sorprendí preguntándome si Nupton —ese nonato— tendría razón al suponer que Soames era fruto de mi fantasía.

En ese extracto del repulsivo libro de Nupton hay un detalle que quizá os ha intrigado. ¿Cómo es que el autor, aunque yo lo he mencionado aquí por su nombre y he citado las mismas palabras que él ha de escribir, no advertirá el evidente corolario de que yo no he inventado nada? La respuesta sólo puede ser la siguiente: Nupton no habrá leído los últimos pasajes de esa crónica. Semejante falta de escrupulosidad es un pecado grave en quien emprende un trabajo de investigación. Y espero que estas palabras sean descubiertas por algún rival contemporáneo de Nupton y lo lleven a la ruina.

Me agrada pensar que en algún momento dado, entre los años 1992 y 1997, alguien habrá leído esta memoria, y habrá impuesto al mundo las inevitables y sorprendentes conclusiones que extraiga de ellas. Y tengo motivos para creer que así ocurrirá. Ustedes comprenden que la sala de lectura adonde Soames fue proyectado por el Diablo era, en todos sus aspectos, tal como será en la tarde del 3 de junio de 1997. Comprenderán, por lo tanto, que esa tarde, cuando el tiempo la traiga, estará allí la misma gente, y estará allí, puntual, el mismo Soames, y tanto él como ellos harán exactamente lo que antes hicieron.

Recuerden ahora que, según Soames, su arribo produjo sensación. Alegarán ustedes que la sola peculiaridad de su atuendo bastaba para causar sensación en aquella multitud uniformada. Pero no dirían tal cosa si alguna vez lo hubieran visto. Les aseguro que en ninguna época Soames podría dejar de ser oscuro. El hecho de que ellos lo mirarán con fijeza, y lo seguirán de un lado a otro, y aparentemente le tendrán miedo, sólo puede explicarse suponiendo que, de algún modo, estarán preparados para su espectral aparición. Habrán estado aguardando con ansia para comprobar si realmente aparecía. Y cuando llegue de verdad, el efecto, por supuesto, será... terrible.

Un fantasma auténtico, garantizado, demostrado, pero —¡ay!— nada más que un fantasma. Nada más. En su primera visita, Soames era un ser ele carne y hueso, mientras que los seres en cuyo ámbito fue proyectado no eran, según creo, más que fantasmas... fantasmas sólidos, palpables y parlantes, pero inconscientes y automáticos fantasmas en un edificio que era apenas una ilusión. La próxima vez ese edificio y esos seres serán verdaderos. Soames será la apariencia. Ojalá pudiera creerlo destinado a regresar al mundo, verdadera, física, conscientemente.

Ojalá le estuviera reservada esta breve y única fuga, este único y pequeño placer. Nunca lo olvido mucho tiempo. Está donde está, y para siempre. Los moralistas rígidos podrán decir que es el único culpable de su suerte. Por mi parte, creo que ha sido tratado con excesivo rigor. Está bien que la vanidad sea castigada; y admito que la vanidad de Enoch Soames era superior a lo corriente y merecía un tratamiento especial. Pero no había necesidad de ensañarse. Dirán ustedes que él se comprometió a pagar el precio que está pagando. Sí; pero yo sostengo que fue inducido por medios fraudulentos. Bien informado de todas las cosas, el Diablo debía saber que mi amigo nada ganaría con su visita al futuro. Todo este asunto no ha sido más que una vilísima treta. Cuanto más pienso en ello, tanto más detestable me parece el Diablo.

Lo he visto varias veces, en distintos lugares, después de aquella tarde en el “Vingtième”. Pero sólo en una oportunidad se puede decir que nos encontramos. Fue en París. Caminaba yo una tarde por la rue d’Antin cuando advertí que se acercaba desde opuesta dirección... llamativamente vestido, como de costumbre, balanceando un bastón de ébano y comportándose, en suma, como si toda la calle le perteneciera. Al pensar en Enoch Soames y en los millares de seres que sufren eternamente bajo el dominio de esta bestia, me llenó una fría cólera y me erguí en toda mi estatura. Pero... en fin, uno está tan acostumbrado a saludar y a sonreír en la calle a cualquier conocido, que esos gestos se vuelven casi independientes de uno mismo; para evitarlos, es menester un esfuerzo muy intenso y una gran presencia de ánimo. Y así, al pasar frente al Diablo, advertí con zozobra que yo lo saludaba y le sonreía. Y mi vergüenza se hizo luego más profunda y candente porque él —sí, señor— me miró con la mayor altivez y no me devolvió el saludo. Ser desairado —deliberadamente— ¡y por él! ¡Es para sacar de sus casillas a cualquiera!



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Notas:

1) A UNA JOVEN: ¡Eres, tú que no has sido! / Pálidas melodías, inseguras, / rastros de antiguos sonidos / exhalados por una flauta podrida / se mezclan a los címbalos adornados de moho /y tampoco extrañas formas y epicenas / sangrando yacen en el polvo / heridas con heridas. / Por eso es / que en tu réplica / de mofas milenarias / ¡no has sido ni eres!

2) NOCTURNO: Alrededor y alrededor de la plaza desierta /paseamos del brazo con el Diablo. / Ningún sonido, salvo el golpear de sus cascos / y el eco de su risa y la mía. / Habíamos bebido el negro vino. / Grité: "¡Corramos una carrera, Maestro!" / "¿Qué importa", gritó, "cuál de nosotros / corra más esta noche? / Nada hay que temer esta noche / a la impura luz de la luna". / Entonces lo miré en los ojos, / y me reí de su mentira / y del temor constante que trataba de disimular. / Era cierto lo que habían dicho y repetido: / Estaba viejo — viejo.



Notas al margen

. En la obra de Goethe, el pacto diabólico que realiza Fausto lo hace a través de Mefistófeles: le entrega su alma a cambio que permanecer joven hasta la muerte. Mefistófeles aparece con una particularidad en esta obra: obtiene los resultados opuestos a los deseados, ya que hace el bien cuando busca hacer el mal.

• En la obra del autor alemán, el Fausto (que es médico) no tiene la presencia del original: su animosidad es mucho más débil, y se muestra desprotegido e indefenso, teniendo que depender de los otros para lograr sus objetivos, Fausto necesita de Mefistófeles y su poder, pasando, de esta forma, a ser uno más ente el común de los mortales.

• Otra particularidad de la obra de Goethe es que el primero de sus Faustos concluye con la salvación de Margarita (la mujer que Fausto corrompió) y el segundo con la salvación del doctor.

• Aún siendo médico, en la obra de Goethe, el Fausto recurre a métodos oscurantistas, opuestos a los aceptados por la ciencia. Su empeño por investigar y conocer lo aísla de la sociedad. De esta forma, al no obtener los resultados que esperaba, comienza a experimentar las frustraciones que lo llevarán a realizar los pactos.

• El Doktor Faustus, la obra de Thomas Mann, cuenta la historia de un músico que vende su alma para superar a todos sus contemporáneos. Además, deberá cortar sus relaciones sociales, ya no podrá hablar con otros seres humanos. Tendrá una solitaria y pesada relación con el arte.





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Es importante anotar, cómo desde la literatura como tal, Plutarco de Queronea, Luciano de Samosata Y Suetonio, escribían textos donde los dioses perdían ese halo inconsútil para aterrizarlos en la vida azarosa de los hombres y sus invenciones.

Marlowe, Christopher (1983), La trágica historia del doctor Fausto, en Tragedias, Bogotá: Editorial Oveja Negra, Ltda., pp. 139 – 189.

Goethe, Johan Wolfgang (1963), Fausto en Obras Completas, tomo III. Madrid: Aguilar.

Lord Bayron (1957), Manfred. En Obras escogidas. Buenos Aires: El Ateneo

Wilde, Oscar (1970), El retrato de Dorian Gray, en Obras Completas. Madrid: Aguilar, S.A.

Mann, Thomas (1985), Doctor Fausto, Bogotá: Editorial Oveja Negra.

Beerbohm, Max (1976), “Enoch Soames”, en Jorge Luis Borges. Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Antología de la literatura fantástica. Buenos Aires: Editorial Suramericana, pp. 26 – 55.

Fuestes, Carlos (2005), El instinto de Inés. Madrid: Alfaguara.