Seguidores

martes, 19 de agosto de 2008

La cultura como praxis

Buaman, Zygmunt, La cultura como praxis.
Barcelona, Paidós. 2002, pp. 9-94
2008, agosto

--------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Lo que el autor quiere dar a entender aquí es que el concepto de cultura, la idea de cultura es una invención de la sociedad moderna. Una invención impregnada de ambivalencia y de sistematicidad, es decir de reglamentación. Al mismo tiempo piensa cómo se entiende hoy la cultura como matriz donde la identidad es dinámica y no estática y, además, relativa.


La cultura como conciencia de la sociedad moderna
En el siglo XVII se contemplaba al mundo como una creación esencialmente humana. El futuro tenía su punto de partida en la sociedad humana. El mundo se parecía menos a Dios, es decir, cada vez era menos eterno; asumía forma humana, se convertía en “imagen del hombre”, proteico, veleidoso, caprichoso, lleno de sorpresas. El mundo fue más una tarea que algo dado e inalterable. La tarea fue sustituir el orden divino o natural de las cosas por otro artificial, construido por el hombre sobre bases legislativas, reglamentadas. Se dio una pragmática de la construcción del orden, “que implica una tecnología del control conductual y de la educación, una técnica del modelado de la mente y la voluntad”. El hombre completaba la trama, hacía cultura, anunciaba la autodeterminación.
En el siglo XVIII la idea de cultura pasó a ser de uso corriente; la cultura significaba lo que los humanos podían hacer, mientras que la “naturaleza” designaba lo que los humanos debían hacer. En el siglo siguiente la tendencia general del pensamiento social fue “naturalizar” la cultura, lo que culminaría con el concepto de “hecho social” de Emile Durkheim. Los hechos culturales podían ser productos humanos, pero, una vez producidos, se encaraban a sus otrora autores con la obstinación indómita e implacable de la naturaleza. Sólo en la segunda parte del siglo XX, llegó la “culturalización” de la naturaleza. En la búsqueda de las bases sólidas e inamovibles del orden humano, luego de una espesa capa de artefactos humanos, que hicieron invisible la naturaleza, la noción de cultura se fue afianzando hasta llegar a culturalizar la naturaleza.
El concepto de ‘cultura’ “se acuñó para distinguir y poner en primer plano un área creciente de la condición humana que juzgaba ‘infradeterminada’…”, por ejemplo, los alcances de la libertad, la restricción de las elecciones potencialmente infinitas en un patrón finito. La ‘cultura’ sirvió para conciliar toda una serie de oposiciones: libre y necesario, voluntario y obligatorio, teleológico y causal, elegido y determinado, aleatorio y pautado, contingente y respetuoso con la ley, creativo y rutinario, innovador y repetitivo; en suma, la autoafirmación frente a la regulación normativa.
Ahora bien, en ese momento, se quiso borrar esta ambigüedad; pero fue imposible, pues la idea de cultura en tanto que “determinación autodeterminada” debía su atractivo intelectual a su ambivalencia. Ambivalencia entre la “creatividad” y la “regulación normativa; las dos ideas no se pueden separar. “La ‘cultura’ se refiere tanto a la invención como a la preservación, a la discontinuidad como a la continuidad, a la novedad como a la tradición, a la rutina como a la ruptura de modelos, al seguimiento de las normas como a lo corriente, al cambio como a la monotonía, a lo inesperado como a lo predecible.
“La ambivalencia nuclear del concepto de ‘cultura’ refleja la ambivalencia de la idea de orden construido, la piedra angular de la existencia moderna”.
“el ‘orden’ se opone al azar. Supone la reducción progresiva del espectro de posibilidades. Producir orden supone manipular las probabilidades de los acontecimientos, que se den ciertas pautas de conducta mientras las otras se reducen o eliminan, esto es el orden social. “Esa tarea implica dos requisitos: primero, se tiene que determinar una distribución óptima de las probabilidades; segundo, se tiene que asegurar la obediencia a las preferencias elegidas. El primer requisito apela a la libertad de elección, el segundo significa la limitación de las elecciones, sino su total eliminación”. Legislar y ser legislado, gestionar y ser gestionado, de poner las reglas o seguirlas. El discurso cultural es a la vez autónomo como frágil. Siempre la ausencia de una base sólida.
Para ese momento se dieron dos discursos en torno a la cultura: “un discurso generó la idea de cultura en tanto que actividad del espíritu libre, la sede de la creatividad, de la invención, de la autocrítica y de la autotrascendencia; el otro discurso plantea la cultura como un instrumento de continuidad, al servicio de la rutina y del orden social.
“El producto del primer discurso era la noción de cultura como capacidad de resistirse a las normas y erigirse por encima de lo ordinario: poïesis, arte, creación ab nihilo al estilo divino”, lo que se atrevía, lo menos complaciente y conformista: irreverencia ante la tradición; valor para ir más allá de horizontes bien conocidos y fronteras celosamente vigiladas para abrir nuevas sendas.
“El producto del segundo discurso era la noción de cultura formada y aplicada en la antropología ortodoxa. En ese ámbito, la ‘cultura’ significaba regularidad y modelo, mientras que la libertad se presentaba bajo las rúbricas de ‘desviación’ y ‘ruptura de norma’. La cultura era un agregado o, mejor, un sistema coherente de presiones apoyadas sobre sanciones, de valores y normas interiorizadas, de hábitos que garantizasen la repetición de las conductas individuales (y así también su predictibilidad) y la monotonía de su reproducción, es decir, que asegurasen la continuidad del tiempo, la preservación de la tradición…En ese sentido, la ‘cultura’ contribuía, junto con otras palabras, a “llenar el vacío” dejado por la desaparición del orden preordenado (en la experiencia vital y como artefacto explicativo)…Implicaba ‘naturalización’ del orden artificial construido por el hombre.”
Esta segunda noción de cultura fue la que prevaleció en el seno de las ciencias sociales durante cerca de un siglo. “Alcanzó su expresión máxima (justo antes de colapsarse y perder autoridad) con el monumental sistema teórico de Talcott Parsons, que contemplaba la cultura como un factor que contrarrestaba el azar”.
“Parsons rescribió la historia de la ciencia sociales como una sucesión de intentos fallidos para dar una respuesta a la interrogación de Hobbes”: ¿cómo es que agentes humanos voluntarios, dotados de libre albedrío y persiguiendo sus propios objetivos individuales, libremente escogidos, se comportaban sin embargo de manera uniforme y regular, hasta el punto que podía decirse que su conducta ‘seguía un patrón’? Según Parsons, la cultura, en tanto que codiciada respuesta a tan enojosa cuestión, está llamada a representar un papel decisivo como mediadora que asegure el ‘encaje’ de los sistemas ‘social’ y de ‘personalidad’: sin cultura, no son posibles ni las personalidades humanas ni los sistemas sociales humanos”. Sólo resultan posibles en la medida en que están coordinados y la cultura es, precisamente, el sistema de ideas o creencias, de símbolos expresivos y de valores que garantizan dicha coordinación”.
“No se podría pensar en una vida ordenada (es decir, en un sistema duradero, con una identidad propia y continuada, que se equilibra y perpetúa a sí mismo) si no fuese por las funciones coordinadoras llevadas a cabo por un conjunto consensuado y compartido de valores, preceptos y normas ligados a roles (por la cultura, por ejemplo). La cultura es la estación de servicio del sistema social: al penetrar en los ‘sistemas de personalidad’ durante los esfuerzos por mantener el modelo (por ejemplo, al ser ‘internalizada’ en el proceso de ‘socialización’), asegura ‘la identidad consigo mismo’ del sistema en el tiempo, es decir, ‘mantiene la sociedad en funcionamiento’…”
“En otras palabras, la cultura de Parsons es lo que hace imposible o, al menos muy improbable la separación respecto a un modelo establecido. La cultura es un factor inmovilizador, ‘estabilizador’; de hecho, estabiliza tan bien que, a menos que la cultura ‘funcione mal’, cualquier cambio de patrón es increíble y la ocurrencia real de los cambios constituye un rompecabezas que no se puede resolver dentro del marco de la misma teoría que pueda dar cuenta de la inercia del sistema”. No hay lugar para la alteración de las pautas arraigadas.
Con Georg Simmel, se entiende mejor la otra cara de la cultura. La cara de la ambivalencia. En el vivir humano hay dos fuerzas formidables, enfrentadas una a la otra: “la vida subjetiva, que es inquieta pero finita en el tiempo; y sus contenidos que, una vez creados, se fijan y adquieren una realidad atemporal. […] La cultura se hace realidad con la reunión de ambos elementos, ninguno de los cuales puede abarcar por sí mismo a la cultura” (Simmel). De modo que es lo “fijo y atemporal” frente a lo “inquieto y finito”.
Si en el mundo moderno no existe ninguna “forma fija” que pueda reclamar otro fundamento que la fuerza creativa humana, tampoco es probable que alguna forma alcance el estatus de un “ideal”. Esto hace entonces que la cultura sea dinámica y que sea pensada en la actualidad, desde las ciencias sociales, como sociedad del riego (Ulrich Beck) o incertidumbre manufacturada (Anthony Giddens), o, incluso, como “un régimen de reflexivilidad y autolimitación” (Cornelius Castoriadis). La cultura, en estos términos tiende a ser un agente de desorden tanto como un instrumento de orden. “La obra de la cultura no consiste tanto en la propia perpetuación como en asegurar las condiciones de nuevas experimentaciones y cambios. Esto es la paradoja de la cultura: “todo aquello que sirve para la preservación de un modelo socava al mismo tiempo su afianzamiento”. La cultura no puede producir otra cosa que el cambio constante, aunque no pueda realizar cambios sino a través del esfuerzo ordenador. Pasión por el orden, nacido del temor al caos.

¿Sistema o Matriz?
Aquí lo que se trata de pensar es si la cultura es un sistema o una matriz. Se procura pensar si todas las cosas culturales (valores, normas de comportamiento, artefactos) conforman un sistema, en primer lugar. Sistema como agregado de elementos en donde los elementos están “interconectados”, “es decir, que el estado de cada elemento depende de los estados asumidos por todos los demás, Por lo tanto, la red de dependencias en que se ven involucrados todos los elementos limita la gama de posibles variaciones en el estado de cada uno de ellos. Mientras se observan estos límites, el sistema se halla ‘en equilibrio’, reteniendo la capacidad para recuperar su forma característica y para preservar su identidad a pesar de las perturbaciones locales y temporales; evita, en definitiva, que sus unidades, o siquiera una de ellas, alcancen un punto sin retorno. Mientras permanecen en el seno del sistema, todos los elementos (unidades, ingredientes, variables) están ligados a una telaraña de determinaciones recíprocas, que los mantiene a raya para evitar que sobrepasen los límites permitidos y que hagan perder el equilibrio a todo el conjunto… En su esencia, lo sistémico es la manera de subordinar la libertad de los elementos al ‘patrón de mantenimiento’ de la totalidad.”
Los elementos deben ser circunscritos, deben tener fronteras. Se decide cuáles elementos están dentro y cuáles están fuera. Se dejan entrar elementos bajo ciertas condiciones: “deben emprender un proceso de adaptación o acomodación, es decir, una modificación que les permita ‘encajar’ en el sistema o, lo que es lo mismo, que permita a éste asimilarlos…Desde la perspectiva de los recién, asimilación significa transformación, mientras que para el sistema, quiere decir reafirmación de la identidad propia.”
Con lo anterior hay dos perspectivas; la primera como sistema cerrado en sí mismo, y la segunda como una mezcla de experiencias heterogéneas; lo de adentro y lo de afuera como matrimonio difícil. La segunda perspectiva es el producto de antropólogos culturales, originada en el trabajo de Bronislaw Malinowski. Práctica que consiste en visitar “poblaciones nativas: con estilos de vida evidentemente distintos de los de los propios estudiosos, sumergirse en sus afanes cotidianos, registrar sus maneras y los medios a los que recurren e intentar ‘entenderlos’ mediante el ensamblaje de lo observado –hábitos y ritos- o de lo relatado por ‘informantes’”.
“La primera perspectiva dependía de la experiencia, de la capacidad de selección de la sociedad propia, con sus prácticas incluyentes y excluyentes, sus presiones asimiladoras ejercidas en el interior del Estado-nación sobre los ‘elementos foráneos’ y su lucha por mantener su propia y distintiva identidad…” Desde el Estado-nación se promovía explícita y obligadamente la unificación nacional de lenguas, calendarios, niveles educativos, versiones de la historia y códigos éticos legisladores; estados ocupados en la “homogeneización de lazos entramados de dialectos locales, de costumbres y de memorias colectivas en conjuntos de creencias y estilos de vida únicos, comunes, nacionales”.
Hoy es difícil sostener la cultura como un sistema, es decir, la probabilidad de percibir los fenómenos culturales como componentes de totalidades cohesivas y completas en sí mismas. Hoy se sabe que “los fenómenos espaciales son productos sociales y, consecuentemente, se espera que su papel en la fisión y fusión de entidades sociales cambie a medida que lo hacen las técnicas y los procedimientos productivos”. Especialmente cuando las fronteras, aunque existen, están permeadas por la tecnología que acelera comunicaciones y parece homogeneizar culturas. Aquí, especialmente, en esta movilidad, fuera de los medios de transporte que conocemos, lo que hay que tener en cuenta, con mayor énfasis, es el transporte de información, que no implica movimiento de los cuerpos físicos. Información que viaja independiente de sus soportes corpóreos como de los objetos a que se refieren; esos medios liberaron a los “significantes” de los “significados”. Se ha echado por tierra (www) la noción de “viaje”, así como la de “distancia” a la que hay que viajar, haciendo instantáneamente accesible la información a lo largo y ancho del globo terráqueo.
Bauman entiende que hay un aspecto crucial en la distinción entre “adentro” y “fuera” en el mundo moderno, pero esto se ha quedado, en el mundo actual, sin razón de ser. Cita a Timothy W. Luke:
Las concepciones tradicionales de la acción recurrían a menudo a metáforas orgánicas en sus alusiones: el conflicto [entre dos] era un mano a mano, el combate era a brazo partido, la justicia era ojo por ojo y diente por diente, un debate franco era a corazón abierto, la solidaridad era hombro con hombro, la comunidad era cara a cara, la amistad era uña y carne y el cambio era paso a paso.
La situación ha cambiado con el advenimiento de los medios que han permitido alargar conflictos, solidaridades, combates, debates o administraciones de justicia mucho más allá del alcance de los brazos y los ojos. Según palabras de Luke, el espacio ha pasado a estar procesado/centrado/organizado/normalizado y, sobre todo, emancipado de las restricciones naturales del cuerpo humano. El espacio entonces ha pasado a ser racionalizado y no comunalizado, nacional y no local. En consecuencia el espacio moderno ha sido objeto de administración, de gestión. Es un espacio duro, sólido, permanente y no negociable. La clave es la organización espacial. Pero esto también se ha hundido en el pasado. Con la aparición de la red global de información, se da un tercer espacio, el cibernético que se ha impuesto sobre el espacio confeccionado, territorial, urbanístico o arquitectónico. Lo de aquí y allí ya no significan nada, no hay obstáculos físicos a las distancias, no separan a la gente.
El ciberespacio no está anclado territorialmente. “Si la idea de cultura como un sistema estaba ligada orgánicamente a la práctica del espacio ‘gestionado’ o ‘administrado’, en general, y a la interpretación del Estado-nación, en particular, ahora ha dejado de encontrar soporte y asidero en las realidades de la vida. La red global de información no tiene, no puede tener, un ‘mantenimiento de patrones’, ni tampoco tiene autoridades capaces de separar lo normal de lo anormal, la regularidad de la desviación. Cualquier ‘orden’ que uno pueda imaginar aparecido en el ciberespacio debe ser emergente, no artificioso; y, aún así, sólo puede ser un orden momentáneo, y un orden que ni puede modelar de manera alguna la figura de órdenes futuros ni determinar su aparición”.
El primero en encontrar la futilidad de la cultura como un sistema fue Claude Lévi-Strauss, quien encontró que la cultura, más que un inventario de un número finito de valores supervisando todo el campo de interacción o un código estable de preceptos conductuales relacionados y complementarios, describió la cultura como una estructura de elecciones, una matriz de permutaciones posibles, finitas en número, pero prácticamente incontables; donde estas estructuras no son sino restricciones del azar sobre tipos infinitamente variados de interacciones humanas.
A partir de esto, Bauman argumenta que es difícil contemplar “la cultura como una restricción de la capacidad inventiva del ser humano, como un instrumento de la monótona e invariable reproducción de las formas de vida, resistente al cambio a menos que fuerzas externas lo empujasen hacia él. La cultura de Lévi-Strauss era una fuerza dinámica en sí misma”, con lo que la oposición entre continuidad y discontinuidad pierde su poder perturbador.
Parodiando a Cornelius Castoriadis, cuando escribe acerca del lenguaje, se puede decir que una propiedad esencial de la cultura es la de ser capaz de cambiar sin dejar de funcionar eficientemente, de manera constante, para transformar en común lo que no lo es, en establecido lo que era original, para continuar los procesos de adquisición y eliminación y, al hacerlo, perpetuar su capacidad de ser ella misma. La cultura está siempre en marcha, está en constante actividad. Por lo que la dicotomía Sincronía/diacronía vistos como independientes, o lo uno o lo otro, no tiene sentido.
“La sociedad y la cultura, como la lengua, retienen su carácter distintivo, su identidad, pero ese carácter distintivo no es ‘el mismo’ durante mucho tiempo. Perdura a través del cambio. Además no hay ‘ahora’ en la cultura, no en el sentido postulado por el precepto de la sincronía, en el sentido de un punto en el tiempo separado de su propio pasado y autocrático, mientras se ignoran sus aperturas hacia el futuro”
El autor resume: “‘dominar una cultura’ implica dominar una matriz de posibles permutaciones, un conjunto nunca completamente en marcha y siempre lejos de estar completo, en vez de tratar con una colección finita de significados a través del arte de reconocer sus soportes. Matriz, en este caso, es una invitación constante al cambio, y no un “‘carácter sistémico’, es decir, en ningún caso la petrificación de algunas elecciones (‘normales’) y la eliminación de otras (‘desviaciones)”.

Cultura e identidad
Un aspecto importante de la modernidad es el incremento del volumen y del alcance de la movilidad, con lo cual, inevitablemente, el peso de lo local y de sus redes de interacción se debilita. Esto hace que la modernidad sea también una época de totalidades supralocales, de “comunidades imaginadas” aspirantes o sostenidas por el poder de construcción de naciones y de identidades culturales fabricadas, postuladas y edificadas.
Un aspecto importante del estado moderno fue el de dar preferencia a la oposición de “impregnar toda la vida social” por encima de las tendencias a la marginalidad o a la parcialidad en la pertenencia étnica. Esta categoría étnica se sustenta en el mantenimiento de una frontera. Gracias a su monopolio sobre los medios de coerción, el Estado moderno tenía el potencial de proclamar y defender fronteras.
“Tener identidad”, parece ser una necesidad universal. Hay entonces la identidad personal que confiere significado al “yo”. Hay identidad social, que permite hablar de “nosotros”. Este nosotros está construido a partir de la inclusión, aceptación y confirmación de sus miembros, es el reino de la seguridad reconfortante, aislado de un fuera habitado por “ellos”. “Una identidad es percibida como segura cuando los poderes que la certifican parecen prevalecer sobre ‘ellos’, los extranjeros, los adversarios, los otros hostiles, a los que se interpreta simultáneamente como ‘nosotros’ durante los procesos de reafirmación”.
En la modernidad había múltiples y diferentes identidades locales, un agregado heterogéneo de gentes; unificarlos fue tarea del Estado-nación, a través de los intelectuales, a través de la instrucción y del control, de la enseñanza y de los ejercicios y, llegado al caso, de la coerción. Fue un proceso político de unificar la diversidad de las identidades regionales. “La nueva élite civilizada, por entonces firmemente al mando, era quien tenía que dirigir la reintegración de la sociedad dividida”.
Lo anterior suponía construir una nación. “En el curso de la historia moderna, el nacionalismo ha representado el papel de bisagra que une el Estado y la sociedad (conceptualizando o como identificando a esta última con la nación). Estado y nación surgieron como aliados naturales en el horizonte de la mirada nacionalista, como la línea de meta de la carrera por la reintegración. El Estado suministraba los recursos para la construcción de la nación, mientras que la postulada unidad de la nación y el destino nacional compartido ofrecían legitimidad a la ambición de la autoridad estatal de exigir y obtener obediencia.”
Ahora bien, con el advenimiento de la caída del Estado-nación en tanto fuente de una “elección significativa del estilo de vida”, donde el nacionalismo ya no funda Estado, lo que queda son unas minorías luchando para tener éxito en esa misma tarea en la que el Estado nación ha fracasado. “Hoy, las tan vilipendiadas comunidades naturales de origen, ‘locales’ y necesariamente menores que el Estado-nación, descritas en tiempo por la propaganda modernizante como provincianas, estancadas, plagadas de prejuicios, opresivas y embrutecedoras, antiguo blanco de las cruzadas culturales emprendidas…, son contempladas con esperanza como las ejecutoras de confianza de esas elecciones funcionales. Libres de los caprichos del azar y saturadas de significados, cuyo advenimiento el Estado-nación y la cultura nacional no pudieron propiciar…”. La “comunidad natural” representa el suelo de significación y, en consecuencia, de identidad. Antaño fue la nación, ahora es la comunidad.
Políticamente la concepción comunitaria de la cultura se erige en oposición a la ambición homogeneizadora de la “cultura nacional”, así como se ha materializado en su autoproclamado guardián y gestor, el Estado-nación. Pero esta oposición no se presenta en forma tan evidente.
“Tal como se ha visto antes, la promoción estatal de la ‘cultura nacional’ fue principalmente una apuesta por la cultura como ‘sistema’, como una totalidad autosuficiente. Procedió a través de la eliminación de todos los residuos de costumbres y hábitos que no encajaban en el modelo unificado, modelo que debía convertirse en obligatorio en el área bajo soberanía del Estado, identificada desde entonces como territorio nacional. Ese modelo se oponía orgánicamente al ‘multiculturalismo’, una perspectiva desde la cual la cultura nacional sólo se podía concebir negativamente, y que representaba el fracaso del proyecto nacionalista administrado por el Estado, ya que suponía la persistencia de un gran número de conjuntos autónomos de valores y normas conductuales en ausencia de una autoridad cultural dominante e incontestada. En principio, el comunitarismo no rompe con este enfoque. A semejanza del proyecto de cultura nacional, el multiculturalismo postulado por los comunitaristas asume tácitamente el carácter sistémico, ‘totalizador’, de la cultura. Lo único que hace es invertir la evaluación de la coexistencia de muchas ‘totalidades’ en un mismo dominio político y defiende su continuación forzosa allí donde el proyecto de la cultura nacional preconizaba su disolución igualmente forzada en un único sistema cultural nacional”.
La cultura nacional promovida por el Estado ha resultado débil protección contra la comercialización de los bienes culturales y contra la erosión de todo valor, con la excepción del poder de la seducción, la competitividad y la rentabilidad. La cultura está, entonces impregnada de un sentimiento de “desarraigo”, de la “descarga” de flotar a la deriva, de la falta de anclaje, de la fragilidad y de la vulnerabilidad de las identidades existentes. La identidad queda en manos, entonces, de la iniciativa individual, “privatizada y sin regulación alguna”. “Con el creciente abismo abierto entre la gama de elecciones ofertadas públicamente y la limitada capacidad del individuo de elegir, la nostalgia por la ‘dulzura de la pertenencia’ no puede hacer sino crecer”.
El comunitarismo promete hacer realidad lo que el Estado no pudo: la pertenencia; pero el comunitarismo adopta la misma estrategia que siguió el Estado: curar las heridas mediante “la unidad espiritual, al mismo tiempo que fomentar la resignación ante las invencibles presiones escisionistas que han causado dichas heridas”. En ambos casos se supone que la cultura compartida debe compensar el desarraigo producido por el mercado. Sin embargo es dado pensar en que también se trata de “generar libertad a partir de una reafirmación verdaderamente universal, al proporcionar a todos los individuos los recursos que necesitan y la confianza en sí mismos que les acompaña” y de “rechazar la idea de una sociedad multicomunitaria para poder defender la idea de una sociedad multicultural” (Alain Touraine). Este mimo autor sigue diciendo: “La creación de sociedades y autoridades políticas sobre la base de la identidad cultural y de la tradición común es contraria a la idea de multiculturalismo”. Sería más bien, y escribe Touraine:
[…] la fragmentación del espacio cultural en una pluralidad de fortalezas comunitarias, es decir, de grupos políticamente organizados cuyos líderes extraen su legitimidad, su influencia y su poder de su apelación a la tradición cultural.
Apelar a los derechos de las comunidades para preservar su distinción cultural suele “esconder la brutalidad de poderes dictatoriales cubiertos por una fina corteza de culturalismo” (Touraine).
Hasta aquí se han mostrado las similitudes entre el nacionalismo estatal y el proyecto comunitarista. Los dos pretenden sistematizar lo cultural, ahogando las diferencias y borrando las ambivalencias de las opciones culturales para crear una totalidad imaginada capaz de resolver el problema de la identidad social. Ahora bien, si hay semejanzas, también se dan diferencias entre los dos proyectos.
Primera diferencia, la cultura nacional se concibió como suplemento necesario de otra singularidad moderna: la universalidad de la ciudadanía. La república garantizaba los derechos ciudadanos y protegía contra los extremismos de las cruzadas culturales; garantizaba la libertad ciudadana.
El proyecto comunitario, en este sentido es antimoderno. No es el compromiso del Estado-nación con la república y la libertad ciudadana lo que cohesiona y fija los límites de la comunidad cultural; la comunidad cultural existe en función de una tradición compartida o asumida.
La segunda diferencia sigue a la primera. “Para mantener su unidad, la comunidad cultural del proyecto comunitarista, una comunidad postulada y proclamada desde su interior, consciente de sí misma, no tiene otra cosa que la lealtad inquebrantable de sus miembros; en tanto la comunidad cultural nacional debe ser un lugar de coerción cultural; debe ser experimentada, vivida, como coerción”. “Sólo puede sobrevivir a expensas de la libertad de elección de sus miembros. No se puede perpetuar sin una estrecha vigilancia, unas pautas disciplinadoras y severos castigos para aquellos que se desvían de la norma. En el mundo de hoy es nadar contra corriente.
“La señal distintiva de la “comunidad cultural” de los comunitaristas se sigue de la última contradicción: los predicadores y defensores de las comunidades culturales desarrollan… mentalidad de ‘fortaleza asediada’”. No hay confianza, cunde la sospecha. Por todas partes se ven enemigos. Los líderes de estas comunidades culturales se sienten “a sus anchas en el papel de patrulleros fronterizos; la proximidad física de personas con distintos modos de vida, una abominación; el libre intercambio de ideas con gentes semejantes, el más definitivo de los peligros”. “Si el ‘multiculturalismo’, al menos en algunas de sus versiones, puede ser una fuerza unificadora e integradora, ‘iclusiva’, el ‘multicomunitarismo’ no ofrece semejante oportunidad”, puede generar intolerancia y separación cultural y social.
“Si el multiculturalismo, a pesar de elevar la diversificación cultural al rango de valor supremo, acredita con una validez potencialmente universal a todas las variedades culturales, el multicomunitarismo prospera sobre la peculiaridad y la imposibilidad de traducir las formas culturales. Para el primero, la diversidad cultural es universalmente enriquecedora; para el segundo, los valores universales empobrecen las identidades.”
“Los programas multicultural y multicomunitario son dos estrategias diferentes que pretenden abordar una situación sobre la que han establecido un idéntico diagnóstico: la copresencia de muchas culturas en el seno de una misma sociedad. El factor más prominente de la vida contemporánea es la variedad cultural de las sociedades”. Esto es así y no hay discusión. En el mundo de hoy la fragmentación afecta a todos los campos de la vida, y la cultura no es una excepción.
Stuart Hall en ¿Quién necesita la identidad?, ensayo, “propone distinguir entre concepciones ‘naturalistas’ y ‘discursivas’ de los procesos de identificación. Según la primera, ‘la identificación se construye sobre la base del reconocimiento de algún origen común o de algunas características compartidas con otra persona o grupo, o con un ideal, así como con el círculo naturalmente cerrado de solidaridad y lealtades establecido sobre dicho fundamento’. Según la segunda, ‘la identificación es una construcción, un proceso que nunca se completa, siempre ‘en marcha’. No viene determinada en el sentido de que siempre se puede ‘ganar’ o ‘perder’, apoyar o abandonar’. La segunda concepción es la que capta el verdadero carácter de los procesos de identificación modernos”.
Esto que se acaba de decir es importante en el actual debate acerca de la “identidad cultural”. El modo diario de existencia fue la difusión, es decir, el intercambio transcultural; ahora esto ha perdido su utilidad. El concepto de difusión sólo se explica cuando existe un tráfico entre entidades sanas, bien definidas. Y esto no es así; si no hay totalidades globales y cerradas en sí mismas, no hay difusión. Esto no ayuda a comprender la cultura contemporánea. “Tampoco lo hacen otras nociones tradicionales del análisis cultural: asimilación, acomodación, asociadas a realidades sistémicas. Lo mismo ocurre con los términos hoy de moda: hibridación, mestizaje, que marcan la diferencia entre “interior” y “exterior”, con limitaciones y controles para el tráfico transfronterizo, pendientes cada uno de reclamar sus territorios soberanos. De modo que lo mejor es abandonar esta terminología del debate cultural.
“El rasgo más conspicuo de la fase cultural actual es que,…, la génesis y distribución de productos culturales ha adquirido y está adquiriendo un alto grado de independencia respecto a las comunidades institucionalizadas y, respecto a las políticamente territoriales”. Es mucho lo que llega de afuera a las comunidades culturales y mucho su poder de persuasión superior a las pautas locales. Modelos foráneos que viajan a gran velocidad para ser negociados eficientemente cara a cara. Siempre llegan y se toman desprevenidamente sin someterlos a prueba dialógicas. “los productos culturales viajan libremente, haciendo caso omiso de las fronteras provisionales y estatales”; su presencia es ubicua por causa del desarrollo de la tecnología electrónica.
“Esto no significa la desaparición definitiva de las identidades culturales. Pero sí que las identidades culturales y la difusión de los patrones culturales han cambiado de ubicación…La motilidad, la falta de raíces y la accesibilidad global de los patrones y productos culturales constituyen hoy la ‘realidad primaria’ de la cultura, mientras que las identidades culturales sólo pueden surgir como el resultado de una larga serie de ‘procesos secundarios’ de elecciones, retenciones selectivas y recombinaciones” que no se detienen. En este caso las “identidades no descansan sobre la unicidad de sus rasgos, sino que consisten cada vez más en maneras distintas de seleccionar, reciclar o redisponer la sustancia cultural que es común a todas o, al menos, potencialmente accesible a todas. Lo que asegura su continuidad es el movimiento y la capacidad de cambio, no la habilidad para aferrarse a una forma y contenidos establecidos de una vez para siempre”.