LAS UTOPÍAS QUE SON LOS LIBROS
Un carácter esencial de la utopía es que jamás se determina, nunca llega a su final, no es un modo acabado de ser de la existencia. La utopía no es creación total, tiene, como la vida, condición de ser siempre inacabada, de ser siempre un esbozo, un boceto; por lo mismo abierta, mas no indeterminada, quiero decir, posible por imposible.
La utopía es un imposible que guía y da aliento para hacernos a lo posible. Concebimos lo imposible para descubrir lo que es posible, sometemos lo imposible al criterio de factibilidad. Somos prácticos en la medida en que somos capaces de trascender, mientras no caigamos en la ilusión alucinada de realizar esos órdenes fácticos, es decir, mientras no caigamos en el terreno de los totalitarismos, los universales. La utopía, por lo mismo es un complemento de la realidad dada, donde podemos discernir lo verdadero de lo falso, lo real de lo irreal. De aquí que el pensar utópico deba estar enlazado a un marco referencial que haga del presente un algo inteligible, comprensible, interpretable.
La realidad es parcial, chata o plana. La construcción utópica, en cambio hace de la realidad una tormenta, un sacudimiento y rescata de esta realidad lo que considera deseable, rescata sus potencialidades y le prodiga al universo social y cultural otros horizontes de sentido para la acción. Y como las utopías son horizontes de posibilidades, estos horizontes deben ser deseables mas no durables, es decir, no lugares estáticos, inalterables, clausurados.
Nos hemos acostumbrado a utopías que no tienen voluntad de libertad ciudadana, que nos muestran en un grado o en otro, la fuerza de una ley o unos códigos morales que constriñen lo ciudadano, utopías que coartan desplazamientos especiales, la organización de nuestro trabajo y hasta administran nuestra sexualidad. Estos modelos de sociedad para durar han ejercido coerción sobre todo aquello que amenaza su estabilidad, han requerido de un acontecer totalitario que haga coincidir la voluntad de la mayoría con el establecimiento, los deseos individuales con los reglamentos de las instituciones públicas. Ha sido precisamente esta compulsión de conciliación la que ha llevado a estas utopías a ser cerradas, herméticas, sistemas ideales rigurosos en sus condicionamientos disciplinarios que, finalmente, terminan convirtiéndose en dogmas, olvidan sus escalas de imposibilidad. Tales utopías, milenaristas, fundamentalistas, excluyentes, limitan la creación y recreación de alternativas; en su base son eficientes, pero inmovilizan o niegan que la necesidad de libertad necesite ser siempre realizada. Así, pues, lo que se necesita son utopías que se formulen permanentemente al interior de las culturas, las sociedades, los gobiernos, sin que se tornen ineficaces, impotentes y excluyentes; utopías que se nos vuelvan permanencia de horizontes orientadores, horizontes que expresen nuestros deseos colectivos por un orden colectivo. Un modo de otorgar sentido, sí, pero que a la vez ponga sobre el terreno contenidos susceptibles de realizarse. En fin, utopías que indaguen por el cómo y no por el por qué ni para qué. El cómo siempre estará abierto, susceptible de ser invariablemente terreno inacabado; el por qué y el para qué indagan por orígenes y finalidades no siempre despejados.
Ahora bien, los libros son igualmente utopías, lugares otros que, aunque no existen en la realidad real, hacen parte entrañable de nuestros juegos de vida, de nuestros mundos posibles, pues se articulan con lo cotidiano, con la realidad inscrita en lo cotidiano, sin sobredeterminar el horizonte de posibilidad, sin ir más allá, al lugar de la metafísica. Lugares poblados de sentido con proyectos o mundo acabados en su circularidad expansiva, o inacabados en su construcción continua. De este modo, cada libro es un círculo que se ensancha y obliga a nuevos sentidos, él mismo un sentido sin terminar de serlo, un círculo que, desde su periferia, da sentido al centro y viceversa. El libro es lugar en el cual no es posible la abulia, donde no cabe el derrotismo, en el que no hay territorio para la angustia de los mundos acabados. Es difícil comprender una obra escrita como un relato acabado, cerrado, atrincherado en lo particular o en identidades culturales estáticas. Podemos no encontrar en los libros lugares para detener las crisis de nuestro ser, de nuestra sociedad, sin embargo estos estremecimientos narrativos remecen el escepticismo gregario y desesperanzado con sus propuestas utópicas.
Aunque, por definición, la utopía tenga un carácter de imposibilidad, un modo de no estar en ninguna parte, un imposible real, un hecho cuya presencia se define por su ausencia, es capaz, no hay duda, de abrir claros en la maraña de la confusión, es capaz de desenmascarar la irracionalidad. Una constante en la construcción utópica, es que supone siempre una crítica, un cuestionamiento del orden. Las utopías que son los libros exaltan el conocimiento, los más altos escalones de la cultura, contienen la memoria cognoscitiva dada por la historia, sin dejar de cuestionar al mismo tiempo el orden existente. La memoria contenida en estos, aunque utópica, nos permite soñar salidas en esta sociedad atormentada por la violencia, el ejercicio del poder para negar al otro, la búsqueda del dinero fácil; así, ¿por qué no volcarnos sobre las utopías en y de los libros, aunque sólo sea para caminar y regodearnos con paisajes intelectuales, aunque sólo sea para tener más sed?